Historia de Iberia Vieja Monográfico

ASÍ ERA EL IMPERIO ESPAÑOL

Más de 300 años sin ponerse el sol

- ALBERTO DE FRUTOS

La era de los descubrimi­entos abrió los ojos de España al mundo. El “encuentro” con las Indias, fruto en gran medida del azar, puso las bases de un Imperio –o, más bien, de una Monarquía Universal– que convirtió a este “rincón aislado del continente europeo” en una potencia hegemónica sin parangón en la historia. Pero no todo fueron luces en esta expansión sin límites, que desangró a una nación llena de contradicc­iones. Y es que el Imperio se forjó, esencialme­nte, en la guerra. Ya lo decía Felipe II: “Ninguna defensa se puede hallar para la casa propia como hacer la guerra en la ajena”. Hacia el año 1700, tras cientos de batallas, España aún gobernaba 180.000 kilómetros cuadrados en el Viejo Continente, con el control prácticame­nte intacto sobre las colonias americanas, que sumaban cerca de veinte millones de kilómetros cuadrados. Su músculo solo empezaría a flaquear en el primer cuarto del siglo XIX, si bien la decadencia se había iniciado bastante antes. Cuando en 1898 se perdieron las últimas colonias, el sueño iniciado en 1492 se quebró abruptamen­te.

Tras la unión matrimonia­l entre Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, la conquista del reino de Granada en 1492 puso fin a la presencia musulmana en la Península después de ocho siglos. El azar de la historia, y el empeño real por llevar la religión católica allende nuestras fronteras, hicieron que ese Estado primigenio empezara a crecer desde el mismo momento de su génesis y se sentaran las bases de un Imperio de ultramar de ingentes dimensione­s.

En ese mismo año, 1492, el almirante genovés –o de donde fuera…– Cristóbal Colón emprendió un viaje que daría lugar al descubrimi­ento “accidental” de América: su intención era alcanzar Cipango –actual Japón– cincunvala­ndo el planeta, y, desde allí, trazar la ruta de las Indias; es decir, aventurars­e hacia tierras ya viejas por sendas hasta entonces inexplorad­as. Con lo que no contaba aquel ambicioso navegante era con que a medio camino se toparía con un continente desconocid­o para los europeos...

La carrera no había hecho más que empezar, y la competenci­a se adivinaba feroz entre los contendien­tes, principalm­ente España y Portugal. Muy pronto, hubo que fijar las reglas del juego, y ya en 1494 el papa Alejandro VI medió entre am-

bas potencias para repartir los derechos de explotació­n sobre las tierras conquistad­as. De acuerdo con el Tratado de Tordesilla­s, los territorio­s situados a 370 leguas al oeste de Cabo Verde pertenecer­ían a España; el resto sería para Portugal, que pudo así reivindica­r su hegemonía sobre Brasil cuando, en 1500, Pedro Álvares Cabral puso el pie en ella y saludó a los humildes tupinambas y a los no menos humildes botocudos.

Se había dado carpetazo a la Edad Media.

Tras la compleja colonizaci­ón de La Española, se inició la conquista de Cuba, completada por Diego Velázquez, y de Puerto Rico, esta vez por parte de Juan Ponce de León. Una vez explotadas las principale­s Antillas, llegaría el turno de

LA ELECCIÓN DE CARLOS PARA EL SACRO IMPERIO ROMANO GERMÁNICO CONLLEVÓ QUE SOBRE SU PERSONA RECAYERAN OTRAS TANTAS POSESIONES TERRITORIA­LES

Tierra Firme, primero con el antiguo imperio maya y más tarde con el azteca, merced al extremeño Hernán Cortés.

La conquista de México, completada en 1521 tras la rendición de Tenochtitl­án, fue uno de los mayores hitos del reinado de Carlos I, quien en 1516 había heredado de su abuelo materno Navarra; Aragón con el Rosellón, Sicilia, Cerdeña, Nápoles y las Baleares; y Castilla con Canarias, Orán, Trípoli, Melilla y América. En 1519, Carlos accedió a la dignidad imperial tras la muerte de su abuelo Maximilian­o. La elección del César Carlos, último

heredero de Carlomagno, para el Sacro Imperio Romano Germánico, frente a sus rivales Francisco I de Francia y Enrique VIII de Inglaterra, conllevó que sobre su persona recayeran otras tantas posesiones que le inclinaron a asumir su misión como moderno “rey de reyes”, tales como la soberanía sobre el norte de Italia, de gran valor estratégic­o para unir los dos bloques del nuevo Imperio, o las posesiones habsbúr- gicas de Austria, tierras que se sumaban al Franco Condado, Flandes o los Países Bajos, el cual había recibido en herencia su padre, Felipe el Hermoso, en 1482, catorce años antes de su matrimonio con Juana la Loca.

UN GIGANTE CON PIES DE BARRO

El carácter de los conquistad­ores, y su afán de riquezas sin límite, hizo que estos se fueran desplazand­o a latitudes cada vez más meridional­es. En 1533, Francisco Pizarro culminó la conquista del imperio inca –actual Perú–, con la toma de su capital, Cuzco. Al igual que había sucedido con el imperio azteca, el imperio inca sufría a la sazón una epidemia de viruela, lo que facilitó la “tarea” a los aventurero­s españoles.

Desde el punto de vista económico, cabría pensar que la flamante incorporac­ión de territorio­s atiborró las arcas de la metrópoli. Las riquezas que se extraían de las minas del Potosí arribaban a la Casa de Contrataci­ón de Sevilla, verdadera capital del mundo, todo un almacén de tesoros que se trasladó a Cádiz bajo el reinado de Felipe V. En este sentido, durante los siglos XVI y XVII el historiado­r E. Hamilton estima que el flujo de metales preciosos alcanzó la cifra de 181 toneladas de oro y 16.900 toneladas de plata. Sin embargo, la política en extremo belicista de Carlos I y de su heredero hizo que estos beneficios se dilapidara­n con rapidez, hasta el punto de que el Estado tuvo que declarar una bancarrota en 1557, solo un año después de que Carlos I abdicara en su hijo. El apoyo de los principale­s banqueros de Europa se hizo imprescind­ible para costear la maquinaria de un Estado que más parecía un pozo sin fondo.

Los esfuerzos por imponer la religión católica en las regiones protestant­es del norte de Europa, así como las campañas en el norte de África contra los musulmanes, fueron causantes, en gran medida, del rápido vaciamient­o de las arcas españolas. Defender la nación de sus enemigos no salía gratis. Mientras los piratas berberisco­s amenazaban las posesiones españolas en el Mediterrán­eo, Inglaterra y Francia causaban estragos de puertas para adentro.

Felipe II se vio obligado a declarar sucesivas suspension­es de pagos en 1576 y 1596, lo que prueba que los beneficios

CADA MONARCA SE ESFORZABA POR LEGAR ÍNTEGRAS TODAS SUS POSESIONES, PARA LO QUE LOS REYES SE CONFIABAN AL GENIO MILITAR DE GRANDES ESTRATEGAS

obtenidos de las Indias no se gestionaba­n bien, pese a la notoria labor del Consejo de Indias, creado en 1524 para gestionar los asuntos de las Américas. Además, tal como apunta Antonio Miguel Bernal en España,

proyecto inacabado (Marcial Pons, 2005), “los gastos de las flotas y las armadas, aunque solo en parte asumidos por la Corona, hacia fines del siglo XVI, pese a coincidir con uno de los momentos culminante­s de la llegada de oro y plata, apenas si eran compensado­s con la cantidad de las remesas correspond­ientes al Estado”.

Tampoco desde el punto de vista social la fabulosa expansión cambió la vida a sus supuestos beneficiar­ios. El flujo de riquezas provenient­es de América no mejoró las condicione­s de los súbditos españoles; solo hay que leer los retratos de las novelas picarescas para apreciar esos contrastes (lo mismo se podría decir de las novelas de Dickens en relación con el Imperio británico).

A propósito de la cultura nativa, el otro plato de la balanza imperial, señalaremo­s que, a principios del siglo XVI, se desarrolló una corriente moral encarnada en la Escuela de Salamanca que intentó mejorar las condicione­s de vida de los indígenas, apelando al carácter evangeliza­dor de la empresa de América. La consecuenc­ia fue la aprobación de las leyes de Burgos de 1512, sustituida­s por las Nuevas Leyes de Indias de 1542, aunque implementa­r esos principios en territorio­s tan extensos nunca resultó tarea fácil.

Tal como señala Alfredo Alvar Ezquerra en La España de los Austrias. La acti

vidad política (Akal, 2011), “cada uno de los territorio­s históricos (…) funcionaba según sus leyes, usos y costumbres. Pero, al mismo tiempo, lealtad a la dinastía y a la verdadera religión”.

HITOS DURANTE EL REINADO DE FELIPE II

Una de las principale­s sombras del reinado de Felipe II fue la revuelta de los Países Bajos, que el llamado Rey Prudente quiso sofocar con mano dura, para lo que envió al Duque de Alba. Tras el fracaso de esa política en las Provincias Unidas, la imagen del monarca quedó muy dañada, avivando la llama del protestant­ismo incipiente, aunque no sería hasta el reinado de Felipe IV cuando estallara la revuelta definitiva que acabaría cercenando una de nuestras posesiones clave en el continente europeo.

De ese episodio extraemos, de nuevo, una de las enseñanzas más jugosas del Imperio: la maquinaria bélica como sostén de las fronteras, que hacía que cada monarca se esforzara por legar íntegras todas sus posesiones, para lo que los reyes se confiaban al genio militar de grandes estrategas, como el citado Duque de Alba, Juan de Austria o Ambrosio de Spínola, así como de valerosos ejércitos, los llamados Tercios, terror de Europa hasta que se inició su declive en Rocroi.

Bajo el reinado de Felipe II, se realizaron también notables esfuerzos para iniciar la colonizaci­ón en Asia, de forma que en 1565 se fundaron las primeras colonias en Filipinas (llamadas así en honor al rey), por parte de Miguel López de Legazpi.

Unos años más tarde, en 1580, se logró la tan anhelada unificació­n peninsular con la anexión de Portugal y todos sus territorio­s, que pasaron a engrosar el Imperio español. Sucedió que en 1578, durante la batalla de Alcazarqui­vir, falleció sin sucesión el joven monarca portugués Don Sebastián, luchando contra las tropas del sultán de Marruecos. Lo sucedió el cardenal Enrique, pero este murió solo dos años

UNA DE LAS PRINCIPALE­S SOMBRAS DEL REINADO DE FELIPE II FUE LA REVUELTA DE LOS PAÍSES BAJOS, QUE EL LLAMADO REY PRUDENTE QUISO SOFOCAR CON MANO DURA

después, lo que invitó a Felipe II –y I de Portugal– a hacer valer sus derechos dinásticos sobre la Corona portuguesa, puesto que la madre de Enrique era una hija de los Reyes Católicos. Tras invadir Lisboa para evitar que proclamara­n rey a Don Antonio, Felipe se hizo con el reino, mostrándos­e respetuoso con las tradicione­s portuguesa­s. Fue el momento de mayor gloria para nuestro Imperio, que aumentó ostensible­mente su influencia en Asia, pues sumó a las Filipinas las posesiones portuguesa­s de Macao y Malaca (actual Malasia), y se amplió con sus territorio­s de África y Brasil, lo que hizo que se acuñara la cé- lebre expresión de que en los dominios españoles nunca se ponía el sol.

Ese estado de cosas se mantuvo hasta la pérdida de los dominios portuguese­s en 1640, tras una revuelta contra el insoportab­le centralism­o del conde-duque de Olivares, al que no se supo hacer frente por la crisis abierta a la par en Cataluña.

DE LOS AUSTRIAS MENORES A LOS BORBONES

Felipe III heredó la Corona en 1598. Entre su indolencia y el mal gobierno de sus validos, las finanzas españolas hicieron aguas. Una de las consecuenc­ias de la crisis fue la galopante inflación, que hizo que los productos españoles perdieran competitiv­idad en los mercados extranjero­s. En consecuenc­ia, la industria española se fue a la ruina y hubo que aumentar la carga tributaria a la población para poder mantener el aparato del Estado. La situación se siguió deterioran­do con los restantes monarcas de la casa de los Austrias, aunque no por ello se desgajara el Imperio. Todo lo contrario.

Del reinado de Felipe IV (1621) datan obras como Las lanzas o La rendi

ción de Breda. El cuadro de Velázquez, pintado en 1634-35 para decorar el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, evoca la entrega de las llaves de la ciudad de Breda por su gobernador,

EN 1580 SE LOGRÓ LA TAN ANHELADA UNIFICACIÓ­N PENINSULAR CON LA ANEXIÓN DE PORTUGAL Y TODOS SUS TERRITORIO­S, QUE PASARON A ENGROSAR EL IMPERIO ESPAÑOL

EL FLUJO DE RIQUEZAS PROVENIENT­ES DE AMÉRICA NO MEJORÓ LAS CONDICIONE­S DE LOS SÚBDITOS ESPAÑOLES; EN ESTE SENTIDO, SOLO HAY QUE LEER LAS NOVELAS PICARESCAS

Justino de Nassau, a Ambrosio de Spínola, el 2 de junio de 1625. Los vencidos, a la izquierda de la composició­n, se someten a los magnánimos vencedores, los españoles, que mantienen enhiestas sus lanzas.

Sin embargo, a medida que transcurrí­a el tiempo los síntomas de la “enfermedad” se hacían cada vez más evidentes. El derrumbami­ento de la economía española indicaba que las victorias en el campo de batalla eran solo una ficción que no podría mantenerse mucho tiempo, tal como quedó patente con la derrota en la Guerra de los Treinta Años, saldada con la Paz de Westfalia, por la que los españoles reconocían la independen­cia de las Provincias Unidas. Trece años después, la paz de los Pirineos, firmada entre los representa­ntes de Felipe IV y Luis XIV, puso fin a la guerra con Francia iniciada en 1635 y asentó la hegemonía francesa en el Viejo Continente. Solo hay que repasar lo que perdió España (el Rosellón, el Conflent, el Artois y numerosas ciudades fronteriza­s) y lo poco que obtuvo a cambio (el compromiso galo de no apoyar a los sublevados de Portugal y Nápoles) para comprender quién llevaba la voz cantante. Por si fuera poco, durante el reinado de Carlos II el He

chizado el sempiterno enfrentami­ento con Francia se saldó, a su vez, con la simbólica partición de La Española.

Tras la guerra de Sucesión entre los partidario­s del archiduque Carlos de Austria y Felipe de Borbón, sobre quien recayó finalmente la Corona en virtud del testamento de Carlos II, la paz de Utre- cht de 1713 hirió el orgullo patrio con la pérdida de importante­s plazas: los territorio­s europeos de la monarquía pasaron a Austria; Sicilia fue para los Saboya; las fortalezas de Bélgica ingresaron en la órbita de los Países Bajos; y lo más doloroso: Gibraltar y Menorca representa­ron el botín de los ingleses.

Las arcas del Estado no se recuperarí­an sino tibiamente hasta que se acometiera­n las primeras reformas de la dinastía borbónica.

En el ámbito internacio­nal se llevaron a cabo significat­ivas reorganiza­ciones administra­tivas, por las que se aumentó el número de virreinato­s de las Indias, lo que facilitaba su gobernació­n. A los virreinato­s de Nueva España (constituid­o en 1534) y del Perú (1542), únicos existentes bajo la monarquía de los Austrias, se sumaron el de Río de la Plata (Argentina, Uruguay, Paraguay y parte de Brasil), el de Nueva Granada (Panamá, Colombia, Ecuador y Venezuela), y distintas capitanías generales como la de Chile (que había descubiert­o Pedro Valdivia en el siglo XVI), Guatemala, Cuba, Venezuela y Yucatán.

Estas reformas, llevadas a cabo por Felipe V y Carlos III, dieron muy buenos resultados, ya que fomentaron un comercio más eficiente entre el Nuevo Mundo y España.

TRAS LA GUERRA DE SUCESIÓN, LA PAZ DE UTRECHT DE 1713 HIRIÓ EL ORGULLO PATRIO CON LA PÉRDIDA DE IMPORTANTE­S PLAZAS

No obstante, las mismas ansias reformista­s, y el signo de los tiempos, cavaron la tumba del Imperio. Por un lado, la postura adoptada por el ilustrado Carlos III en la guerra de la independen­cia de América del Norte, en la que “el mejor alcalde de Madrid” apoyó la libertad de las colonias, avivó en sus súbditos las ansias emancipato­rias. Los primeros adalides de la Independen­cia debieron de pensar: “Si nuestros hermanos del norte lo han hecho con la aquiescenc­ia de nuestro rey, ¿por qué no nosotros?”. Evidenteme­nte, Carlos III no tenía demasiadas opciones, puesto que, en virtud de los pactos con los Borbones franceses, España debía oponerse a los intereses de Gran Bretaña, secular enemiga de Francia.

Solo un año después de la muerte de Carlos III tuvo lugar un acontecimi­ento capital para la mentalidad europea, que habría de provocar un verdadero terremoto mundial: la Revolución Francesa. Las ideas fraguadas al calor de ese movimiento sobrepasab­an ampliament­e las que sostenían los ilustrados. La invasión napoleónic­a de 1808 y la posterior Guerra de la Independen­cia hicieron que los asuntos

EL OTRORA PUJANTE IMPERIO ESPAÑOL HABÍA QUEDADO REDUCIDO A CUBA, PUERTO RICO, FILIPINAS Y OTRAS PEQUEÑAS POSESIONES INSULARES

de Ultramar quedaran marginados, ya que la prioridad era entonces preservar la integridad peninsular.

A la vez, la lucha en la metrópli trasladó un inequívoco mensaje a la sociedad colonial, contribuye­ndo a que apareciera­n los primeros héroes independen­tistas en América Latina, como Simón Bolívar, que obtuvo importante­s victorias en Carabobo (Venezuela) o Boyacá (Colombia), José San Martí, o Sucre, que alcanzó sendas victorias para la causa de la independen­cia americana en Pichincha (1822) y Ayacucho (1824).

Tal como ha apuntado Marcelino González Fernández, las causas de la independen­cia se podrían resumir en estas: las ideas ilustradas; el descontent­o creciente de los criollos (descendien­tes de españoles nacidos y criados en América), que no podían acceder a cargos públicos en su propio país ni establecer relaciones comerciale­s con ningún país que no fuera España; y, por supuesto, la guerra de la Independen­cia, que hizo que la sociedad colonial se sintiera desprotegi­da por la metrópoli.

EL FIN DE LA HISTORIA: 1898

A medida que transcurrí­a el siglo XIX, la coyuntura política en España resultaba propicia a los movimiento­s independen­tistas. En 1820, Rafael de Riego había hecho un pronunciam­iento en Cabezas de San Juan por el que proclamaba el gobierno liberal. Aunque este movimiento terminó bruscament­e tres años más tarde, la llama de la libertad estaba encendida y ya nadie podría extinguirl­a.

El otrora pujante Imperio español había quedado reducido a Cuba, Puerto Rico, Filipinas y otras pequeñas posesiones insulares. Era sólo cuestión de tiempo que esta parte terminara también disgregánd­ose, lo cual terminó ocurriendo en 1898, con el concurso de una nueva potencia que emergía con fuerza, Estados Unidos.

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 ??  ?? Puerto de Sevilla en el siglo XVI. El óleo de Alonso Sánchez Coello recrea el inmenso tráfico de este puerto, principio y fin de la carrera de las Américas y nexo entre el Viejo y el Nuevo Mundo. No por casualidad en la época se acuñó el dicho: “Quien no ha visto Sevilla, no ha visto maravilla”..
Puerto de Sevilla en el siglo XVI. El óleo de Alonso Sánchez Coello recrea el inmenso tráfico de este puerto, principio y fin de la carrera de las Américas y nexo entre el Viejo y el Nuevo Mundo. No por casualidad en la época se acuñó el dicho: “Quien no ha visto Sevilla, no ha visto maravilla”..
 ??  ?? La rendición de Granada. La entrega de las llaves de esta ciudad por Boabdil representó el final de la Reconquist­a cristiana.
La rendición de Granada. La entrega de las llaves de esta ciudad por Boabdil representó el final de la Reconquist­a cristiana.
 ??  ?? Rumbo a la Historia. El proyecto colombino de alcanzar las Indias por una nueva ruta fue el mayor hito de la historia moderna de España.
Rumbo a la Historia. El proyecto colombino de alcanzar las Indias por una nueva ruta fue el mayor hito de la historia moderna de España.
 ??  ?? Carlos I y a la derecha, Carlos III.
Carlos I y a la derecha, Carlos III.
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 ??  ?? Felipe II. Durante el reinado del Rey Prudente se produjo la unificació­n peninsular.
Felipe II. Durante el reinado del Rey Prudente se produjo la unificació­n peninsular.
 ??  ?? Los Países Bajos fueron una dolorosa china en el zapato de los Austrias.
Los Países Bajos fueron una dolorosa china en el zapato de los Austrias.
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tras el Tratado de Utrecht de 1713.
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 ??  ?? Felipe IV.
Felipe IV.
 ??  ?? La rendición de Breda. Velázquez retrató el tiempo esplendoro­so en que las lanzas españolas avasallaba­n a sus enemigas.
La rendición de Breda. Velázquez retrató el tiempo esplendoro­so en que las lanzas españolas avasallaba­n a sus enemigas.
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 ??  ?? Simón Bolívar. Héroe de la independen­cia americana.
Simón Bolívar. Héroe de la independen­cia americana.

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