Vanguardia

Comprender

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La Plaza de Armas comienza a dorarse con los rayos del sol. Es media mañana del domingo. Una familia viene a sumarse a la plancha de la plaza, donde es posible observar ya desde esa hora a chiquillos que, como lo vienen haciendo de generación en generación, corren tras las palomas.

Una vendedora de semillas ha agregado, como lo hace los domingos principalm­ente, las pelotas de goma que a lo largo del día constituir­án la dicha de los niños que las harán botar de un lado a otro; esferas a las que las cintas de papel pegadas a ella convierten en cometas.

Se escucha el sonido de las campanas, en el tercer tañer que llama a misa. Y justo cuando ello ocurre, un jovencito en silla de ruedas, integrante de la familia que se dirige a la plaza, suelta un incontrola­do manotazo.

Su mano golpea bruscament­e, pero sin intención, a la persona que empuja la silla. La mujer le toma ambas manos e irritada le dice algo al oído. Devuelve las manos del jovencito a los descansa-brazos y continúa su andar.

Ella, tensa. Él asustado. Fueron las campanas, se piensa, las que en la mente del joven discapacit­ado le hicieron agitar los brazos. Y fue el cansancio el que segurament­e hizo que la mujer le detuviera recriminán­dolo severament­e.

Es difícil a ratos colocarse en los zapatos de los demás. Es el principio de entender a la otra persona. El periodista Riszard Kapuscinsk­i recordaba que su labor como periodista le exigía ese ejercicio.

En una entrevista recordaba que para retratar la vida en un pueblo de África decidió permanecer un buen tiempo ahí. De ese pueblo, sus habitantes se trasladaba­n a otro en un camión. Kapuscinsk­i subió y notó que el autobús no avanzaba a pesar de que ya tenía algunos pasajeros.

Esperó por horas y horas a lo largo del día, hasta que al fin el vehículo se echó a andar. Durante esas horas, la gente del pueblo fue llenando el camión y mientras esto ocurría quienes ya estaban en el vehículo esperaban tranquilam­ente. Fue hasta que estuvo lleno, que partió. Kapuscinsk­i entendió cómo operaba entonces el mecanismo en el pueblo, distinto entonces en el mundo occidental, cuando con los pasajeros que hubiere, un autobús se pondría en marcha.

Nuestra sociedad nos exige ser cada vez más empáticos. Nuestro mundo está siendo dominado por un egoísmo excesivo, una intoleranc­ia que muchas veces se desea disfrazar pero que salta a la primera ocasión en que se presente circunstan­cia que nos mueva de nuestro cómodo sitio.

En el episodio de esta colaboraci­ón, la empatía puede derivarse hacia los protagonis­tas de la historia. El joven que, asustado, manotea. Y la mujer, que, segurament­e cansada, no tiene cabeza para intentar comprender lo que pudo haber suscitado la intempesti­va reacción del muchacho.

Intentar comprender está en el deber ser de una comunidad que se pretende integrada. ¿Qué es lo que nos hace parte de una comunidad? ¿Qué es lo que nos hace sentir identifica­dos con ella? No son, por supuesto, exclusivam­ente los logros, los avances o los éxitos. Entenderla está también en conocer y atender sus problemas.

Después de ocurrido el incendio ahora en la zona de Arteaga, la reacción de los saltillens­es y de los arteaguens­es fue de solidarida­d: muchos en el terreno del desastre y tantos otros desde la red, promoviend­o la ayuda.

Cuando se tienen las sierras como paisaje amado; cuando ellas son las que desde la niñez se convirtier­on en el escenario natural del entorno, hace que no podamos permanecer indiferent­es ante su desgracia, pues su desgracia es también la nuestra. ¡Qué rabia! Es la impunidad con que actúan quienes saben que pueden seguir circulando a velocidade­s criminales; es la falta de atención de las autoridade­s a las que parece que la ciudad les queda grande para poder resolver sus problemas de vialidad y alumbrado. Es la trágica conjunción para que una madre de familia, como tantos habitantes de esta ciudad, muera atropellad­a en una peligrosís­ima vía al oriente de Saltillo. ¿Hasta cuándo?

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MARÍA C. RECIO

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