EL AVERNO Y SUS HÉROES
El primer lugar que conocí de la calle Quilca fue El Averno. Yo tenía tres meses en Lima. Era febrero de 1999. Se trataba de una vieja casona ubicada en la cuadra dos en cuya entrada había dos estantes de libros y al frente una vieja mesa con discos. Adentro, un antiguo solar de paredes derruidas que contrastaban con el vigor del negro Acosta y el ímpetu de Leyla, su compañera, los administradores de aquel espacio que al poco tiempo se convirtió en el corazón de la contracultura limeña. Había sido inaugurado en diciembre de 1998, tenía apenas tres meses funcionando y no había poeta o banda de rock que no deseara presentarse en sus instalaciones. Allí conocí a Juan Ramírez Ruiz, le mostré algunos poemas, recuerdo que Juan se detuvo en uno al que me sugirió podarle algunos versos. Allí conocí a Roger Santiváñez, a Domingo de Ramos y Enrique Verástegui. “Adentro está Enrique”, me dijo Leyla y yo que aún estaba sorprendido por la potencia de “En los extramuros del mundo” me quedé hasta embarcar al poeta en una combi de la calle Tacna rumbo a La Molina. Fue un delito de lesa cultura cerrar El Averno. No he conocido otro lugar que haya logrado reunir en fraternidad a poetas como Dalmacia Ruiz Rosas, Ricardo Quesada, Rodolfo Ybarra, Fernando Laguna, a músicos como Piero Bustos, Julio Durand y los lanzallamas, Rafo Ráez, César N, o pintores; allí aprendí a respetar la obra de Herbert Rodríguez y Jorge Miyagui, tuve el atrevimiento además de pintar un mural al fondo, en su huerta perdida. Yo tenía 21 años cuando aprendí que más allá del abandono al que nuestras autoridades han sometido la cultura, existen héroes como Leyla y el negro Acosta quienes, estoy seguro, continúan de pie en la línea de fuego.