ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)
LA TECNOLOGÍA CORRE MÁS QUE NOSOTROS
«La tecnología está a nuestro servicio y no al revés, como discurre el amanuense tecnológico. Somos nosotros los que establecemos para qué sirve una aportación científica, y el modo en que queremos ser servidos. ¿Qué hemos hecho, aún sin reparar en ello?»
CUENTA Gertrude Stein que, estando con Picasso en el bulevar Raspail, pasó un convoy militar con colores de camuflaje. Nunca habían visto antes camiones así y Picasso exclamó: «Eso es cubismo». Acababa de definir una perspectiva que con el tiempo se conocería como «reordenación de la mirada». Suponía que acontecimientos originales para ser bien entendidos debían ser observados con ojos creativos y desde atalayas diferentes. Esa mayor libertad en la pintura (el arte moldea el pensamiento) derivó en la aceptación abstracta del color que lo embadurnó todo, dificultando en lo sucesivo la forma de ver. Aquella predisposición a la mezcla fue esencial para el nacimiento del fenómeno conceptual de las fusiones, que alcanzó relevancia en campos como la gastronomía, música, investigación científica y absorciones empresariales, revolucionando con el tiempo la relación personal a través de las redes sociales.
Pero esos grandes procesos de fusión no se hubieran podido concretar de no haber contado con la tecnología; el problema es que ésta se mueve a mayor velocidad y complejidad que lo que nuestra inteligencia es capaz de asimilar. Por cada impulso tecnológico en agricultura, industria y servicios debería haber una respuesta, pero no la hay, lo que deja tras de sí posos de obsolescencia, inadaptación y paro. En teoría la tecnología representa el paso del trabajo manual al mental, pero en la práctica una vez aprendida, genera un nuevo tipo de trabajador que es el «amanuense tecnológico». Cabe afirmar que usuarios compulsivos de smartphones, tabletas o videoconsolas que hacen de la tecnología el centro de su existencia, no por ello se adecúan a sus metamorfosis; para algunos el cambio se reduce a conocer las aplicaciones de un flamante modelo de teléfono o la última versión de un sistema operativo.
Otros, por el contrario, que no hacen de la tecnología el centro de sus vidas, pueden ser conscientes de los efectos que los cismas técnicos conllevan: desde pérdidas de puestos de trabajo hasta caídas en el sistema eléctrico pasando por aumentos de la productividad. Esta ampliación del perímetro de percepción les ayuda a asumirlo mejor. El célebre mito de la caverna de Platón lo advertía. No había que confundir las sombras de las personas proyectadas dentro de la gruta con las personas reales que estaban fuera, para no caer en el idealismo. Pues bien, el cambio tecnológico tiene algo de idealismo: nos empuja con vehemencia fuera de lo que aceptamos como el mundo canónico dejándonos con la obligación de reaccionar. Para asimilar ese mundo real inédito hay que acertar con las preguntas a hacerse.
Después de la gran crisis de 2008, la de Lehman Brothers, hubo un comentario de Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal Americana, que ilustra lo que acabo de decir: «Creí que mi experiencia de cuarenta años me ayudaría a saber qué estaba pasando». Pero no fue así; aquella economía que circulaba a velocidad de vértigo delante de sus ojos, trasladaba un interrogante imperioso: ¿soy una anomalía en el discurrir de siempre o el inicio de algo completamente distinto? Ser una mera anomalía hubiera obligado a Greenspan a insistir en las decisiones convencionales, pero ser algo desconocido, como señaló Picasso al paso del convoy, le hubiera exigido asumir riesgos para adaptarse a la nueva situación. Acostumbrado a su rutina, el gran economista no se planteó la pregunta correcta, ni viajó para investigar a otros países, por ejemplo a Islandia, origen –en parte– del problema.
Si esta falta de perspectiva acabó con la carrera de uno de los hombres más instruidos del planeta, ¿qué no ocurrirá con los que no reparan siquiera en esos acontecimientos? Antes, en la sociedad americana había un ciudadano singular que era el «joiner», traducible como el entusiasta que se apunta a un bombardeo. Pero ahora gracias a las redes sociales, hay proliferación de ellos. Esas masas, al contrario que las del siglo pasado, ya no se rebelan: se aglomeran –lo que hace que Zuckerber (creador de Facebook) se parta de risa pensando en el dinero que tiene–. Las fotografías y mensajes en las redes sociales denotan, por otra parte, una vida paralela a la de verdad. Supone un idealismo narcisista que exige admiración inmediata: «¿Qué te parece mi nueva “churri”?». «Escribo desde Kazajistán», etc. Es difícil que personas que fabulan tantas vidas se amolden a la suya.
Pues bien: la tormenta perfecta a la que asistimos es la relación de los «joiners» y su nublada perspectiva con tecnologías como la citada de consumo grupal. De ello se deducen fenómenos gregarios como el Brexit, el
procés catalán, o los populismos; todos ejemplos de falta de adaptación que no aportarán nada destacable. Ahora bien, esa misma transmutación tecnológica sobre grupos más atomizados obliga a algún tipo mínimo de innovación para que cada individuo la incorpore. Como vemos, el impacto tecnológico es menos cuestión de técnica que de personas: a unos los abduce y a otros los estimula.
De ahí que, para acomodarnos a la fugacidad del progreso o a su entendimiento fragmentario, debemos olfatear también con nuestra mirada el meollo de las cosas, por ocultas que estén dentro de la caverna. Por ejemplo, en el mundo de las fusiones de empresas, recuperar la idea de negocio, sepultada desde hace tiempo bajo la excusa de las finanzas avanzadas; en el mundo de la política, buscar el acierto en vez del compromiso por sistema; en el mundo de las relaciones colectivas, huir de la aglomeración y dejar al borrego que todos llevamos dentro; y en el mundo de las redes sociales, a desenredarnos y desactivar nuestras cuentas, con algunas excepciones.
Mientras muchos «joiners» merodean por esos universos silentes perdiendo el tiempo, hay gente que se habilita para las discontinuidades. Gente que todavía dicta sus e-mail para ganar tiempo, o solo usa el word para escribir el borrador final de un manuscrito, o ve en un antitumoral fallido una posibilidad preclínica para la psoriasis, o utiliza la tecnología digital para producir discos, otra vez, de vinilo. Gente incluso como los ciberterroristas que aprovechan el formidable encriptado del chat de la plataforma Telegram para actuar en la impunidad. ¿Son comportamientos anómalos? No, son pruebas de que la tecnología está a nuestro servicio y no al revés, como discurre el amanuense tecnológico. Somos nosotros los que establecemos para qué sirve una aportación científica, y el modo en que queremos ser servidos. ¿Qué hemos hecho, aún sin reparar en ello? Innovar, aunque sea en dosis tan elementales como las expuestas, lo que implica ya una adaptación; más no hay que olvidar que para ese innovar y esa adaptación precisamos la lucidez de mirar de otra manera.