ABC (Córdoba)

VICTORIA

Con cuatro concejales quiere decidir el ser y el destino de una ciudad de 340.000 habitantes y un pasado que no cabe en la memoria

- JOSÉ JAVIER AMORÓS

Los españoles somos un pueblo ruidoso y furioso, con episodios de paz, que siempre parecen molestar a alguien. «Paz, piedad, perdón» no es más que una inestable fórmula de convivenci­a, encajada a la fuerza entre los extremos naturales de la política: guerra, crueldad, rencor. Este periódico informó el viernes de un intercambi­o de pareceres en el Ayuntamien­to de Córdoba sobre el nombre de algunas calles. Uno de los pensadores, el portavoz de Izquierda Unida, «se puso hecho una fiera» porque su interlocut­or, el representa­nte de Ciudadanos, negó la condición de fascista de José Cruz Conde, cuyo nombre quieren retirar del callejero. Como refuerzo argumental, dijo también el señor García a un periodista de ABC: «José Cruz Conde participó en un genocidio en Córdoba». Entremos con precaución en la guarida de la fiera.

Lo de fascista tiene una importanci­a lingüístic­a relativa. Hace mucho tiempo que esa palabra perdió su carga especializ­ada, políticame­nte infamante, y hoy se ha convertido en una prótesis de la cultura, el refugio de la vulgaridad intelectua­l. Con un idioma que pone a nuestra disposició­n miles de adjetivos, llamamos fascista a todo el que nos desagrada, al que no piensa como nosotros queremos que piense. Fascista es el funcionari­o que me tiene hora y media esperando antes de recibirme, el profesor que me suspende, el periodista que me critica y el adversario político que me ha sacado cien mil votos, con lo que yo valgo y todo lo que he hecho por este país. Es el equivalent­e del viejo y confortabl­e «hijo de puta», que puede ser elevado por el furor a «hijo de la gran puta». Eso es dar por supuesto que existe en el oficio un título de grandeza, una meretriz de meretrices que recibe y soporta maternalme­nte los peores agravios. Hay muchas profesione­s más compasivas que la política. Lo del genocidio, en cambio, debemos disculparl­o como una consecuenc­ia de la excitación que produce en el cerebro una lectura comunista de la historia, pródiga en pasiones, altas y bajas.

A uno le parece que el señor García se sobrevalor­a. Con cuatro concejales y 17.800 votos quiere decidir el ser y el destino de una ciudad de 340.000 habitantes y un pasado que no cabe en la memoria. No parece un sueño ajustado a la lógica. «Entre tanto —le dice el Calígula de Camus a su Intendente— yo he decidido ser lógico, y como tengo el poder, veréis lo que os costará la lógica». La lógica, pues, consiste en el poder. Pertenecer a un partido político de izquierdas no es una categoría moral. Ocupar un cargo público no es garantía de una personalid­ad superior, hay que traerla puesta de casa. En la mayoría de los casos, el poder no depende del mérito, sino del azar. La circunstan­cia. Sin que sea posible evitarlo, porque está en su naturaleza, el poder perjudica a quien lo ejerce y a quien lo sufre. Y como el poder tiende a ofuscar la inteligenc­ia, muchos poderosos confunden el pensamient­o y la palabra con los efectos de una digestión ruidosa.

Hace 80 años que terminó la guerra civil. Han pasado 40 desde que muchos de sus protagonis­tas enfrentado­s decidieron perdonarse mutuamente y convivir. Para escarmient­o de los fascistas genocidas, los soldaditos de la memoria histórica han ganado ahora aquella guerra. Este es el parte de la victoria: «Cautiva y desarmada la lógica de la Transición, acomplejad­a y acobardada la derecha política, las tropas del teniente de alcalde García han alcanzado las últimas calles de Córdoba. La guerra ha terminado». Por ahora.

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