Cuando Luxemburgo era nuestro
Durante casi 200 años, este estratégico rincón de la Vieja Europa estuvo bajo dominio español, y sus calles y edificios acogieron a miles de soldados, ingenieros, nobles y funcionarios que se esforzaron por resistir el embate de las tropas enemigas. Estas son las huellas del pasado hispano en el llamado “Gibraltar del Norte”…
Amedio camino entre la antigua Europa romana y la germánica, en pleno corazón del Viejo Continente, Luxemburgo es un pequeño país repleto de contrastes. En su reducido territorio –apenas 2.600 kilómetros cuadrados, poco más que la provincia de Vizcaya–, residen algo más de medio millón de personas (la mitad de origen extranjero), se hablan tres idiomas oficiales (luxemburgués, francés y alemán) y otros muchos foráneos, y sus ciudadanos disfrutan de una prosperidad envidiada por buena parte del planeta pues, no en vano, es el primer país del mundo en PIB per capita, y uno de los que poseen el IVA más reducido. Además, en su capital se reúnen buena parte de las instituciones de la Unión Europea, y no pocos miran al país con cierto recelo por su condición de paraíso fiscal, lo que atrae hasta allí a no pocas multinacionales y fortunas desorbitadas.
Pero más allá de la larga lista de curiosidades y cifras de récord, Luxemburgo es también un pequeño territorio que, en virtud a su delicada y envidiable ubicación geográfica, se ha convertido en un deseado rincón estratégico a lo largo de toda su historia, desde que allá por el año 963 Sigfrido, conde de las Ardenas, se hiciera con el codiciado castillo de Luxemburgo. Así, no es de extrañar que el pequeño territorio fuese conquistado y asediado una y otra vez por franceses, austríacos, prusianos, españoles y borgoñones –entre otros– y que, por ejemplo, fuese invadido en dos ocasiones por Alemania en el siglo XX, coincidiendo con las dos guerras mundiales.
Todo lo anterior es bien conocido, pero lo que muchos ignoran es que en las calles de la capital del ducado, en la ciudad de Luxemburgo, algunos de sus edificios, monumentos y sillares más antiguos todavía “hablan” con acento español. Ecos lejanos pero rotundos, que parecen anunciar al visitante que allí, en ese diminuto rincón de la Vieja Europa, ondearon durante casi dos siglos las banderas del Imperio español.
DOMINIO ESPAÑOL
Tras el matrimonio de Maximiliano I y María de Borgoña en 1477, el Ducado de Luxemburgo, al igual que las demás provincias de los Países Bajos, quedó bajo el control de la Casa de Habsburgo. El control del ducado pasaría más tarde a manos de Felipe el Hermoso y después a las de su hijo Carlos, rey de España y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, quedando a partir de entonces bajo dominio de la rama española de los Habsburgo, hasta las primeras décadas del siglo XVIII.
Durante esta larga etapa de dominio español, que se prolongó por espacio de casi dos centurias, los monarcas españoles se convirtieron por derecho sucesorio en los legítimos soberanos del pequeño pero codiciado ducado, aunque dejaran siempre en manos de otros el control y gobierno de aquel estratégico rincón de Europa. Durante el mandato de Carlos V, por ejemplo, y en plenas revueltas religiosas desatadas por calvinistas y luteranos, el monarca español decidió enviar a Luxemburgo a su mentor y legado Adriano de Utrecht, futuro papa Adriano VI, quien antes de colocarse la tiara papal ejerció en España como obispo de Tortosa e inquisidor general de Aragón y Castilla.
El control del ducado pasaría a manos de Felipe el Hermoso y después a las de su hijo Carlos, rey de España
Algunos años más tarde, fue otro leal servidor del rey –y con el tiempo de su hijo Felipe II–, Pierre Ernest de Mansfeld, quien quedaría al cargo de la plaza, al ser nombrado en 1545 gobernador de Luxemburgo. El conde de Mansfeld había formado parte de la expedición a Túnez en 1535, y éste y otros méritos le valieron la concesión de la orden del Toisón de Oro. Fue en estos años como gobernador del lugar cuando ordenó la construcción de lo que en la actualidad se conoce como el Palacio Gran Ducal de Luxemburgo –hoy residencia oficial del Gran Duque–, y que durante siglos albergó la casa consistorial de la ciudad. Este hermoso edificio que se encuentra en pleno corazón del casco histórico de la capital se levantó a partir de 1573, y su parte más antigua todavía conserva elementos que delatan unos orígenes vinculados con el Renacimiento español. Con los años, Mansfeld acabaría convirtiéndose en gobernador de todos los Países Bajos españoles, por orden de Felipe II, y su vinculación con España sería aún más estrecha cuando su hija Dorotea se desposó con un destacado militar español, Francisco de Verdugo, un talaverano que llegó a Flandes con sólo 20 años, destacando con valor en la batalla de San Quintín.
Verdugo quedó al servicio del conde de Mansfeld y más tarde se convirtió en castellano de Haarlem, Thionville y Breda, y continuó luchando por los intereses españoles en la región la mayor parte de su vida, como en los sitios de Amberes y Maastricht, para finalmente convertirse en gobernador de Frisia. Fruto de su matrimonio con Dorotea Mansfeld nacieron nueve hijos, tres de los cuales siguieron la carrera militar de su padre. Tras una vida empuñando las armas lejos de España, Verdugo regresó a la Luxemburgo para pasar sus últimos días, siendo enterrado en la iglesia del convento de Sancti Spiritus –hoy
Aquellas construcciones dejaron un legado de origen español que todavía puede contemplarse y disfrutarse
desaparecida–, donde también reposaron los restos de algunos de sus hijos.
LAS CASAMATAS DEL PÉTRUSSE
Con el siglo XVI dando sus últimos coletazos, Felipe II decidió entregar el gobierno de Luxemburgo y el resto de los Países Bajos a su hija, la infanta Isabel Clara Eugenia, y al esposo de ésta, el archiduque Alberto VII de Austria. Pocos años después (1613) se inició la construcción de la catedral de Notre-Dame, un templo de estilo gótico con elementos renacentistas que todavía sigue en pie. A lo largo del siglo XVI, pero más especialmente durante la centuria siguiente, los españoles reforzaron las posiciones defensivas del castillo y la ciudad de Luxemburgo, convirtiendo la plaza en una de las fortalezas más poderosas e inexpugnables de toda Europa. Una vez más, aquellas construcciones dejaron un legado de origen español que todavía puede contemplarse y disfrutarse hoy en día. Entre las huellas más destacadas de aquella época se encuentran las llamadas Casamatas de la Pétrusse, a las que se accede desde la actual plaza de la Constitución, a un paso de la catedral. Las casamatas consisten en una serie de pasadizos y corredores subterráneos excavados por los ingenieros españoles en 1644, y cuya finalidad era de carácter estratégico y defensivo. Dichos túneles, que horadan el corazón rocoso de la ciudad como si se tratara de un queso gruyere, tienen una extensión de 23 kilómetros de longitud, y servían para almacenar grano y otros víveres y como refugio ante los ataques y asedios enemigos. Las casamatas, que en el siglo pasado cumplieron por última vez su función al proteger a decenas de miles
La vía honra la memoria de otro de los gobernadores españoles de los Países Bajos, don Juan Domingo de Zúñiga y Fonseca
de personas durante los bombardeos de las dos guerras mundiales, pueden visitarse en la actualidad –son Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO– y constituyen uno de los principales atractivos turísticos de la capital del Gran Ducado.
En ese mismo lugar, donde hoy se encuentra la plaza de la Constitución, los militares e ingenieros españoles levantaron otra construcción defensiva cuyos restos todavía pueden contemplarse: el bastión Beck, construido al mismo tiempo que las casamatas. Como si se tratara de una potente proa de un barco de piedra, el bastión se asoma al tajo rocoso por el que discurre el río Alzette, creando una silueta amenazante que sin duda debía sobrecoger a los posibles atacantes. Algunos años más tarde, en 1673, las fuerzas españolas construyeron también el llamado Revellín del Paté. Un revellín consiste en una fortificación de diseño triangular que habitualmente se disponía frente a una fortificación principal, que en este caso era el citado bastión del Beck.
Si regresamos a la “almendra” que conforman las calles y edificios del casco histórico de la ciudad, no muy lejos del Palacio Gran Ducal, encontramos la Place d’Armes (Plaza de Armas). El diseño y construcción de este rincón se remonta también a la época en la que Mansfeld fue gobernador del ducado, aunque en el siglo XVII un ingeniero español, Jean Charles de Landas, conde de Louvigny, realizó algunas modificaciones. Desde la plaza –que hoy acoge el Palacio Municipal–, se accede a una calle con acento español, la rue Monterey. Esta vía, una de las más importantes del casco antiguo, honra la memoria de otro de los gobernadores españoles de los Países Bajos, don Juan Domingo de Zúñiga y Fonseca, conde de Monterrey, que gobernó entre 1667 y 1675, y cuyo bajo mandato se concluyó la céntrica plaza de Armas. Una de las calles que cruzan la rue de Monterey lleva también nombre español, concretamente el del rey Felipe II (rue Philippe II),
Tras el mandato del conde de Monterrey, el Luxemburgo “español” sufrió una notable amenaza bajo bandera francesa
posiblemente la única calle que recuerda al monarca en todo el territorio de los antiguos Países Bajos españoles.
Poco después del mandato del conde de Monterrey, el Luxemburgo “español” sufrió una notable amenaza bajo bandera francesa. En 1684 el rey Luis XIV se hizo con el ducado, arrebatando el dominio a los españoles durante algunos años. Este desafío francés fue uno de los hechos que dio lugar a la creación de la Liga de Augsburgo o Gran Alianza dos años más tarde, que se saldó con la derrota gala y la devolución –por medio del Tratado de
En 1713, Luxemburgo dijo definitivamente adiós a su vinculación con nuestro país
Ryswick– del ducado de Luxemburgo a manos españolas en 1698.
EL PASEO DE LA CORNISA
El casco antiguo de Luxemburgo está enclavado en un promontorio rocoso bordeado por el profundo tajo del río Alzette, que crea un hermoso y gigantesco foso natural que separa en dos a la ciudad actual. Allí abajo, en este recogido rincón de la capital del ducado, salpicado de casas y frondosos bosques y jardines, se encuentra el barrio bajo del Grund, en el que se ubican monumentos como la antigua abadía de Neumünster o el Museo Nacional de Historia Natural.
En la actualidad es posible disfrutar de un agradable y bello paseo por el llamado Chemin de la Corniche (Camino de la Cornisa), un trazado que, a modo de balcón –algunos dicen que es el más hermoso de toda Europa–, serpentea por las antiguas murallas de la ciudad y permite disfrutar desde lo alto de las vistas del Grund. Precisamente, fueron también los españoles quienes, en 1632, iniciaron la construcción de la corniche, afianzando así las murallas que protegían la capital del Gran Ducado. Hoy en día el Grund está repleto de casitas bajas y barrios residenciales, y por la noche sus bares y restaurantes ofrecen un ambiente animado que atrae a los turistas. Sin embargo, en siglos pasados acogió también algunas construcciones españolas de carácter militar. Una de ellas es el llamado Reducto del Rham, antiguamente ubicado en la calle que hoy lleva su nombre, donde los ingenieros y militares hispanos levantaron varias defensas militares que más tarde se apropiarían los franceses para construir algunos cuarteles. Muy cerca de allí, en la calle Münster, se conservan los restos del antiguo hospicio de Saint-Jean. En uno de sus arcos ciegos de medio punto, sobresalen tres escudos con siglos de antigüedad. Uno de ellos, situado en lo alto del arco, no es otro que el escudo de España, rematado con la corona real.
En 1713, ya con el primer rey borbón –Felipe V– en el trono de España, Luxemburgo dijo definitivamente adiós a su vinculación con nuestro país pues, en virtud del Tratado de Utrecht, quedó en manos de la rama austríaca de los Habsburgo. Tres siglos más tarde, en pleno siglo XXI, la capital del Gran Ducado de Luxemburgo conserva todavía el recuerdo de nuestro paso por aquellas tierras tan diferentes a nuestra piel de toro. También se sigue hablando español en sus calles, aunque ya no son las voces de las curtidas tropas que lucharon en los campos de batalla de medio continente, sino las charlas animadas y divertidas de turistas, estudiantes y funcionarios de las instituciones europeas. Y es que, no hay duda, la de hoy es una Europa muy diferente a la de aquellos días…