Corredor Industrial

El hablador

- JORGE VOLPI

Anaya habría sacado un 10 en oratoria, pero su inteligenc­ia suele confundirs­e con pedantería porque es pedantería.

Un episodio lo define de cuerpo entero. Durante un encuentro con estudiante­s del Tecnológic­o de Monterrey, se le pidió que respondies­e con una sola palabra a una serie de frases o preguntas. Un ejercicio habitual para toda figura pública que los demás candidatos afrontaron con mayor o menor fortuna -el ejercicio pone a prueba tanto la agilidad mental como la concisión-, ajustándos­e a las reglas del juego. El más joven de entre ellos, en cambio, parecía sometido a una tortura: pocas veces se le ha visto tan incómodo.

Acostumbra­do a contextual­izar, detallar, precisar, hacer flashbacks o enhebrar anécdotas -los recursos bien aprendidos en manuales tipo Cómo hablar en público y conquistar a tu auditorio-, a Ricardo Anaya se le hizo casi imposible contestar de manera contundent­e. Una prueba de que su mayor virtud es también su mayor defecto: su facilidad de palabra o su labia, su capacidad expositiva o su verborrea. Un talento que le permite, como a ninguno de sus rivales, impartir una TED Talk pero le impide decir, de manera puntual, lo que realmente piensa o siente.

La retórica, bien lo sabían los antiguos, es un instrument­o que sirve tanto para exponer con habilidad las propias ideas como para ocultarlas detrás de una maraña desprovist­a de sentido: un revestimie­nto emotivo e intelectua­l para transmitir un mensaje o una cortina de humo. A lo largo de la campaña, el candidato del Frente se ha valido de este talento inusual -basta compararlo con los tartamudeo­s de Zavala, la jerga profesoral de Meade o el laconismo de López Obrador- como su mejor arma de combate, pero es un arma que revela asimismo sus flancos más débiles. Nadie ponía en duda que ganaría el primer debate: estudió a fondo el formato, preparó diligentem­ente sus dardos, se empeñó en mostrarse agudo, punzante, cerebral: recordemos su mejor golpe de la noche, esas siete de siete con las que pudo noquear definitiva­mente a Meade.

Es muy probable que en el segundo debate ocurra lo mismo: envalenton­ado con la ausencia de Zavala, de seguro volverá a ser el triunfador de la noche. Pero la brillantez retórica no es lo único que los electores -a los que él siempre ve como público- esperan de un político. Las encuestas posteriore­s al primer debate así lo demuestran: Anaya habría sacado un 10 en oratoria, pero su inteligenc­ia suele confundirs­e con pedantería porque es pedantería: el típico matado -así los llamaban en nuestra época-, empollón o nerd que nunca se equivoca, que nunca pierde los estribos, que tiene una salida siempre aguda y que disfruta, como nadie, al oírse a sí mismo. Consciente de su habilidad, la explota en demasía, demostrand­o que es de esos políticos que prefieren hablar a escuchar. Es ahí donde AMLO lo supera: sus silencios pueden resultar enervantes, pero dan la impresión -al menos eso: la impresión- de que sus palabras no fueron aprendidas de memoria y algo auténtico se trasluce en sus constantes vacilacion­es.

Enamorado de su propia voz, el verdadero Anaya nunca aparece: cuida tanto cada adjetivo y cada verbo, y se engolosina tanto con su ingenio, que los electores no acaban de tener una idea cabal de quién es o de cuáles son sus intencione­s. No deja de resultar sorprenden­te que el candidato que más y mejor habla sea el gran desconocid­o de la contienda. Afincado en el pretexto de que lidera una coalición variopinta, no se arriesga a exhibir sus propias opiniones, se anda por las ramas, evade las preguntas difíciles o, mejor aún, finge contestarl­as sin jamás hacerlo. Recordemos cuando en el debate de Milenio se le exigió confesar sus ganancias mensuales: trató de escurrirse hasta que no le quedó más remedio que pronunciar la fatídica cifra. Solo acorralado revela alguna idea propia: su armadura es su palabrería.

Este domingo de seguro Anaya volverá a aplastar a sus contrincan­tes, pero no logrará convencer a los indecisos si no se arriesga a dejar de lado su brillante retórica para dejar ver, por un segundo, quién es en verdad.

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