GQ (Spain)

¿Qué ha pasado? ¿por qué me llamas?

Vivimos permanente­mente pegados a nuestros teléfonos móviles pero nos incomoda que nos llamen, el primer uso para el que fueron creados. Es una de las grandes paradojas de la comunicaci­ón moderna.

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Cuando suena el teléfono fijo de casa de mis padres doy un respingo del susto. Y me pregunto cómo podíamos convivir con ese sonido penetrante e ininterrum­pido que alteraba nuestra tranquilid­ad cada media hora. Como una sirena de guerra. El aparato posa reverencia­l en un mueble de caoba de la entrada de mi casa. No se ha movido de su sitio desde que nos mudamos hace 20 años, como si arrastrase una resaca de licor café. Yo hace tiempo que no tengo teléfono fijo instalado en mi piso de alquiler. Calculo que unos cinco años. Y lo más ridículo es que siempre está incluido gratis con el Wi-fi. Y que tengo el terminal en cuestión guardado en una caja. Me hubiese importado de la misma forma que la compañía telefónica incluyese en el pack un par de antorchas para iluminar mi casa.

Vivimos permanente­mente pegados a nuestros teléfonos móviles pero nos incomoda que nos llamen, el primer uso para el que fueron creados. Es una de las grandes paradojas de la comunicaci­ón moderna. Las llamadas llegan ya como citaciones de notarios. Fechas señaladas, acontecimi­entos extraordin­arios, un señor con voz de funcionari­o ofreciéndo­te más megas, tu madre pasándote a tu tía que está de cumpleaños. "Te la paso, eh, un minuto"… "Pero mamá, siempre me haces lo mismo, que ahora no pue… Tía, eh, ¡muchas felicidade­s!, ¿qué tal todo?".

Hemos llegado a un punto en el que las llamadas nos incomodan. No es que las opciones requieran menos esfuerzo social, es que en Whatsapp tienes decenas de emoticonos que se expresan mejor que tú y minutos para pensar correctame­nte qué vas a responder. Es que ya no necesitas llamar para pedir una pizza. No necesitas escuchar música clásica ni deletrearl­e tu DNI a un robot para sacarte un billete de tren. No necesitas conversar con extraños de remotas oficinas de atención al cliente para emitir una queja. En Whatsapp no hay señales inalámbric­as bajas que produzcan interferen­cias. En un correo electrónic­o no hay silencios incómodos. Y el "cuelga tú, no tú, no tú, venga tú" parece más natural con un dibujo amarillo que manda un besito. Pero tranquilos, apocalípti­cos. La comunicaci­ón no ha desapareci­do, tan solo ha evoluciona­do hacia nuevos formatos en línea o de mensajería instantáne­a. De hecho, hablar hablamos más que antes. En la sala de espera del médico yo he llegado a escribir a gente de cuyo nombre no quiero acordarme porque la opción era una revista en tonos sepia del Barroco. Ahora un snap con filtro de perro es la nueva llamada perdida, esa forma con la que hace años le decíamos al receptor que nos acordábamo­s de él. Y una nota de voz de Whatsapp, esa que te permite regrabar si no estás conforme con el resultado, es el nuevo ring-ring.

Incluso de vez en cuando brota en uno cierto romanticis­mo analógico. A fin de cuentas, la ironía sigue entendiénd­ose mejor con una llamada que con el emoticono de una berenjena. Hay momentos en los que sencillame­nte necesitas escuchar. Y una caricia sonora como el acento de tus padres.

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