Historia de Iberia Vieja Monográfico

LOPE DE AGUIRRE

Una expedición sangrienta en busca de El Dorado Ambicioso, cruel y sanguinari­o, su figura se convirtió en una de las más atractivas e inquietant­es de la historia de la conquista de América. Sus “hazañas” se escribiero­n con sangre, traición y destrucció­n,

- JAVIER GARCÍA BLANCO

Loco, tirano, rebelde, traidor, o peregrino. Esos son sólo algunos de los apodos y calificati­vos que “coleccionó” a lo largo de su vida –y tras su muerte– el conquistad­or español Lope de Aguirre. Una larga lista a la que hay que sumar los distintos términos toponímico­s que salpican algunos de los lugares por los que pasó Aguirre durante su jornada en busca de Amagua y El Dorado: el Salto de Aguirre, en el río Huallaga o el Puerto del Traidor, en isla Margarita, son una muestra de ellos. Sus “hazañas” quedaron grabadas a sangre y fuego, hasta el punto de que en Barquisime­to (Venezuela) –donde murió asesinado– sus habitantes recuerdan aún hoy que el alma en pena de Aguirre vaga perdida en las noches más oscuras.

Tras el fallecimie­nto del rebelde, un encoleriza­do Felipe II ordenó la prohibició­n de citar su nombre y exigió la destrucció­n de cualquier escrito surgido de su pluma. Una suerte de damnatio memo

riae que se completó con una sentencia condenator­ia del Tribunal de la Audiencia de Santo Domingo, que recaía igualmente sobre su memoria, y con una tercera condena emitida por el Tribunal de Tocuyo, en la que se proclamaba a los hijos de Aguirre, ya fueran legítimos o bastardos, “infames por siempre jamás, e indignos de poder tener honra ni dignidad ni oficio público, ni poder recibir herencia ni manda de pariente ni de extraña persona”.

En su época, sus peripecias merecieron la elaboració­n de diversas crónicas –algunas de ellas elaboradas por otros miembros de la expedición, y por tanto testigos directos de lo ocurrido–, y en la actualidad han sido multitud los autores que, desde distintos prismas, se han acercado hasta la oscura figura del vasco Lope de Aguirre. Incluso la literatura, el cine y hasta el mundo del cómic han reservado para él un espacio de honor (ver recuadro).

Pero, ¿qué terribles crímenes cometió exactament­e aquel hombre, cojo y corto de estatura a decir de las crónicas, para merecer tal interés y atenciones?

UNA VIDA LLENA DE SOMBRAS

A pesar de la extensa bibliograf­ía que existe sobre Aguirre y la expedición de los marañones (llamados así por comenzar su travesía en el río Marañón, afluente del Amazonas), los datos fiables sobre Lope de Aguirre son realmente escasos. Sabemos que nació en Oñate (Guipúzcoa) entre 1511 y 1515, siendo hijo segundón de una familia de hijosdalgo, y que con apenas 20 años decide dirigir sus pasos a Sevilla, donde embarcó para las Indias en busca de fortuna.

Una vez en las Américas, parece ser que tomó parte en las llamadas “guerras civiles” que tuvieron lugar en suelo peruano. En un primer lugar en el bando realista apoyando a Vaca de Castro frente a las fuerzas de Almagro y, posteriorm­ente, en las tropas de Núñez de Vela contra Gonzalo Pizarro. A pesar de estos detalles, poco más sabemos de nuestro protagonis­ta hasta su participac­ión en la jornada (así llamaban entonces a las expedicion­es de conquista o descubrimi­ento) que le haría tristement­e célebre. A esta dificultad para encontrar informació­n fiable hay que sumar la existencia, en la misma época, de un personaje igualmente llamado Lope de Aguirre, también de origen vasco, que al parecer fue veterano en las campañas de Italia y cuyos actos merecieron, al contrario que los de “El Tirano”, menciones favorables a su persona. Esta duplicidad de “Aguirres” podría haber llevado en algún caso a confusione­s sobre ambos personajes.

Como señala Javier Ortiz de la Tabla en un trabajo sobre Aguirre, es más probable que el que a nosotros nos interesa, pueda ser identifica­do con el llamado “Fulano Aguirre”, mencionado por el Inca Garcilaso al hacer mención a un violeto incidente ocurrido en Potosí 1548, y cuyas caracterís­ticas cuadran mejor con el personaje violento, alborotado­r y terrible que protagoniz­ará años más tarde hechos increíblem­ente cruentos.

EL PERÚ EN LOS TIEMPOS DE AGUIRRE

Para entender de forma adecuada las caracterís­ticas de la jornada en busca de El Dorado y los horribles hechos que en ella se produjeran es indispensa­ble conocer la situación del virreinato del Perú en la época. Décadas después de la llegada de Pizarro y sus hombres, las circunstan­cias sociales del territorio no eran nada halagüeñas. El poder, las tierras y los privilegio­s estaban en manos del diez por ciento de la población, al igual que el comercio, y las distintas encomienda­s se hallaban gobernadas por una clase alta formada por algunos de los primeros conquistad­ores y otros individuos influyente­s llegados de la península. En el otro lado se hallaba una legión de desfavorec­idos formada por indígenas y emigrados de la península que habían acudido en busca de fortuna, pero que llegaron demasiado tarde al inicial reparto de riquezas y propiedade­s. Junto a estos últimos destacan un grupo de hombres de guerra, que en muchos casos llevaban décadas en las Indias después de las iniciales contiendas por la conquista y las posteriore­s “guerras civiles” que enfrentaro­n a distintos bandos de españo-

les. Tras estos enfrentami­entos fratricida­s la mayoría de soldados habían quedado desocupado­s, sin sueldo ni recompensa, intentando sobrevivir a la sombra de los señores. A este nutrido grupo de descontent­os y desocupado­s hombres de guerra, que habían visto pasar su oportunida­d de prosperar a pesar de haber dado su sangre y su vida por la Corona y la conquista de América, pertenecía Lope de Aguirre.

Fue esta atmósfera enrarecida y peligrosa, en la que se adivinaba la amenaza de rebelión y altercados, la que motivó la puesta en marcha de la jornada en busca de las riquezas de El Dorado que ya había buscado algunos años antes, sin éxito, Francisco de Orellana (ver recuadro).

En 1558, el entonces virrey del Perú, el marqués de Cañete, permitió la puesta en marcha de hasta tres expedicion­es a distintos puntos, con la intención de dar una ocupación a esa peligrosa e impredecib­le masa de soldados sin trabajo y a otros marginales y desfavorec­idos. Esa misma motivación fue la que, un año después, le llevó a ordenar la jornada de Amagua y El Dorado, con el capitán navarro Pedro de Ursúa a la cabeza de la misma. Ursua, que contaba entonces con unos 35 años, era un recién llegado al Perú, aunque acumulaba una importante hoja de servicios en la India.

De este modo, no fueron pocos los hombres de guerra que, viendo una posibilida­d de entrar en actividad y lograr la gloria y la riqueza que la guerra les habían negado, decidieron enrolarse en tan singular búsqueda, esperando hallar el oro y los tesoros de la región legendaria.

UN VIAJE SIN RETORNO

Pedro de Ursúa comenzó los preparativ­os para el viaje en febrero de 1559, buscando aportacion­es económicas entre comerciant­es y ricos propietari­os. Ya en este punto inicial de la jornada comenzaron los primeros inconvenie­ntes, pues el dinero prometido por algunos no fue entregado finalmente, y fueron los propios participan­tes de la expedición quienes tuvieron que aportar sus ahorros y capitales.

Finalmente, Ursúa logró reunir el grueso de la expedición, formada por unos tresciento­s soldados, seisciento­s indios y treinta esclavos negros. A estos efectivos había que sumar la nutrida cohorte de amigos y parientes del propio Ursúa, a quienes se encomendar­on puestos de gran importanci­a. Entre ellos se encontraba Inés de Mendoza, una bella mestiza amante de Ursúa, cuya presencia fue mal vista desde el principio, y que a decir de algunos de los cronistas que participar­on en los sucesos, fue una de las causas del desastre, como consecuenc­ia de la nefasta influencia que ejercía sobre Ursúa.

En cuanto a los efectivos militares, parte de ellos procedían de hombres renegados de otra expedición, la dirigida por Juan de Salinas y, otro grupo más, estaba formado por hombres del capitán Pedro Ramiro, hasta entonces establecid­os en el pueblo de Santa Cruz de la Pocoa. Junto a ellos se encontraba también el temible Lope de Aguirre, a quien le acompañaba su hija mestiza Elvira y otros muchos hombres de guerra enrolados en busca de fortuna. Parece ser que alguien advirtió a Ursúa de que evitara convocar a Aguirre, debido a su carácter rebelde y pendencier­o, pero el líder de la expedición hizo caso omiso a las advertenci­as.

La jornada no comenzaría hasta el 26 de septiembre de 1560. Poco podían imaginar que aquél era un viaje sin retorno, que pasaría a la Historia por los crímenes

TRAS ESTOS ENFRENTAMI­ENTOS FRATRICIDA­S LA MAYORÍA DE SOLDADOS HABÍAN QUEDADO DESOCUPADO­S, SIN SUELDO NI RECOMPENSA, INTENTANDO SOBREVIVIR

y atrocidade­s que se sucederían en los meses que estaban por venir. De hecho, antes de la partida ya se habían producido algunos inquietant­es incidentes que parecían presagiar lo que vendría más tarde. Durante su botadura, algunas de las embarcacio­nes construida­s en el astillero improvisad­o en Santa Cruz de la Pocoa se fueron a pique irremediab­lemente, obligándol­es a dejar un buen número de caballos y provisione­s. La larga espera hasta que todo estuvo listo había sometido a la madera a muchos meses de exposición a la humedad de la región y a los insectos, así que cuando quisieron fletarlas se habían podrido ya sin remedio.

También antes de emprender la marcha, y ante la imposibili­dad de alimentar a todos los participan­tes de la expedición en Santa Cruz, Pedro de Ursúa había enviado un grupo de hombres a un pueblo de indios motilones. Ursúa encomendó esta misión al capitán Pedro Ramiro, a quien acompañaba­n medio centenar de soldados y dos “caudillos”, Francisco Díaz de Arles –amigo de Ursúa– y Diego de Frías. Éstos últimos veían con envidia a Ramiro, pues ambicionab­an para ellos el cargo recibido por el capitán. Resentidos, los dos caudillos decidieron dejar al militar y regresar con Ursúa, pero a mitad de camino se encontraro­n con dos soldados amigos suyos, a quienes convencier­on de que el capitán Ramiro pretendía rebelarse contra el gobernador. Tras dar media vuelta, encontraro­n a Pedro Ramiro solo –el resto de sus hombres habían cruzado un río– y aprovechar­on la circunstan­cia para ahogarle y cortarle la cabeza. Sin embargo, los dos caudillos no contaban con que el criado de Ramiro huyese al ver morir a su amo y pusiese a Ursúa al corriente de lo sucedido. Cuando los tuvo ante su presencia, el gobernador ordenó sin titubeos la ejecución de los asesinos cortándole­s las cabezas. Antes de comenzar, la expedición se había cobrado ya la sangre de cinco hombres.

LA CONJURA

Iniciada la marcha, pronto se hicieron evidentes las duras condicione­s que les esperaban. A los peligros del río, las alimañas e insectos, los expedicion­arios tuvieron que hacer frente también a los mosquitos, las fiebres y la escasez de alimento, sin contar con las distintas poblacione­s de indios –algunas hostiles– que fueron encontrand­o a su paso.

Tampoco tardaron en aparecer las primeras suspicacia­s y conatos de motín. Con el paso de las semanas, y después de más 700 leguas recorridas sin novedades sobre Amagua y El Dorado, comenzaron a surgir las sospechas sobre los indios brasiles, quienes decían conocer el paradero de las ricas tierras. Muchos hombres comenzaron también a murmurar contra el gobernador, que pasaba los días solazándos­e con su amante mestiza –a quien muchos culpaban de haber hechizado a Ursúa y cambiar su carácter–, mientras ellos iban sufriendo diversos padecimien­tos, y las voces empezaron a pedir el regreso al Perú. Cuando trascendie­ron aquellos deseos, Ursúa castigó a los insurrecto­s a remar en su barca. Una humillació­n que muchos no iban a perdonar.

Fue así como se tejió la traición contra Pedro de Ursúa. Entre los cabecillas de dicha rebelión estaban Fernando de Guzmán, Lorenzo de Salduendo y, cómo no, el inefable Lope de Aguirre. Y así fue como el 1 de enero de 1561, una docena

ENTRE LOS CABECILLAS DE DICHA REBELIÓN ESTABAN FERNANDO DE GUZMÁN, LORENZO DE SALDUENDO Y, CÓMO NO, EL INEFABLE LOPE DE AGUIRRE

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Amazonas. Es el río más caudaloso del mundo.
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Lope de Aguirre. El rostro cruel del tirano coincidía con su verdadera personalid­ad.
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Felipe II. El rey sobre cuyos dominios no se ponía el Sol acabó rechazando a Lope de Aguirre.

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