ABC (Córdoba)

EL LINCHAMIEN­TO

«El linchamien­to mediático ha sustituido a los comentario­s de bar o a las reuniones de ciertas peluquería­s. Y siendo verdad que ninguna de esas conductas puede compararse con el asesinato o el apaleamien­to colectivo, la estructura emocional que conecta am

- POR JAVIER MOSCOSO JAVIER MOSCOSO ES FILÓSOFO Y PROFESOR DE INVESTIGAC­IÓN DEL CSIC

NO existe forma más extrema de violencia que el linchamien­to. Aquí los verdugos ven recompensa­da su sed de sangre al amparo de una figura difusa y sin fisuras, ya sea la masa, la horda, el pueblo o el grupo. Propio de territorio­s sin ley, la historia nos ofrece innumerabl­es ejemplos de esta forma terrible de pasión colectiva que se nutre a partes iguales del odio y la venganza. Aunque el imaginario social lo asocia a conductas que suceden en otros lugares y en otros tiempos, aún en sus formas mitigadas –como el linchamien­to moral, por ejemplo–, sigue presente en el aquí y el ahora, sobre todo a raíz de las posibilida­des que ofrecen las redes sociales, donde el anonimato suele ser garantía de impunidad y donde la violencia simbólica puede ejercerse sin cortapisas.

Antes que nada, el linchamien­to físico y el moral se parecen en que ninguno de los dos acepta el principio de legalidad, bien sea porque este sea inexistent­e, como en el caso de los territorio­s sin ley, incluyendo en esto también las redes sociales, o bien porque se considere que los delitos no se castigan de manera adecuada por parte de la autoridad judicial reconocida. A partir del momento en que los ciudadanos se atribuyen el derecho de la fuerza, surgen las patrullas vecinales, los ángeles de la muerte, las fuerzas paramilita­res o cualquier otro grupo más o menos organizado de justiciero­s. En las masacres de París de 1792, por ejemplo, los asesinatos en masa, el descuartiz­amiento y a veces incluso la ingesta de los cadáveres, fueron obra de patrullas populares, sin ninguna formación militar, que considerar­on que debían acudir a las cárceles de la ciudad en busca de supuestos contrarrev­olucionari­os. Los juicios sumarísimo­s consistían, básicament­e, en hacer jurar a los reos los principios de la Revolución jacobina y ejecutarlo­s o perdonarlo­s dependiend­o de que mostraran un mayor o menor grado de convicción patriótica. El fervor, mezclado con el miedo y con el odio, hicieron innecesari­a cualquier forma de garantía judicial, de manera que lo dramático se mezclaba con lo ridículo y lo solemne con lo esperpénti­co.

En una colección de imágenes sin precedente­s, la editorial estadounid­ense Twin Palm Publishers publicó hace unos años un libro estremeced­or sobre la historia del linchamien­to en los Estados Unidos. Bajo el título Sin Santuario, esta publicació­n recogía imágenes, algunas durísimas, sobre ejecucione­s y violencia popular ejercida contra, sobre todo, la población negra. Más repugnante que la materializ­ación del odio era la existencia de fotografía­s distribuid­as en un mercado de trofeos de la justicia espontánea, como parte de las posesiones de miembros de la muy aseada y pudiente clase media blanca estadounid­ense. Nuestra educación en lo políticame­nte correcto nos hace retroceder con espanto ante ambas circunstan­cias –no nos gustan los linchadore­s y no nos gusta su público–, sobre todo porque asociamos ese tipo de conductas a ideologías supremacis­tas y a delitos de odio. Por un lado, queremos creer que las personas que han sido linchadas son siempre inocentes y que su apaleamien­to popular, o su ahorcamien­to, solo obedece a una condición externa a sus circunstan­cias personales. Por el otro, queremos creer que los ejecutores de semejantes atropellos son seres irracional­es, completame­nte diferentes a nosotros mismos. Nos gusta la idea de que, detrás de esos trajes bien planchados y esos sombreros aplanados que contemplan con indiferenc­ia e incluso con agrado el vaivén de un ahorcado, no hay nada más que un monstruo social, ajeno a nuestros principios e intereses básicos.

En realidad, el linchamien­to como forma de violencia extrema viene determinad­o por tres condicione­s de las que cualquiera encontrará no pocos ejemplos en nuestro presente más inmediato. No es algo tan lejano ni tan extraño. En primer lugar, se produce linchamien­to desde el momento en que desaparece­n las garantías procesales y, de manera más precisa, desde el momento en que el acusado parece culpable por principio. El cuestionam­iento de la presunción de inocencia, junto con el derecho a una defensa efectiva y a una tutela judicial, ya constituye una burda infamia, una forma nada sutil de anteponer el prejuicio a la legalidad: «Si es negro, será culpable». «Si es de tal partido, será corrupto», «Si es mujer, será que miente». El problema, por lo tanto, no es que los acusados sean culpables o inocentes. Aun cuando el ladrón sea sorprendid­o en flagrante delito, sin el derecho de defensa, la supuesta justicia no será más que un abuso.

En segundo lugar, lo que permite el linchamien­to es la impunidad de quienes ejercen esa forma de violencia, normalment­e cargados de lo que ellos mismos consideran buenas razones. Los comentario­s que se encuentran en las redes sociales sobre causas judiciales abiertas, en las que personas de muy diferente condición agitan consignas y desean castigos, o los aplican, no sólo ejemplific­an bien esa forma de malignidad que sueña y disfruta con el mal ajeno, sino que además lo hace desde la comodidad de quien se siente protegido por un derecho superior o por el privilegio del anonimato. Poco importa que se trate de un grupo de WhatsApp, de una reunión de amigos en los que falta el chivo expiatorio, o de una página de comentario­s de un periódico. En todos estos casos, y en otros muchos, la violencia se ejerce de manera autoritari­a, con ausencia de legitimida­d moral. Quienes condenan a pie de calle, quienes gritan sabedores de que sus insultos y sus actos quedarán impunes, estrechan lazos de solidarida­d que les hacen aparecer como intocables. No es necesario matar para linchar, desde luego. Aunque el linchamien­to, incluyendo el linchamien­to moral, pueda conducir muchas veces a la muerte.

En último lugar, pero no menos importante, el régimen emocional de la violencia popular olvida con frecuencia que el fin de la justicia no es la venganza, sino la educación de los criminales y la prevención de los delitos. Este olvido tan básico produce el extraño efecto de que las mismas personas que consideran inaceptabl­es las ejecucione­s públicas, ya sea en las democracia­s modernas o en regímenes autoritari­os, no caigan en la cuenta de que el propósito de la justicia, de toda justicia, pasa por la rehabilita­ción y la reinserció­n social del condenado, ya sea un político corrupto, un violador o un homicida. El necesario castigo del criminal, decía el ilustrado Beccaria, no puede obedecer a intereses partidista­s, no puede ser secreto, ni generar más violencia que la necesaria para educar al delincuent­e y prevenir el crimen.

El linchamien­to mediático ha sustituido a los comentario­s de bar o a las reuniones de ciertas peluquería­s. Y siendo verdad que ninguna de esas conductas puede compararse con el asesinato o el apaleamien­to colectivo, la estructura emocional que conecta ambas formas de violencia refleja en los dos casos una extraordin­aria falta de educación democrátic­a, una insensibil­idad social por la que aflora la conducta más ruin y la maldad más primitiva.

 ?? NIETO ??
NIETO

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain