Historia de Iberia Vieja Monográfico
ASÍ ERA EL IMPERIO ESPAÑOL
Más de 300 años sin ponerse el sol
La era de los descubrimientos abrió los ojos de España al mundo. El “encuentro” con las Indias, fruto en gran medida del azar, puso las bases de un Imperio –o, más bien, de una Monarquía Universal– que convirtió a este “rincón aislado del continente europeo” en una potencia hegemónica sin parangón en la historia. Pero no todo fueron luces en esta expansión sin límites, que desangró a una nación llena de contradicciones. Y es que el Imperio se forjó, esencialmente, en la guerra. Ya lo decía Felipe II: “Ninguna defensa se puede hallar para la casa propia como hacer la guerra en la ajena”. Hacia el año 1700, tras cientos de batallas, España aún gobernaba 180.000 kilómetros cuadrados en el Viejo Continente, con el control prácticamente intacto sobre las colonias americanas, que sumaban cerca de veinte millones de kilómetros cuadrados. Su músculo solo empezaría a flaquear en el primer cuarto del siglo XIX, si bien la decadencia se había iniciado bastante antes. Cuando en 1898 se perdieron las últimas colonias, el sueño iniciado en 1492 se quebró abruptamente.
Tras la unión matrimonial entre Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, la conquista del reino de Granada en 1492 puso fin a la presencia musulmana en la Península después de ocho siglos. El azar de la historia, y el empeño real por llevar la religión católica allende nuestras fronteras, hicieron que ese Estado primigenio empezara a crecer desde el mismo momento de su génesis y se sentaran las bases de un Imperio de ultramar de ingentes dimensiones.
En ese mismo año, 1492, el almirante genovés –o de donde fuera…– Cristóbal Colón emprendió un viaje que daría lugar al descubrimiento “accidental” de América: su intención era alcanzar Cipango –actual Japón– cincunvalando el planeta, y, desde allí, trazar la ruta de las Indias; es decir, aventurarse hacia tierras ya viejas por sendas hasta entonces inexploradas. Con lo que no contaba aquel ambicioso navegante era con que a medio camino se toparía con un continente desconocido para los europeos...
La carrera no había hecho más que empezar, y la competencia se adivinaba feroz entre los contendientes, principalmente España y Portugal. Muy pronto, hubo que fijar las reglas del juego, y ya en 1494 el papa Alejandro VI medió entre am-
bas potencias para repartir los derechos de explotación sobre las tierras conquistadas. De acuerdo con el Tratado de Tordesillas, los territorios situados a 370 leguas al oeste de Cabo Verde pertenecerían a España; el resto sería para Portugal, que pudo así reivindicar su hegemonía sobre Brasil cuando, en 1500, Pedro Álvares Cabral puso el pie en ella y saludó a los humildes tupinambas y a los no menos humildes botocudos.
Se había dado carpetazo a la Edad Media.
Tras la compleja colonización de La Española, se inició la conquista de Cuba, completada por Diego Velázquez, y de Puerto Rico, esta vez por parte de Juan Ponce de León. Una vez explotadas las principales Antillas, llegaría el turno de
LA ELECCIÓN DE CARLOS PARA EL SACRO IMPERIO ROMANO GERMÁNICO CONLLEVÓ QUE SOBRE SU PERSONA RECAYERAN OTRAS TANTAS POSESIONES TERRITORIALES
Tierra Firme, primero con el antiguo imperio maya y más tarde con el azteca, merced al extremeño Hernán Cortés.
La conquista de México, completada en 1521 tras la rendición de Tenochtitlán, fue uno de los mayores hitos del reinado de Carlos I, quien en 1516 había heredado de su abuelo materno Navarra; Aragón con el Rosellón, Sicilia, Cerdeña, Nápoles y las Baleares; y Castilla con Canarias, Orán, Trípoli, Melilla y América. En 1519, Carlos accedió a la dignidad imperial tras la muerte de su abuelo Maximiliano. La elección del César Carlos, último
heredero de Carlomagno, para el Sacro Imperio Romano Germánico, frente a sus rivales Francisco I de Francia y Enrique VIII de Inglaterra, conllevó que sobre su persona recayeran otras tantas posesiones que le inclinaron a asumir su misión como moderno “rey de reyes”, tales como la soberanía sobre el norte de Italia, de gran valor estratégico para unir los dos bloques del nuevo Imperio, o las posesiones habsbúr- gicas de Austria, tierras que se sumaban al Franco Condado, Flandes o los Países Bajos, el cual había recibido en herencia su padre, Felipe el Hermoso, en 1482, catorce años antes de su matrimonio con Juana la Loca.
UN GIGANTE CON PIES DE BARRO
El carácter de los conquistadores, y su afán de riquezas sin límite, hizo que estos se fueran desplazando a latitudes cada vez más meridionales. En 1533, Francisco Pizarro culminó la conquista del imperio inca –actual Perú–, con la toma de su capital, Cuzco. Al igual que había sucedido con el imperio azteca, el imperio inca sufría a la sazón una epidemia de viruela, lo que facilitó la “tarea” a los aventureros españoles.
Desde el punto de vista económico, cabría pensar que la flamante incorporación de territorios atiborró las arcas de la metrópoli. Las riquezas que se extraían de las minas del Potosí arribaban a la Casa de Contratación de Sevilla, verdadera capital del mundo, todo un almacén de tesoros que se trasladó a Cádiz bajo el reinado de Felipe V. En este sentido, durante los siglos XVI y XVII el historiador E. Hamilton estima que el flujo de metales preciosos alcanzó la cifra de 181 toneladas de oro y 16.900 toneladas de plata. Sin embargo, la política en extremo belicista de Carlos I y de su heredero hizo que estos beneficios se dilapidaran con rapidez, hasta el punto de que el Estado tuvo que declarar una bancarrota en 1557, solo un año después de que Carlos I abdicara en su hijo. El apoyo de los principales banqueros de Europa se hizo imprescindible para costear la maquinaria de un Estado que más parecía un pozo sin fondo.
Los esfuerzos por imponer la religión católica en las regiones protestantes del norte de Europa, así como las campañas en el norte de África contra los musulmanes, fueron causantes, en gran medida, del rápido vaciamiento de las arcas españolas. Defender la nación de sus enemigos no salía gratis. Mientras los piratas berberiscos amenazaban las posesiones españolas en el Mediterráneo, Inglaterra y Francia causaban estragos de puertas para adentro.
Felipe II se vio obligado a declarar sucesivas suspensiones de pagos en 1576 y 1596, lo que prueba que los beneficios
CADA MONARCA SE ESFORZABA POR LEGAR ÍNTEGRAS TODAS SUS POSESIONES, PARA LO QUE LOS REYES SE CONFIABAN AL GENIO MILITAR DE GRANDES ESTRATEGAS
obtenidos de las Indias no se gestionaban bien, pese a la notoria labor del Consejo de Indias, creado en 1524 para gestionar los asuntos de las Américas. Además, tal como apunta Antonio Miguel Bernal en España,
proyecto inacabado (Marcial Pons, 2005), “los gastos de las flotas y las armadas, aunque solo en parte asumidos por la Corona, hacia fines del siglo XVI, pese a coincidir con uno de los momentos culminantes de la llegada de oro y plata, apenas si eran compensados con la cantidad de las remesas correspondientes al Estado”.
Tampoco desde el punto de vista social la fabulosa expansión cambió la vida a sus supuestos beneficiarios. El flujo de riquezas provenientes de América no mejoró las condiciones de los súbditos españoles; solo hay que leer los retratos de las novelas picarescas para apreciar esos contrastes (lo mismo se podría decir de las novelas de Dickens en relación con el Imperio británico).
A propósito de la cultura nativa, el otro plato de la balanza imperial, señalaremos que, a principios del siglo XVI, se desarrolló una corriente moral encarnada en la Escuela de Salamanca que intentó mejorar las condiciones de vida de los indígenas, apelando al carácter evangelizador de la empresa de América. La consecuencia fue la aprobación de las leyes de Burgos de 1512, sustituidas por las Nuevas Leyes de Indias de 1542, aunque implementar esos principios en territorios tan extensos nunca resultó tarea fácil.
Tal como señala Alfredo Alvar Ezquerra en La España de los Austrias. La acti
vidad política (Akal, 2011), “cada uno de los territorios históricos (…) funcionaba según sus leyes, usos y costumbres. Pero, al mismo tiempo, lealtad a la dinastía y a la verdadera religión”.
HITOS DURANTE EL REINADO DE FELIPE II
Una de las principales sombras del reinado de Felipe II fue la revuelta de los Países Bajos, que el llamado Rey Prudente quiso sofocar con mano dura, para lo que envió al Duque de Alba. Tras el fracaso de esa política en las Provincias Unidas, la imagen del monarca quedó muy dañada, avivando la llama del protestantismo incipiente, aunque no sería hasta el reinado de Felipe IV cuando estallara la revuelta definitiva que acabaría cercenando una de nuestras posesiones clave en el continente europeo.
De ese episodio extraemos, de nuevo, una de las enseñanzas más jugosas del Imperio: la maquinaria bélica como sostén de las fronteras, que hacía que cada monarca se esforzara por legar íntegras todas sus posesiones, para lo que los reyes se confiaban al genio militar de grandes estrategas, como el citado Duque de Alba, Juan de Austria o Ambrosio de Spínola, así como de valerosos ejércitos, los llamados Tercios, terror de Europa hasta que se inició su declive en Rocroi.
Bajo el reinado de Felipe II, se realizaron también notables esfuerzos para iniciar la colonización en Asia, de forma que en 1565 se fundaron las primeras colonias en Filipinas (llamadas así en honor al rey), por parte de Miguel López de Legazpi.
Unos años más tarde, en 1580, se logró la tan anhelada unificación peninsular con la anexión de Portugal y todos sus territorios, que pasaron a engrosar el Imperio español. Sucedió que en 1578, durante la batalla de Alcazarquivir, falleció sin sucesión el joven monarca portugués Don Sebastián, luchando contra las tropas del sultán de Marruecos. Lo sucedió el cardenal Enrique, pero este murió solo dos años
UNA DE LAS PRINCIPALES SOMBRAS DEL REINADO DE FELIPE II FUE LA REVUELTA DE LOS PAÍSES BAJOS, QUE EL LLAMADO REY PRUDENTE QUISO SOFOCAR CON MANO DURA
después, lo que invitó a Felipe II –y I de Portugal– a hacer valer sus derechos dinásticos sobre la Corona portuguesa, puesto que la madre de Enrique era una hija de los Reyes Católicos. Tras invadir Lisboa para evitar que proclamaran rey a Don Antonio, Felipe se hizo con el reino, mostrándose respetuoso con las tradiciones portuguesas. Fue el momento de mayor gloria para nuestro Imperio, que aumentó ostensiblemente su influencia en Asia, pues sumó a las Filipinas las posesiones portuguesas de Macao y Malaca (actual Malasia), y se amplió con sus territorios de África y Brasil, lo que hizo que se acuñara la cé- lebre expresión de que en los dominios españoles nunca se ponía el sol.
Ese estado de cosas se mantuvo hasta la pérdida de los dominios portugueses en 1640, tras una revuelta contra el insoportable centralismo del conde-duque de Olivares, al que no se supo hacer frente por la crisis abierta a la par en Cataluña.
DE LOS AUSTRIAS MENORES A LOS BORBONES
Felipe III heredó la Corona en 1598. Entre su indolencia y el mal gobierno de sus validos, las finanzas españolas hicieron aguas. Una de las consecuencias de la crisis fue la galopante inflación, que hizo que los productos españoles perdieran competitividad en los mercados extranjeros. En consecuencia, la industria española se fue a la ruina y hubo que aumentar la carga tributaria a la población para poder mantener el aparato del Estado. La situación se siguió deteriorando con los restantes monarcas de la casa de los Austrias, aunque no por ello se desgajara el Imperio. Todo lo contrario.
Del reinado de Felipe IV (1621) datan obras como Las lanzas o La rendi
ción de Breda. El cuadro de Velázquez, pintado en 1634-35 para decorar el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, evoca la entrega de las llaves de la ciudad de Breda por su gobernador,
EN 1580 SE LOGRÓ LA TAN ANHELADA UNIFICACIÓN PENINSULAR CON LA ANEXIÓN DE PORTUGAL Y TODOS SUS TERRITORIOS, QUE PASARON A ENGROSAR EL IMPERIO ESPAÑOL
EL FLUJO DE RIQUEZAS PROVENIENTES DE AMÉRICA NO MEJORÓ LAS CONDICIONES DE LOS SÚBDITOS ESPAÑOLES; EN ESTE SENTIDO, SOLO HAY QUE LEER LAS NOVELAS PICARESCAS
Justino de Nassau, a Ambrosio de Spínola, el 2 de junio de 1625. Los vencidos, a la izquierda de la composición, se someten a los magnánimos vencedores, los españoles, que mantienen enhiestas sus lanzas.
Sin embargo, a medida que transcurría el tiempo los síntomas de la “enfermedad” se hacían cada vez más evidentes. El derrumbamiento de la economía española indicaba que las victorias en el campo de batalla eran solo una ficción que no podría mantenerse mucho tiempo, tal como quedó patente con la derrota en la Guerra de los Treinta Años, saldada con la Paz de Westfalia, por la que los españoles reconocían la independencia de las Provincias Unidas. Trece años después, la paz de los Pirineos, firmada entre los representantes de Felipe IV y Luis XIV, puso fin a la guerra con Francia iniciada en 1635 y asentó la hegemonía francesa en el Viejo Continente. Solo hay que repasar lo que perdió España (el Rosellón, el Conflent, el Artois y numerosas ciudades fronterizas) y lo poco que obtuvo a cambio (el compromiso galo de no apoyar a los sublevados de Portugal y Nápoles) para comprender quién llevaba la voz cantante. Por si fuera poco, durante el reinado de Carlos II el He
chizado el sempiterno enfrentamiento con Francia se saldó, a su vez, con la simbólica partición de La Española.
Tras la guerra de Sucesión entre los partidarios del archiduque Carlos de Austria y Felipe de Borbón, sobre quien recayó finalmente la Corona en virtud del testamento de Carlos II, la paz de Utre- cht de 1713 hirió el orgullo patrio con la pérdida de importantes plazas: los territorios europeos de la monarquía pasaron a Austria; Sicilia fue para los Saboya; las fortalezas de Bélgica ingresaron en la órbita de los Países Bajos; y lo más doloroso: Gibraltar y Menorca representaron el botín de los ingleses.
Las arcas del Estado no se recuperarían sino tibiamente hasta que se acometieran las primeras reformas de la dinastía borbónica.
En el ámbito internacional se llevaron a cabo significativas reorganizaciones administrativas, por las que se aumentó el número de virreinatos de las Indias, lo que facilitaba su gobernación. A los virreinatos de Nueva España (constituido en 1534) y del Perú (1542), únicos existentes bajo la monarquía de los Austrias, se sumaron el de Río de la Plata (Argentina, Uruguay, Paraguay y parte de Brasil), el de Nueva Granada (Panamá, Colombia, Ecuador y Venezuela), y distintas capitanías generales como la de Chile (que había descubierto Pedro Valdivia en el siglo XVI), Guatemala, Cuba, Venezuela y Yucatán.
Estas reformas, llevadas a cabo por Felipe V y Carlos III, dieron muy buenos resultados, ya que fomentaron un comercio más eficiente entre el Nuevo Mundo y España.
TRAS LA GUERRA DE SUCESIÓN, LA PAZ DE UTRECHT DE 1713 HIRIÓ EL ORGULLO PATRIO CON LA PÉRDIDA DE IMPORTANTES PLAZAS
No obstante, las mismas ansias reformistas, y el signo de los tiempos, cavaron la tumba del Imperio. Por un lado, la postura adoptada por el ilustrado Carlos III en la guerra de la independencia de América del Norte, en la que “el mejor alcalde de Madrid” apoyó la libertad de las colonias, avivó en sus súbditos las ansias emancipatorias. Los primeros adalides de la Independencia debieron de pensar: “Si nuestros hermanos del norte lo han hecho con la aquiescencia de nuestro rey, ¿por qué no nosotros?”. Evidentemente, Carlos III no tenía demasiadas opciones, puesto que, en virtud de los pactos con los Borbones franceses, España debía oponerse a los intereses de Gran Bretaña, secular enemiga de Francia.
Solo un año después de la muerte de Carlos III tuvo lugar un acontecimiento capital para la mentalidad europea, que habría de provocar un verdadero terremoto mundial: la Revolución Francesa. Las ideas fraguadas al calor de ese movimiento sobrepasaban ampliamente las que sostenían los ilustrados. La invasión napoleónica de 1808 y la posterior Guerra de la Independencia hicieron que los asuntos
EL OTRORA PUJANTE IMPERIO ESPAÑOL HABÍA QUEDADO REDUCIDO A CUBA, PUERTO RICO, FILIPINAS Y OTRAS PEQUEÑAS POSESIONES INSULARES
de Ultramar quedaran marginados, ya que la prioridad era entonces preservar la integridad peninsular.
A la vez, la lucha en la metrópli trasladó un inequívoco mensaje a la sociedad colonial, contribuyendo a que aparecieran los primeros héroes independentistas en América Latina, como Simón Bolívar, que obtuvo importantes victorias en Carabobo (Venezuela) o Boyacá (Colombia), José San Martí, o Sucre, que alcanzó sendas victorias para la causa de la independencia americana en Pichincha (1822) y Ayacucho (1824).
Tal como ha apuntado Marcelino González Fernández, las causas de la independencia se podrían resumir en estas: las ideas ilustradas; el descontento creciente de los criollos (descendientes de españoles nacidos y criados en América), que no podían acceder a cargos públicos en su propio país ni establecer relaciones comerciales con ningún país que no fuera España; y, por supuesto, la guerra de la Independencia, que hizo que la sociedad colonial se sintiera desprotegida por la metrópoli.
EL FIN DE LA HISTORIA: 1898
A medida que transcurría el siglo XIX, la coyuntura política en España resultaba propicia a los movimientos independentistas. En 1820, Rafael de Riego había hecho un pronunciamiento en Cabezas de San Juan por el que proclamaba el gobierno liberal. Aunque este movimiento terminó bruscamente tres años más tarde, la llama de la libertad estaba encendida y ya nadie podría extinguirla.
El otrora pujante Imperio español había quedado reducido a Cuba, Puerto Rico, Filipinas y otras pequeñas posesiones insulares. Era sólo cuestión de tiempo que esta parte terminara también disgregándose, lo cual terminó ocurriendo en 1898, con el concurso de una nueva potencia que emergía con fuerza, Estados Unidos.