LA SOLEDAD Y EL ACTOR
Sam Shepard, al que dirigí en Blackthorn (2011, foto), solía decir que no era actor. Le gustaba definirse a sí
mismo como escritor o como horseman, un jinete u hombre de caballos. Y sólo de esto último presumía. Quizás por eso, a sus 68 años, no tuvo reparo en aceptar un papel que le exigía un enorme esfuerzo físico, rodando en condiciones nada cómodas a más de 4.000 metros de altura. Pasó dos meses y medio en el altiplano de Bolivia, solo, rodeado de desconocidos, la mayoría de los cuales no hablaban o hablábamos mal su lengua. Y nadie fue a visitarle al rodaje, ni un agente, ni un familiar… sospecho que porque él lo prefería así. Aparte de las ocasiones en que tenía que montar a caballo, en las que podías notar el brillo en su mirada, el día que lo vi más feliz fue al llegar a Uyuni. Allí se encuentra el mayor desierto de sal del mundo. Creo que no sólo le emocionó la belleza del paisaje, sino la desolación, la aplastante soledad que se respira en ese lugar. Unas semanas después, me habló de un cuento que estaba escribiendo en el que mencionaba los perros de Uyuni y sus noches llenas de aullidos. Algunas de esas noches las pasó tocando la guitarra y cantándonos canciones tradicionales americanas. Ésa era la otra cara de su atracción -casi diría obsesión- por la soledad. Hablando sobre su faceta de actor, otra de esas noches me aseguró que lo hacía para divertirse, y parecía sincero. Tengo la sensación de que, para él, interpretar era una forma de permanecer conectado, de conjurar esa atracción y no perderse del todo adentrándose para siempre en el desierto.