La muerte del Che
Se cumple medio siglo de la ejecución de Ernesto Guevara en una aldea boliviana, y veinte años del hallazgo de sus restos en la fosa común donde había sido enterrado en secreto.
Se cumplen 50 años de la ejecución del líder guerrillero y 20 del hallazgo de sus restos.
Al despuntar el día, la bruma que parece sujeta a los árboles se disipa y permite ver a los soldados en la cresta de la montaña. Estrechan el cerco sobre la guerrilla, atrapada en la quebrada del Yuro, una lengua de tierra en pendiente con escasa vegetación para ocultarse. La única opción es aguardar a que caiga la noche para escapar. Demasiado tiempo para permanecer sin ser descubiertos, piensa Guevara, que organiza a los diecisiete hombres extenuados de su exigua tropa. Desde que, en marzo, su campamento fue descubierto, han vagado por la selva abriéndose camino a golpe de machete, y, a pesar de plantar cara al Ejército, sus efectivos no han parado de menguar. El combate inevitable se entabla al mediodía del 8 de octubre de 1967. La lucha desigual hace estragos en la guerrilla. Después de dos horas de fuego intenso, Guevara ha recibido un balazo en la pierna y otro ha inutilizado su arma. Herido y sin poder luchar, intenta ascender por la quebrada con la ayuda de un compañero, Simeón Cuba, cuando dos soldados les salen al paso encañonándolos.
La ejecución
La noticia de la captura salta de la quebrada del Yuro al puesto de mando del Ejército, en Vallegrande, una pequeña ciudad al sur de Bolivia, que vivía aletargada hasta que comenzó la caza del Che. Desde hace meses es un hervidero de militares y periodistas, y sus habitantes se han acostumbrado al macabro goteo de cadáveres. De Vallegrande la noticia vuela hacia La Paz, mientras los prisioneros son conducidos al poblado más próximo a la zona de guerra, La Higuera.
La aldea que recibe al Che resume la pobreza contra la que había decidido combatir desde que dejó su Argentina natal. Es un villorrio miserable con calles de tierra y casas de adobe donde malvive un centenar de almas. Semanas antes de ser apresado, Guevara había confesado en su diario que era una piltrafa. Ese es su aspecto a ojos de quienes lo ven entrar en La Higuera maniatado y herido, el pelo enmarañado y mugriento, con el uniforme hecho jirones y casi descalzo. Ninguno de los campesinos que lo observa creería que la firma de ese pordiosero aparece estampada en los billetes de Cuba, ni que haya sido el ministro que mantuvo a flote la industria de la isla a pesar del bloqueo de Estados Unidos ni, mucho menos, que fuera capaz de curar la pobreza de Bolivia a golpe de guerrilla. Cae la noche cuando encierran a los prisioneros en la escuela del pueblo. Poco después llega a Vallegrande el mensaje cifrado con la condena a muerte del Che. La orden proviene del presidente boliviano René Barrientos, pero ¿la ha tomado él? Los especialistas divergen sobre la cuestión. Algunos lo señalan como único responsable de la ejecución, mientras que la historiografía cubana culpa a Washing
ton de haberlo convencido a través de su embajador en La Paz, con el argumento de que mostrar al Che muerto en combate sería un duro revés para la subversión internacional y la Revolución Cubana. En cualquier caso, bolivianos y norteamericanos habían trabajado conjuntamente, sobre todo desde que los primeros, incapaces de combatir la guerrilla, pidieron ayuda a Washington. El envío de material e instructores se multiplicó a partir de abril, al confirmarse la presencia de Guevara en el país. A la persecución también se sumó la CIA, que no iba a quedarse de brazos cruzados mientras el Che creaba un foco guerrillero que alentase la revolución continental e hiciese realidad su consigna de “crear dos, tres, muchos Vietnam”.
En las primeras horas de la mañana del 9 de octubre, un helicóptero traslada a La Higuera al capitán Félix Rodríguez. Viste uniforme boliviano, pero es un agente de
SUENAN DETONACIONES EN EL CUARTO CONTIGUO AL QUE OCUPA GUEVARA. EL CHE COMPRENDE LO QUE VA A SUCEDER
la CIA de origen cubano con un largo historial de acciones contra la isla. Cuando le ofrecieron la posibilidad de unirse a la caza del Che no lo dudó un instante. Ha llegado con un equipo para fotografiar la documentación incautada a Guevara, entre la que destaca su diario de campaña. El resto de sus pocas pertenencias (reloj, pistola, daga y dinero) ya se las han repartido los militares; sin embargo, Rodríguez, que conoce el destino del prisionero, obtiene un botín distinto: aparecer en la última imagen del Che con vida. Al mediodía se piden voluntarios para las ejecuciones. El sargento Mario Terán tiene el encargo de matar al Che y disparar por debajo del cuello para simular heridas de combate. Al poco resuenan detonaciones en el cuarto contiguo al que ocupa Guevara. Han acribillado a Simeón Cuba. El Che comprende lo que va suceder y se incorpora al ver a su verdugo en el umbral. Terán evita mirarle a los ojos y agarra con fuerza la carabina para escupir una prime ra ráfaga que dobla las piernas de Guevara. La segunda hiere el brazo y el tórax del Che, que se desangra en silencio. Dos soldados que esperaban afuera entran y disparan sobre el moribundo. También Félix Rodríguez, según ciertas versiones, está entre los que rematan al guerrillero.
El ultraje y la desaparición
La noticia de la muerte del Che llega a Vallegrande antes que su cadáver. Eso explica la cantidad de periodistas y curiosos en el pequeño campo de aviación, a la espera del helicóptero que vuela desde La Higuera con el cuerpo del guerrillero amarrado a un patín. Del aeródromo es tras ladado en ambulancia al hospital de la ciudad. Los militares en ningún momento se separan del cadáver, ni cuando ordenan a dos enfermeras que lo acicalen para exhibirlo. Las mujeres lo bañan para eliminar la sangre, limpian las heridas, desenredan la barba, peinan la melena casi rojiza del Che y lo visten con un pijama del hospital, pero los militares quieren mostrar el cadáver con el torso desnudo para que sean bien visibles las heridas del supuesto combate en que ha muerto. Poco después comienza la exhibición del cuerpo, que ha de servir para demostrar al mundo la derrota y aniquilación del Che y su guerrilla. El cadáver descansa sobre una
pila en el lavadero del hospital, con la cabeza levemente inclinada hacia delante, la boca entornada y los ojos bien abiertos, como si el muerto quisiera ser testigo de todo lo que pasa a su alrededor: de las explicaciones que los militares dan a la prensa señalando los orificios de su cuerpo, del trabajo de los fotógrafos que lo retratan para dar fe de que ya es inmortal, de la curiosidad morbosa de los que por primera vez lo ven, de los que le lloran porque alguien les ha dicho que vino a luchar a Bolivia para que no fuesen tan pobres, de los que le rezan y pronto creerán en san Ernesto de La Higuera. El Che recibirá visita en esa morgue improvisada hasta el día siguiente, en que desaparecerá. La versión oficial sobre la muerte de Guevara genera dudas desde el momento de la exposición del cadáver, y se acentúan a medida que se van conociendo testimonios de quienes lo vieron tras su captura. Los datos que aporta la autopsia acaban de echar por tierra el relato de los militares. Un cuerpo con nueve impactos de bala (dos en el tórax y otro en la garganta) nun ca hubiera podido recorrer a pie el largo camino que separa la quebrada del Yuro de La Higuera ni, menos todavía, haber hablado con sus captores. La ejecución extrajudicial que la cúpula militar quiere ocultar con su mentira transforma la significación del cuerpo que exhiben como un trofeo de guerra. Ya no es el del invasor muerto en combate, sino el del mártir asesinado. Y el espectáculo que debía mostrar la derrota y el fracaso militar incuestionables de Guevara no hará otra cosa que engrandecer su mito. En Argentina, el presidente Onganía se niega a que los restos de Guevara, de ser cierta su muerte, reciban sepultura en el país. No quiere un lugar de culto a la memoria del guerrillero. Menos lo quieren en Bolivia, decididos a hacer desaparecer cuanto antes un cuerpo que incomoda. Pero antes se necesitan pruebas irrefutables de su identidad. La cúpula militar discute la posibilidad de embalsamar ca
ONGANÍA, EL PRESIDENTE ARGENTINO, SE NIEGA A QUE LOS RESTOS DE GUEVARA RECIBAN SEPULTURA EN EL PAÍS
beza y manos a la espera de una identificación concluyente, pero la idea de la decapitación no es compartida por todos los mandos. Hay quienes aducen sus creencias católicas para negarse, mientras que otros advierten de la pésima imagen que con semejante práctica proyectaría el Ejército. Sin embargo, no hay oposición a la amputación de las manos. En la noche del 10 de octubre, el cuerpo del Che está en la mesa de operaciones para someterse a ese ultraje póstumo, completamente innecesario, porque el día anterior se habían tomado las huellas dactilares. En la misma sesión se realiza una mascarilla, una chapuza que desfigura el rostro, porque el material empleado no es el idóneo y, al separar la máscara, se arrancan las cejas, parte de la barba y trozos de piel.
En la madrugada del 11 de octubre ha llegado la hora de hacer desaparecer el cuerpo. Del hospital ha sido transferido a un cuartel cercano, donde se han previsto
cuatro tanques de combustible para la incineración. Sin embargo, los médicos del hospital han advertido que, sin un horno crematorio –y en Vallegrande no hay ninguno–, la incineración será un proceso muy lento, y el olor que provoque no pasará inadvertido en la ciudad, donde hay cientos de periodistas a la caza de cualquier primicia sobre el Che. Ante tales circunstancias, y con el amanecer como amenaza, la solución que se impone es un entierro clandestino, rápido y en el máximo secreto. Por fortuna para los militares, en el mismo cuartel se están haciendo unas obras. Junto a la pista de aviación hay una zanja abierta donde arrojan al Che y a otros seis guerrilleros para que una excavadora los sepulte.
En la mañana de ese día, Roberto Guevara, hermano del Che, llega a Bolivia con la esperanza de identificar y reclamar su cuerpo. Es un viaje en vano. Se entrevista con diferentes militares que contradicen sus versiones sobre el destino de los restos. Contradicciones que se hacen públicas y alimentan rumores que sitúan el cadáver en una base norteamericana en Panamá o hablan del esparcimiento de las cenizas desde un helicóptero sobre la selva.
El viaje de las manos del Che
Desde el momento de la captura del Che, las autoridades bolivianas han solicitado la colaboración argentina para su identificación, porque en aquel país se conserva un registro con sus huellas. El 12 de octubre se desplaza a Bolivia un equipo de peritos dactiloscópicos de la policía argentina, que ha viajado sin saber que el cuerpo ya ha sido enterrado. Dos días más tarde, el equipo aguarda en una sala del cuartel general del Ejército para iniciar su trabajo, cuando el jefe de la inteligencia boliviana, Roberto Quintanilla, aparece con un paquete envuelto en papel de periódico, una lata de pintura que desprende un fuerte olor a formol. Los argentinos no pueden disimular su estupor al descubrir que el cuerpo del Che ha sido mutilado. Sin embargo, la sorpresa no detiene su misión, y enseguida comprueban que la identificación se demorará más de lo previsto. Las yemas de los dedos han perdido depresiones y surcos, probablemente a causa de la extrema dureza de la vida del Che en la selva, lo que dificultará un cotejo inmediato
de las huellas con la ficha dactiloscópica que han traído consigo. Paralelamente, se realiza un estudio grafológico del diario del Che. Después de ocho horas, los expertos argentinos certifican que las manos sin cuerpo y la letra del cuaderno pertenecen a Ernesto Guevara.
Las manos son el último resto visible del enemigo derrotado, y Barrientos ordena que pasen a Antonio Arguedas, su hombre de confianza y ministro del Interior, para que se deshaga de ellas. Arguedas merece un thriller de espionaje. Personaje enigmático y contradictorio, miembro de un gobierno militar presidido por un golpista del que es amigo íntimo, no dejará, sin embargo, de simpatizar con la izquierda en la que militó de joven, aunque sea implacable en la persecución de la guerrilla y sus seguidores, dentro y fuera de la selva. Este agente de la CIA, que probablemente trabajará después para los cubanos, contraviene la orden de su presidente y oculta las manos y la máscara mortuoria del Che. Ambas reliquias, depositadas en una urna cubierta con las banderas de Cuba y Bolivia, las esconde en un zulo bajo su dormitorio. En 1969, y de espaldas al gobierno del que ya no forma parte, Arguedas decide que ha llegado la hora de que manos y masca rilla regresen a Cuba. Encarga la misión a un amigo de juventud, Víctor Zannier, el mismo emisario que el año anterior hizo llegar a la isla un disco de vinilo que escondía una copia fotográfica del diario del Che. Las sospechas que pueda levantar un disco de música en la hipotética revisión de equipaje en un aeropuerto no son comparables a las de un envase de cristal con un líquido verdoso en el que flotan dos manos cercenadas que parecen rezar. Así pues, para el viaje se optará por la seguridad de la valija diplomática. Al intrincado operativo de la misión de suman miembros del Partido Comunista Boliviano, funcionarios de embajadas de países de la Europa oriental y correos con inmunidad diplomática. A finales de 1969, y después de un largo periplo, las manos del Che recalan en su penúltima etapa: Moscú. Antes de enfilar rumbo a La Habana no es descartable que hayan sido analizadas para que los jerarcas del Kremlin tengan la garantía de que Guevara no volverá a poner en peligro su política de coexistencia pacífica con Washington.
En los primeros días de 1970, Zannier entrega a Fidel Castro un maletín con el frasco que contiene las manos y la máscara mortuoria de su más valeroso comandante. Meses después, el 26 de julio, en el
EL MINISTRO DEL INTERIOR DE BOLIVIA CONTRAVIENE LA ORDEN Y GUARDA LAS MANOS Y LA MÁSCARA DEL CHE
acto conmemorativo del asalto al cuartel Moncada, y ante un millón de personas reunidas en la plaza de la Revolución de La Habana, da a conocer la noticia. Está resuelto a exponerlas para que el pueblo cubano las contemple y rinda homenaje al Che, pero la duda sobre la mejor manera de exhibir aquellos restos sin convertirlos en objeto de veneración religiosa pospone para siempre la iniciativa. A día de hoy, su paradero se desconoce.
Resurrección y retorno
El Ejército mantuvo la versión de que el Che había sido incinerado hasta noviem
bre de 1995, cuando Mario Vargas Salinas, el militar responsable de hacer desaparecer su cuerpo, reveló a The New York Times que el guerrillero fue enterrado bajo la pista del antiguo campo de aviación de Vallegrande. Poco después, el gobierno boliviano autorizó su búsqueda, y un equipo multidisciplinar de científicos argentinos y cubanos comenzó a trabajar sobre el terreno. El 28 de junio de 1997 se localizó una fosa común con siete esqueletos, uno de ellos sin manos, y a la semana siguiente se confirmó la identificación de los restos del Che y de sus seis compañeros. El 12 de julio regresaron a Cuba, donde los recibió Fidel Castro. El Che volvía a una isla muy distinta a la que dejó. Más aislada que nunca, inmersa en una penuria económica sin precedentes tras la desaparición de la Unión Soviética y afrontando un bloqueo que Washington recrudecía, convencido de precipitar así el fin del socialismo cubano. En ese contexto de crisis e incertidumbre, la resurrección del Che en Bolivia venía al rescate de la revolución. Así lo entendió la dirección del país, que aprovechó las fechas clave que se sucedieron tras su retorno para iniciar un rearme moral de la población, reavivando el ejemplo de sacrificio y coraje que representaba Guevara. El “Guerrillero Heroico”, como se le conoce en la isla, había vuelto en la víspera de las celebraciones del 26 de julio, hito fundacional de la revolución, poco antes del V Congreso del Partido Comunista y en el mismo año que se cumpliría el 30 aniversario de su ejecución. Hubo quienes quisieron ver en aquella coincidencia la prueba de que todo había sido una maniobra política de Castro para sostener un edificio que se tambaleaba. Los restos de Ernesto Guevara fueron enterrados de nuevo el 17 de octubre, después de días de homenajes multitudinarios en La Habana y de un recorrido triunfal a lo largo de los 300 kilómetros que separan la capital de Santa Clara, la ciudad donde libró la batalla que selló la victoria en la guerra contra Batista, en 1958. En un mausoleo que simula una cueva guerrillera, el Che reposa junto a sus compañeros de Bolivia, y una llama eterna ilumina sus pequeños nichos.