Estimado lector,
No me diga que no da miedo. A mí solo de pensarlo se me eriza el vello. Me refiero a la posibilidad de que un día, sea por las razones que sea, deje de creer que soy responsable de las decisiones que tomo o de las acciones que emprendo. Y lo que es peor (y aún me da más miedo, para qué mentirle), que los demás dejen de creerlo respecto a las suyas. Le planteo esta particular reflexión al hilo de un tema del que seguro habrá oído hablar –y si no, lo hará muy pronto– y en el que hemos querido indagar en este número de la revista. Me refiero a la neurojusticia, palabreja no sé si aceptada por la RAE pero que me sirve para describir –sin ánimo de ofender– la irrupción del cerebro en los tribunales, de los neurólogos y sus técnicas de evaluación y diagnóstico en las salas de justicia. Déjeme mostrarle un par de casos reales que quizá permitan visualizar mejor lo que quiero contarle. Me refiero a los casos de Alex y Doménico. Alex era una persona discreta, con unos hábitos de vida tan normales como los suyos o los míos. Doménico era un pediatra de reputación intachable. Un día, sin saber por qué, ambos empezaron a desarrollar un interés desenfrenado por la pornografía infantil. Nunca antes habían dado muestras de tan malsanas preferencias. Al principio saciaron su apetito con fotografías y vídeos, pero después necesitaron más. Mucho más. Alex llegó a intentar abusar de su hijastra. Sin darse cuenta (o quizá sí), ambos se habían convertido en peligrosos depredadores sexuales. Fueron denunciados y detenidos. Sin embargo, el día anterior a su ingreso en prisión, Alex se sintió mal. Tenía fuertes dolores de cabeza. Acudió a urgencias y le encontraron un tumor cerebral. Fue intervenido y salvó su vida. Al mismo tiempo ocurrió también algo extraordinario: las inclinaciones pedófilas desaparecieron. Alex volvió a ser una persona normal. Un año después el tumor regresó, y con él la enfermiza obsesión. A Doménico también le encontraron un tumor cerebral. Hoy su defensa trata de demostrar que fue esta la causa de su trastorno porque, al igual que los análisis de ADN son definitivos, los escáneres cerebrales no mienten. Si con su frialdad científica determinan que alguien no actúa por voluntad propia, sino, digamos, como consecuencia de un tumor cerebral que afecta a su conducta, será difícil exigirle responsabilidades. O dicho de otro modo y formulado en forma de pregunta: ¿es lícito juzgar a una persona mentalmente inestable por sus actos y no ser injustos por ello? Tómese su tiempo y piénselo bien, porque si su respuesta es negativa, surge otra pregunta aún más inquietante: ¿dónde ponemos el límite a esa supuesta inestabilidad? Seguro que usted y yo coincidimos al pensar que la capacidad de nuestro cerebro para ejercer el autocontrol puede verse afectada por múltiples factores; puede que también lo hagamos en el hecho de que gracias a la neurociencia podremos explicar (y entender) los comportamientos criminales. Pero, y es aquí donde quizás surjan las divergencias, ¿debemos aceptar que nuestros comportamientos están solo regulados por la fisiología y por tanto justificados por esta? De ser así, estaríamos afirmando que somos esclavos de nuestra biología. Y eso, querido lector, eso sí que da miedo.
¿Debemos aceptar que nuestros comportamientos están solo regulados por la fisiología y por tanto justificados por esta? De ser así, estaríamos afirmando que somos esclavos de nuestra biología. Y eso, querido lector, eso sí que da miedo