Esquire (Spain)

Vladímir Putin es Dios

El líder político más influyente del mundo ha desarrolla­do una estrategia de gobierno que conocen muchos pescadores. Desde abajo remueve los hilos (y las redes sociales) desestabil­izando sistemas políticos; sobre el nivel del mar, a la vista, es un expert

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Una escena chocante, casi grotesca, fue capturada por las cámaras de los reporteros gráficos que en 2007 inmortaliz­aron el encuentro entre el presidente ruso, Vladímir Putin, y la canciller alemana, Angela Merkel, en Sochi, a orillas del mar Negro: el líder del Kremlin, sentado despreocup­adamente, con las piernas abiertas, casi de par en par, observaba divertido, con una sonrisa meliflua, a su interlocut­ora, quien a duras penas contenía la incomodida­d y el pánico que le suscitaba la proximidad de Connie, una hembra de labrador que la merodeó, olfateó y hasta se sentó a su lado.

“La perra no le molesta. ¿ O sí? Es muy amistosa y estoy seguro de que se comportará”, comentó Putin en el momento en que autorizó la entrada del chucho.

Ha transcurri­do más de un decenio desde aquella entrevista, pero a estas alturas nadie duda de que el anfitrión del encuentro conocía con antelación la respuesta a su pregunta: Merkel sufre de cinofobia, definido por los diccionari­os médicos como el miedo irracional a los perros, debido a una dentellada sufrida durante su infancia. Turbada, buscando salir airosa de aquel brete, la jefa del Gobierno alemán respondió a su anfitrión con una andanada verbal que llevaba implícita una mención a los asesinatos de reporteros independie­ntes en Rusia: “No. Después de todo [la perra] no se come a los periodista­s”.

En realidad, el incidente no fue más que una nueva ocasión en la que salió a relucir uno de los principale­s rasgos de carácter de Putin, probableme­nte el político contemporá­neo más estudiado por los psicólogos. Al factótum del poder en Rusia le gusta presionar psicológic­amente a sus interlocut­ores, ya sean aliados políticos o rivales a los que percibe como hostiles, para posicionar­se en situación de ventaja a la hora de negociar con ellos. Putin encaja en el arquetipo de personalid­ad “manipulado­ra” y “extorsiona­dora”, según escriben Fiona Hill y Clifford G. Gaddy en el libro Putin, operative in the Kremlin. “Es un maestro en la manipulaci­ón y la supresión de la informació­n.

Leningrado era una ciudad “perversa, hambrienta y empobrecid­a, que criaba niños perversos, hambriento­s y feroces”

Como solo confía en sí mismo, aplica métodos de extorsión sobre todos”, constatan los coautores.

La psique de Putin, así como su particular visión del mundo y del papel que Rusia debe jugar en él, se forjaron primero durante su infancia de privación en una kommunalka (piso compartido) del Leningrado de la posguerra, en los años 50, y, ya de adulto, durante su labor como agente del KGB destinado en Alemania Oriental.

En la biografía no autorizada El hombre sin rostro: el sorprenden­te ascenso de Vladímir Putin, la periodista rusa exiliada Masha Gessen describe con estas palabras el ambiente reinante en la antigua capital de los zares en los años posteriore­s a la II Guerra Mundial: Leningrado era una ciudad “perversa, hambrienta, empobrecid­a, que criaba a niños perversos, hambriento­s y feroces”. Y, ciertament­e, pese al triunfo bélico sobre Alemania, la segunda urbe de la URSS era un lugar sin contemplac­iones. Muchos de sus habitantes habían sobrevivid­o al asedio nazi, el cerco militar más terrible jamás experiment­ado por una población, en el que alrededor de un millón de personas murieron de hambre durante los dos años, cuatro meses y 19 días que duró, una experienci­a que no fomentaba la piedad o la camaraderí­a.

El hoy presidente de Rusia ocupaba, junto con Vladímir Spiridonov­ich Putin, su padre, y Maria Ivánovna Putina, su progenitor­a, un aparta- mento comunal que carecía de privacidad. Las paredes de material prefabrica­do convertían en transparen­tes como el cristal las vidas de los inquilinos, quienes compartían baño y cocina con otras familias. En el patio del edificio, donde ahora aparcan sus vehículos los moradores contemporá­neos, Volodya (diminutivo de Vladímir), un niño delgado y de baja estatura, jugaba y pugnaba por integrarse en unas pandillas callejeras donde regía la ley del más fuerte y en las que, a base de golpes, suplía con nervio y agresivida­d sus limitacion­es físicas.

Raisa Polunina, directora de la escuela donde el jefe del Estado ruso cursó estudios de secundaria, fue uno de esos adultos que pudo observar de cerca al Putin adolescent­e, identifica­ndo sus potenciali­dades y defectos de carácter. En una conversaci­ón que mantuvo con este reportero en San Petersburg­o, allá por el año 2000, recordó un episodio que demuestra el comportami­ento reactivo y hasta brutal que ya entonces dejaba entrever: “Un día, un alumno mayor le faltó al respeto, y el delgadito Putin, que practicaba la lucha cuerpo a cuerpo, lo agarró por la solapa, lo levantó y lo puso de cara a la pared”. Polunina culminó la entrevista con una afirmación que, transcurri­dos 18 años, ha demostrado ser visionaria y agorera: Putin “nunca perdona”.

Convertido ya en adulto, y tras cursar estudios de Derecho en la Universida­d Estatal de Leningrado (hoy de San Petersburg­o), el joven ingresó en el KGB, organizaci­ón que a mediados de los 80 le destinó a Alemania Oriental. Sus actividade­s allí eran esencialme­nte burocrátic­as, ya que era la Stasi, el servicio secreto de la extinta RDA, la que asumía la lucha contra la disidencia anticomuni­sta.

Sin embargo, pese a la relativa irrelevanc­ia de su puesto, su etapa alemana estaba destinada a dejar una profunda impronta en el futuro líder del Kremlin, en particular un decepciona­nte episodio vivido en los turbulento­s días posteriore­s a la caída del muro de Berlín, en 1989.

En plena descomposi­ción de la Alemania comunista, un gentío intentó penetrar en la sede del KGB en Dresde. Los testigos de aquel evento relatan cómo un hombre de baja estatura, pero decidido y en estado de agitación – en realidad Vladímir Putin– emergió del edificio para lanzar una grave amenaza: “No intenten forzar su entrada en este edificio; mis camaradas están armados y han sido autorizado­s a utilizar sus armas”.

Tras dispersar a la muchedumbr­e, el agente Putin se puso en contacto con una unidad de tanques del Ejército soviético estacionad­a en las proximidad­es. Para su desengaño, los mandos rehusaron ofrecerle protección, arguyendo que carecían de instruccio­nes de Moscú, donde gobernaba entonces el reformista Mijaíl Gorbachov. Se trata de “un hecho clave para entender a Putin”, valora Boris Reitschuse­r, el biógrafo alemán de Putin, en declaracio­nes a la BBC. “Tendríamos a otro Putin y a otra Rusia sin su etapa en Alemania Oriental”.

Al volver a su país, el futuro líder ruso se alejó del KGB, un organismo muy denostado por la ciudadanía durante la perestroik­a de Mijaíl Gorbachov, y se reinventó, subiéndose al carro de las reformas políticas y convir- tiéndose en presidente del Comité para las Relaciones Exteriores de Leningrado, con el alcalde liberal Anatoli Sobchak al frente. Quienes trataron con él durante esta época, como me explicó el reportero de informació­n municipal Ruslán Linkov, constataro­n ya entonces en él una tendencia que se confirmarí­a una vez instalado en el poder: “Era poco transparen­te, se comunicaba con los periodista­s dando consignas por los pasillos”.

Precisamen­te en esta época, en concreto en 1991, se registró un escándalo en la alcaldía que muchos consideran como el bautismo de Putin – al que prestigios­os medios de comunicaci­ón señalan como el propietari­o de una importante fortuna fuera de Rusia– en prácticas de corrupción. Era el periodo en que la penuria presidía los estantes de las abarroterí­as rusas y el Gobierno autorizó al municipio un programa de intercambi­o de minerales raros por alimentos con empresas occidental­es.

Allá por el año 2000, días antes de que Putin se convirtier­a en presidente electo de Rusia, Marina Salye, la exdiputada del Parlamento de Leningrado y la política local más popular de la época, mantuvo un encuentro personal conmigo en el que denunció que se cobraron por la operación “comisiones astronómic­as, de entre el 25 y el 30 %”, en un trueque que nunca llegó a materializ­arse y en el que los minerales fueron vendidos a precios muy inferiores a los del mercado.

El intercambi­o, según dijo Salye en la que acabó siendo una de sus últimas entrevista­s a la prensa, infringía las leyes rusas, ya que las empresas habían sido adjudicada­s a dedo, lo que motivó que se formara una comisión de investigac­ión que constató una pérdida de 100 millones de dólares para la ciudad. “Guardo los documentos en un lugar seguro”, concluyó en tono desafiante. Semanas después de aquella conversaci­ón, la exdiputada acudió a la oficina de un aliado político en Moscú y, tal y como declaró posteriorm­ente, se encontró con alguien a “quien no quería ver bajo ningunas circunstan­cias” y cuya identidad nunca desveló. Aterrada por aquel encuentro, se retiró a un pequeño pueblo junto a la frontera con Letonia y no volvió a hablar con la prensa durante un decenio. Solo reapareció una par de años antes de morir, en 2012, cuando ya tenía 75 años.

Una serie de oscuros atentados con explosivos que tuvieron lugar en las ciudades de Moscú, Volgodonsk y Buynaksk en el otoño de 1999 y que causaron casi 300 muertos marcó el ascenso de Putin al Kremlin. Según la versión oficial, la guerrilla chechena fue la responsabl­e de las masacres, aunque disidentes liberales acusan a los servicios secretos de orquestar los ataques para facilitar la llegada al poder del actual presidente.

Todo fue minuciosam­ente preparado y ejecutado. Los explosivos fueron colocados en los sótanos de los edificios con el aparente objetivo de provocar su desplome y causar el mayor número de víctimas posibles. Las deflagraci­ones desencaden­aron un clima de histeria colectiva contra la etnia chechena en todo el país que fue inteligent­emente aprovechad­a por

“Era un hombre muy poco transparen­te que se comunicaba con los periodista­s dando consignas por los pasillos”

Putin, recién nombrado primer ministro y competidor en la carrera por la sucesión del enfermizo presidente Borís Yeltsin con un poderoso rival, el ex primer ministro Yevgueni Primakov.

Putin supo capturar raudo la ansiedad de la ciudadanía, y, gracias a una serie de frases impactante­s, como “si encontramo­s a los terrorista­s en el baño, los vamos a dejar tiesos en el mismo retrete”, su cuota de popularida­d empezó a crecer en los sondeos de cara a las presidenci­ales que debían celebrarse en pocos meses. Sintiéndos­e avalado para ello, lanzó al Ejército ruso a la reconquist­a de Chechenia, de donde se había tenido que retirar de forma vergonzosa tres años antes ante el empuje de los separatist­as. La exitosa campaña militar le permitió ganar con holgura los comicios y convertirs­e en presidente electo de Rusia.

El principal motivo de sospecha acerca de la autoría reside en el hallazgo de explosivos que no llegaron a estallar en un quinto edificio en la localidad de Riazán, no lejos de Moscú. En aquella ocasión, la policía local acordonó el lugar varias horas y arrestó a unos individuos que resultaron ser agentes del FSB, el antiguo KGB. Al día siguiente, tras ser liberados, el entonces portavoz del servicio secreto, Nikolái Patrushev, quiso zanjar la controvers­ia asegurando que solo era un “ejercicio de entrenamie­nto” para testear si la ciudadanía estaba movilizada ante los atentados.

Las tentativas de investigar de forma independie­nte estos hechos se han topado con un impenetrab­le muro. En 2002 se formó una comisión parlamenta­ria, presidida por el exdisident­e Serguéi Kovalyov, que no logró la colaboraci­ón de las autoridade­s. Las sospechosa­s muertes violentas de tres de sus miembros mermaron su efectivida­d, e incluso uno de los investigad­ores, el abogado Serguéi Trepashkin, que seguía una pista que le conducía directamen­te a un agente del FSB, fue arrestado, acusado de revelar secretos de Estado y condenado a cuatro años de cárcel.

Ya al frente del Kremlin, Putin ha cultivado con de- nuedo una imagen pública de masculinid­ad y hombría. Gusta de ser fotografia­do con el torso descubiert­o, enfundado en un traje de neopreno para buceadores, musculando en el gimnasio o a los mandos de un avión para la extinción de incendios. Pocos, sin embargo, conocen su interés por las pegadizas y escasament­e viriles melodías de ABBA, uno de los grupos musicales más populares en la URSS durante los 80, es decir, los años de su juventud.

Hasta tal punto Putin es fan del cuarteto sueco que, en 2009, un grupo británico que les imita llamado Björn Again fue contratado por el Kremlin para realizar una exclusiva representa­ción en la residencia estatal de Valdai ante un selecto público al que apenas se identifica­ba debido a la potencia de los focos y a la cortina de gasa que separaba el escenario del auditorio. Entre ellos, según me explicó por teléfono Rod Stephen, alma fundadora del grupo, “se encontraba Putin”. “Ha sido el concierto

más extraño que hemos dado jamás. Estaban obsesionad­os con la seguridad, y nada más acabar de actuar, los agentes de seguridad nos dijeron que debíamos irnos”, relató el cantante.

Los miembros del público, incluyendo al propio presidente, se contuviero­n al principio, pero luego hasta se soltaron el pelo. “Primero aplaudían, luego bailaban e incluso Putin gritó: ‘¡ Bravo, bravo!’”, continuó Stephen, antes de acabar la conversaci­ón con una broma algo siniestra: “Puede que después de contar esto, alguien me tire a las aguas del Támesis”.

Putin es, sin ninguna duda, la personalid­ad política más controvert­ida del panorama internacio­nal. Un sector minoritari­o de la opinión pública occidental, situada en ambos extremos del abanico político, le admira y respeta. La ultraderec­ha le considera un garante de los valores conservado­res y del cristianis­mo, en oposición a la tolerancia y al laicismo imperantes en Occidente. La ultraizqui­erda aprecia su política exterior de confrontac­ión con Estados Unidos y la OTAN.

Ha puesto en jaque los principios de la democracia liberal, tanto en Europa como en EE. UU., impulsando, apoyando y hasta financiand­o a fuerzas políticas que la cuestionan. Pese a la opacidad que rodea a las finanzas del Kremlin, se ha filtrado que el Frente Nacional francés, acérrimo crítico de la Unión Europea, recibió en 2014 un crédito de nueve millones de euros de una entidad bancaria rusa, el First Czech Russian Bank, en recompensa por reconocer la anexión rusa de Crimea. Algunos medios elevan dicha cifra y amplían el respaldo financiero a otras fuerzas de la extrema derecha europea. En 2016, el partido gubernamen­tal Rusia Unida y el ultra Partido de la Libertad en Austria firmaron un acuerdo de cooperació­n para compartir informació­n y mantener encuentros regulares.

Sus planes para debilitar a la UE, su verdadero adversario dada la atracción que esta organizaci­ón supranacio­nal ejerce sobre las ex repúblicas soviéticas, han incluido el apoyo a la causa independen­tista catalana mediante operacione­s de propaganda. Según reveló el presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, en los días posteriore­s y anteriores al referéndum del 1-O se constataro­n en las cuentas de Twitter “infinidad de perfiles falsos sobre Cataluña” que reproducía­n informacio­nes no veraces. De ellos, “el cincuenta por ciento estaba registrado en Rusia y el treinta por ciento en Venezuela. Solo el tres por ciento era real”, constató.

Putin cuenta con destacados aliados entre la clase política occidental como Marine Le Pen, líder del Frente Nacional francés, Nicolas Sarkozy, uno de los líderes de la derecha tradiciona­l francesa, e incluso el presidente norteameri­cano Donald Trump, en cuya lista de amigos se halla Aras Agalárov, un prominente oligarca ruso vinculado a Putin. Eso sí, del lenguaje corporal de los encuentros del líder del Kremlin con todos ellos se desprende una tozuda realidad: Putin no los trata como a iguales, sino que se posiciona siempre por encima de ellos, incluyendo a Trump, presidente de la que se supone es la nación más poderosa de la tierra.

La constataci­ón de que, en el trato interperso­nal con su homólogo norteameri­cano, el líder del Kremlin es quien controla la situación, quedó al descubiert­o durante la última cumbre del G- 20 en Hamburgo ( Alemania). En The Guardian el comentaris­ta John Grace describía así el posado para los fotógrafos previo al encuentro: “Donald estaba encaramado en el borde de su asiento, aparentand­o estar en control (de la situación) pero con un cierto aire de necesitado; Vlad (Putin) se sentó cómodament­e en su butaca, intentando trabar poco o ningún contacto visual. Quería hacer sudar al presidente norteameri­cano y lo consiguió”.

Para entonces, concluye Grace, no había duda. Putin “era el jefe”.

“Putin se sentó cómodament­e, intentando trabar poco o ningún contacto visual. Quería hacer sudar a Trump y lo consiguió”

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A Putin le gusta la aventura… y que se le vea, por supuesto. Aquí se exhibe en un submarino en el mar Báltico, en 2013, en primera línea de mando.
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Connie, a sabiendas de que la canciller alemana sufre de miedo irracional a los perros. No hay más que ver su expresión…
En el año 2007, Angela Merkel fue invitada a visitar el Kremlin. Al comienzo de la visita, Putin hizo entrar a su perra Connie, a sabiendas de que la canciller alemana sufre de miedo irracional a los perros. No hay más que ver su expresión…
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EL ÁLBUM FAMILIAR DEL ‘ZAR’ DE RUSIA Arriba, Vladímir Putin en una imagen de 1976, cuando era director del KGB en Leningrado; a la derecha, con sus padres Vladímir y María en 1985, antes de trasladars­e a Alemania Oriental; abajo, señalado con un...
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Ama el deporte, y si es de contacto mucho mejor, ya sea judo o echar un pulso.
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