Estimado lector,
Este oficio tiene, como ocurre seguro en todos los oficios, momentos menos buenos, momentos buenos y momentos en los que uno se siente privilegiado. Uno de estos últimos –que para qué engañarnos, con la crisis de los medios no abundan estos años– lo viví hace unos días, cuando tuve conocimiento de una historia sorprendente. La propuesta me llegaba, vía Hamburgo, desde Myanmar, la antigua y fascinante Birmania. El relato –solo gráfico, sin texto– narraba de modo brillante y muy personal un proyecto que buscaba dotar de pequeñas instalaciones de energía solar a las aldeas del país, un país en el que, pese a exportar energía, solo un tercio de su población tiene acceso a la electricidad. No resultaba difícil darse cuenta de que tras las bellas imágenes había un trabajo serio, profesional y bien planificado. Cuando, al decidir publicarlo, quise saber quién era el autor de las instantáneas, descubrí con asombro el nombre de Rubén Salgado Escudero. Digo con asombro porque debía de hacer poco más de un año que me vi con él en esta redacción. El caso fue como sigue: por mi condición de director de GEO, participo como invitado, asesor o jurado en talleres y workshops de fotografía con dispar frecuencia. Uno de ellos es Eyes in Progress, un programa que dirige Vèronique Sutra desde París con una profesionalidad encomiable. En él realizo labores de análisis del trabajo de jóvenes aspirantes a fotógrafo. Rubén Salgado Escudero era mi comentario número nueve. Rubén, de origen español pero criado en Estados Unidos, llevaba más de diez años trabajando como diseñador 3D en Berlín. Después de un tiempo, el mundo virtual había dejado de satisfacerle; necesitaba emprender proyectos en el mundo real, de ahí que optara por cambiar de vida. Se inscribió en el workshop de Vèronique. La fotografía era una pasión heredada por vía materna, y el modo con el que creyó dar un vuelco a su existencia. Como puede usted imaginar –por aquello del prurito profesional–, lo primero que hice tras ver su nombre fue echar un ojo a mi comentario. Lo recordaba bien, porque Rubén fue el único de aquellos jóvenes fotógrafos que vino a verme. Semanas después, sobre mi mesa volvimos a comentar su trabajo. Se trataba de una serie de fotografías sobre los slums de Nairobi, técnicamente correctas pero sin contenido narrativo. Por eso mis indicaciones de entonces se centraron en la necesidad de contar historias. Esa era y es en mi opinión la clave de este oficio: contar historias que hagan pensar, que emocionen. Rubén encontró lo que buscaba trabajando para una organización humanitaria. Y lo que debía ser una estancia de un mes en Myanmar es hoy un viaje sin billete de vuelta. La historia sobre la llegada de la luz a las aldeas del interior del país le llevó a visitar 22 pueblos y recorrer más de 2.000 kilómetros en un mes. A la vista de su trabajo, el esfuerzo mereció la pena. Pero lo que más satisface a Rubén –me cuenta desde Myanmar– es observar el impacto de sus fotografías. Su mensaje ha calado tan hondo que, desbordado por las peticiones, ha puesto en marcha una campaña de
crowfunding para ayudar en el proyecto. Ese es su privilegio. El mío, comprobar que el oficio sigue vivo, que aún podemos contar historias. Y mostrárselas a usted.
Mis comentarios de entonces se centraron en el sentido de las imágenes, en la necesidad de contar una historia. Esa era y es en mi opinión la clave de este oficio: contar historias que nos hagan pensar, que nos emocionen