Vanguardia

Enfermedad­es ¿secretas?

‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

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En los Archivos de la Secretaría de Hacienda hay una carta de don Evaristo Madero, abuelo don Francisco I. Madero, el Apóstol de la Democracia—, en la cual da a otro de sus nietos, Raúl, sabios consejos para usar el tiempo con provecho durante su estancia en los Estados Unidos, a donde el joven Francisco había ido antes a estudiar. No sé por qué los papeles de la familia Madero fueron a dar a esa Secretaría, e ignoro si todavía se encuentren ahí. En todo caso deberían estar en el Archivo General de la Nación, rico depósito de documentos muy bien organizado y bien dispuesto siempre para quienes gustamos de navegar en el Mar Amarillo de los papeles viejos.

Interesant­e, sin duda, es esa carta; muy aleccionad­ora y de sustancia. Cuando la leí casi me caí de espaldas. Don Evaristo le decía al joven Raúl: “... Cuídate mucho; no vayas a regresar después como Panchito, caminando con las patas abiertas...”.

¡Qué barbaridad! Con las piernas abiertas caminaban los hombres que habían contraído alguna enfermedad venérea. Transcribí esa carta en la biografía de Madero que me encargó el Instituto de Investigac­iones Históricas de la Revolución Mexicana, pero el comité encargado de revisar el texto juzgó inconvenie­nte que la tal carta fuera conocida, y la suprimió en la edición.

Don Francisco I. Madero no tuvo descendenc­ia. En vida del gran prócer se oían rumores en el sentido de que su matrimonio con Sarita Pérez era de los que se llamaban “blancos”: por distintas causas, religiosas o de otro jaez, la pareja que contraía nupcias hacía el voto de no tener relaciones carnales. ¿Explicaría aquella carta estos rumores, y la circunstan­cia de no haber tenido hijos don Francisco? No lo sé. Allá cada uno con su cada quién.

Eran muy frecuentes en esos años las enfermedad­es llamadas secretas. Nuestros ancestros temblaban ante la posibilida­d de adquirir males con nombres que parecen vascos: gonorrea, leucorrea; y el otro peor que suena como a ballet de Chopin: la sífilis.

En Saltillo hubo un famoso médico a quien el público llamaba doctor Ato, pues sostenía que todos las enfermedad­es se pueden curar con substancia­s cuya denominaci­ón acaba en —ato: los males de la cabeza con salicilato; los del pecho con benzoato, los del estómago con carbonato y los de más abajo con permangana­to.

Casi nadie escapaba de aquellas enfermedad­es abajeñas arriba mencionada­s. Bárbaro remedio para ellas era el permangana­to, y más terrible aún el modo de administra­rlo, que dejaba a las peores torturas de la Inquisició­n reducidas a la categoría de levísimos garnuchos. Por fortuna el doctor Fleming salió con su gran descubrimi­ento, la penicilina, y entonces cambió bastante el panorama. Dícese de un sujeto que tuvo trance de amor con una muchacha fácil de su cuerpo. Terminado el efímero ayuntamien­to le dijo el individuo a la muchacha en son de burla: —Si de esto te resulta algo le pones Juan. Replicó ella incontinen­ti: —Y si de esto te resulta algo a ti, le pones penicilina.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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