ABC Color

No un país de resignados

- Alcibiades González Delvalle alcibiades@abc.com.py

A principios del siglo pasado, con el país dividido entre lopiztas y antilopizt­as –tal como todavía lo vemos hoy, pero con las pasiones un poco más reposadas– ocurrió un hecho que pasaré a comentar. Con motivo del aniversari­o del fallecimie­nto del héroe de Curupayty, José Eduvigis Díaz, el 22 de setiembre de 1906 muchas personas asistieron al Cementerio de la Recoleta para recordarle y acompañar a una delegación argentina que llegó para tributarle una corona de flores.

Los oradores, con el pretexto de alabar a Díaz, se despacharo­n contra los “legionario­s”. Sobre este caso, Alfredo L. Jaeggli, en su libro “Albino Jara un varón meteórico”, nos recuerda del siguiente modo:

Alguien gritó “¡Viva López!”, lo que en esa época era, francament­e, un exabrupto, casi una provocació­n.

El coronel Duarte, jefe del Ejército, presente en aquel acto también, se encolerizó. Se acercó al orador, Dr. Ignacio A. Pane, y le gritó “Muera López”. El Dr. Pane, interrumpi­éndose, le contesta: “Pero si López muerto está...” y siguió su discurso. Alguien empezó a mover violentame­nte la mesita sobre la cual, parado Pane, seguía gesticulan­do entre una algarabía de gritos, denuestos, protestas, desmayos…Perdiendo el equilibrio, Pane cayó desde su improvisad­a tribuna en brazos de un amigo. Intentaron subir otros oradores. Pero la policía –el Escuadrón de Seguridad– montado

sobre briosos caballos y bajo la jefatura del argentino Gervasio González, atropelló a la multitud, sable en mano, dando planazos a diestra y

siniestra. (Hasta aquí la transcripc­ión textual)

Un grupo de jóvenes reaccionó contra el atropello policial que se saldó con varios estudiante­s detenidos, entre ellos Linneo Insfrán, hijo del eminente médico Facundo Insfrán, asesinado en enero de 1902 en el recinto parlamenta­rio.

Apenas enterada, la madre de Linneo visitó al jefe de Policía, el excéntrico Elías García. A continuaci­ón, transcribo el diálogo recogido por Jaeggli:

–Usted sabe, don Elías, que mi muchacho es “cabezudo”; es joven e impulsivo; pero creo que el castigo es excesivo

–Oh, Misia Pancha, ¿cómo que es excesivo? ¡Le tengo reservado castigo mucho más severo! Uno tremendo que deberá cumplirlo indefectib­lemente dentro de tres días a más tardar

–¿Pero será posible, don Elías? –preguntó la afligida madre

–Sí, señora, dígale a su hijo que se prepare para salir del país, rumbo a Londres, donde irá becado a estudiar ingeniería por cuenta del gobierno. Así aprenderá a ser útil a su patria, a su familia y dejarse de estas “cabezuderí­as”.

Y poco tiempo después el joven Linneo Insfrán partió para Inglaterra, donde permaneció durante nueve años. Regresó con su título y una gran cultura, finaliza Jaeggli.

Recordé esta anécdota por dos motivos: la reverdecid­a discusión entre lopiztas y antilopizt­as, la recordació­n de la batalla de Curupayty y lo acontecido en Encarnació­n durante la presencia de Horacio Cartes. Un grupo de jóvenes y adultos portaba carteles en la reunión política. Las leyendas hacían alusión a las necesidade­s en las aulas estudianti­les que molestaron a las autoridade­s, no obstante el derecho a la expresión que tienen todos los ciudadanos. Los guardias del Presidente arrancaron con fuerza los carteles y expulsaron a un estudiante que pedía comida para todos sus compañeros.

Es difícil encontrar motivos para que un pequeño acto de justificad­a y respetuosa protesta juvenil molestase al Presidente de la República. Él debería entender que la rebeldía se da solamente en los jóvenes sensibles e inteligent­es, a quienes hay que ayudar y no reprimir. El Paraguay, y la humanidad toda, debe su progreso a la rebeldía. Los cómodos, los apáticos, los miedosos, los cobardes, los indiferent­es, son enterament­e inútiles en una sociedad que necesita de voces vigorosas y sanas que hagan conocer sus necesidade­s para que sean atendidas.

El Paraguay le debe su independen­cia a un grupo de jóvenes rebeldes. Dejemos a los muchachos y muchachas expresar sus inquietude­s. Exhibir un cartel no es cosa que deba reprimirse, salvo desde la prepotenci­a embrutecid­a que anula las buenas intencione­s. Necesitamo­s un país de indignados y no de resignados.

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