Vanguardia

Maldicione­s

‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

- ARMANDO FUENTES AGUIRRE

Regresa el señor cura al pueblo. Ha estado en la visita mensual que hace a los ranchos comarcanos. En un viejo guayín tirado por una vieja mula y conducido por un ranchero viejo se encamina el señor cura a su parroquia. Debe llegar temprano al pueblo. Lo aguarda Su Excelencia, el señor Obispo. Con él tendrá una junta en la que tratarán el asunto de las obvencione­s. Cuestión muy importante es ésa, pues quien en la iglesia canta de la Iglesia yanta. Le pide al ranchero que inste a su mula a ir más aprisa.

-Vamos, animalito de Dios -le dice el cochero a la mula con tono franciscan­o.

La mula parece no escuchar. Toma un pasillo lerdo. A ese paso llegarán a su destino dentro de cuatro días. Para colmo llovió mucho el anterior, y el camino es un fangal donde resbalan los cascos de la mula y las ruedas del guayín. (Se llama así ese vehículo, “guayín”, porque los primeros que llegaron, procedente­s del país del norte, tenían un letrero en la escalerill­a que decía: “Way in”. Algo así como “Por aquí se sube”).

A esa divagación lingüístic­a estaba entregado el escritor cuando -quizá por su distracció­n- las ruedas del guayín del cuento cayeron en un profundo hoyanco. La mula se detuvo.

-Hijo -pidió nervioso el señor cura a su rural auriga-. Anima a este animalito para que siga su camino.

-Anda, mulita -volvió a suplicar el ranchero-. Por caridad de Dios, muévete ya. El animal no movió ni las orejas. -¿Qué le pasa? -preguntó inquieto el sacerdote. -Lo que sucede, padre -explicó el cochero ya desesperad­o-, es que la mula no entiende el modo en que le vengo hablando por respeto a la sagrada persona de usted… Necesito hablarle como le hablo siempre.

-Pues háblale así, hijo -autorizó el señor cura-. Necesito llegar temprano a la ciudad.

-¿De veras da usted su permiso, padrecito? -preguntó inquieto el ranchero.

-Lo tienes, hijo mío; cuenta con mi nihil obstat. Anda; háblale a tu mula como acostumbra­s siempre. Lo que importa es que nos saque de este atolladero.

Entonces, ante el atónito párroco el cochero dio voz a una sarta de terribles maldicione­s y blasfemias como el azorado señor cura jamás había escuchado. Con fragor de trueno prorrumpió el hombre en pesadísima­s pesias y en espantosos dicterios furibundos. Hostias iban y venían; los nombres sacratísim­os de Dios y de la Virgen sonaban en aquel tremebundo vocerío. Ni los moros segurament­e maldijeron nunca así.

Pero dio resultado la diatriba. La mula, asustada por aquellas palabras tan palabras, hizo un segundo esfuerzo y sacó al guayín del hoyo. El señor cura, preocupado, dijo al ranchero:

-Hijo mío: has incurrido en gravísimos pecados: blasfemast­e, maldijiste, tomaste el nombre de Dios en vano... Tendré que darte ahora mismo la absolución, remedio salutífero contra la culpa en que incurriste.

Apenado, el ranchero inclinó la cabeza, y el sacerdote pronunció la fórmula de la reconcilia­ción: -Ego te absolvo...

Luego siguieron el camino. Pero no habían avanzado mucho -caía ya la tarde- cuando el guayín volvió a caer en otro hoyanco. Angustiado por la tardanza que llevaba, el señor cura no lo pensó dos veces. Trazó sobre la cabeza del cochero el signo de la cruz, y díjole:

-Hijito: Ego te absolvo por adelantado. Repite otra vez las maldicione­s.

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