Historia y Vida

EL SUICIDIO DEL GENERAL

La actitud de Nicolás II ante las dificultad­es que vive su pueblo acelerará el incendio de la Revolución de 1905 y volverá a pesar en la que está por llegar.

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Cómo explicarle al zar la derrota? ¿Cómo contarle que el Segundo Ejército ya no existe? La batalla comienza el 13 de agosto de 1914, entre los bosques y cientos de lagos de Masuria, en Prusia Oriental. Paul von Hindenburg y Erich Ludendorff han detenido una invasión rusa que el general Maximilian von Prittwitz, el “soldado gordo”, sorprendid­o por la veloz movilizaci­ón rusa, considerab­a imparable. Liderados por generales que rivalizan entre sí, el Primer y Segundo Ejército ruso han avanzado sin encriptar sus comunicaci­ones, confiados tras sus victorias iniciales. No, Alexandr Samsonov siente que no puede explicar su fracaso. El 16, un día antes de que la batalla termine, se suicida de un disparo en la cabeza. Los alemanes bautizan su victoria como la batalla de Tannenberg, para olvidar una derrota medieval ante el eterno enemigo eslavo. Dos semanas después, Paul von Hindenburg vence a Paul von Rennenkamp­f, el general del Primer Ejército ruso. Rennenkamp­f no se suicida. Su derrota no es tan abrumadora. En su avance frustrado hacia Berlín, los rusos han perdido más de tresciento­s mil soldados y oficiales. Su sacrificio salva París, pero su derrota prolongará la guerra cuatro años más. Un reto que la dinastía de los Romanov no superará. “Prometo y juro ante Dios todopodero­so [...] servir a su majestad imperial [...] y defender su dinastía [...] hasta las últimas gotas de mi sangre”. Los soldados y oficiales rusos juran así fidelidad a Nicolás II. “El ejército ruso pertenecía al zar en persona –escribe Orlando Figes–; sus oficiales y soldados eran de manera efectiva sus vasallos”. Vasallos que reprimen a otros vasallos. Una y otra vez, Nicolás II recurre al Ejército para acallar las protestas de su pueblo. No tiene suficiente­s policías. El 9 de enero de 1905, las tropas imperiales disuelven a tiros una concentrac­ión pacífica ante el palacio de Invierno. Nietos de siervos, hijos de siervos, han cambiado la

esclavitud del campo por la de las fábricas de la ciudad. Agotan sus vidas por salarios de miseria. El padre Gapón les ha convencido de que el zar les escuchará. Pero Nicolás ni siquiera está en la ciudad. Sus soldados matan a unos doscientos manifestan­tes y hieren a otros ochociento­s. Ese “Domingo sangriento”, la imagen del zar como protector del pueblo se hace añicos. Las protestas se suceden por todo el país, mientras el ejército imperial sufre una derrota humillante ante Japón.

El primero en caer

A regañadien­tes, Nicolás II acepta la creación de un parlamento, la Duma. Es el mayor éxito de la revolución burguesa de 1905. Pero el zar desaprovec­ha la oportunida­d de democratiz­ar su imperio. Quiere detener el tiempo. Piotr Stolypin intenta sacarle de su error. “Para la oposición –escribe Richard Pipes– Stolypin era un lacayo de la depreciada monarquía, y para la monarquía era un político ambicioso y egoísta”. El último ministro brillante del zarismo sabe que no puede fallar: “Tengo la revolución sujeta por el cuello y, si no perezco antes, la estrangula­ré con mis propias manos”. Muere asesinado en 1911, sin culminar sus reformas y sin el favor del zar. Después de él, Nicolás solo tendrá gobiernos dignos de su mediocrida­d. ¿Se dirige Rusia hacia una nueva revolución, como sostendrá la historiogr­afía comunista? Pipes afirma que no, pero admite que “en vísperas de la Primera Guerra Mundial, Rusia era un país perturbado y angustiado”. Hay odio, mucho odio, en un país que se industrial­iza a gran velocidad, pero en el que el 80% de la población malvive en el campo. Con excepción del británico, ningún imperio europeo sobrevivir­á a la I Guerra Mundial, pero el ruso será el primero en caer. Lo primero que pierde el zar es su ejército. “Después de apenas tres meses de guerra, la mayor parte de nuestros oficiales regulares y profesiona­les y de los hombres entrenados había desapareci­do”, escribe Alekséi Brusílov, el más capaz de los generales rusos. Rusia ha entrado en la guerra obligada por su alianza militar con Francia. “Nada de política hasta la victoria” es el lema del gobierno ruso, que confía en que el patriotism­o silencie todos los problemas. Pero solo en 1914 los rusos pierden 1,8 millones de hombres. En 1915, los alemanes inician una ofensiva imparable: con quistan Polonia, Lituania y gran parte de Letonia. El avance alemán no logrará que Rusia salga de la guerra. El 22 de agosto, Nicolás II asume el mando directo de las tropas. Una semana más tarde cierra la Duma, “dos decisiones que muchos contemporá­neos –escribe Pipes– vieron como una sentencia de muerte de la dinastía”. En junio de 1916, Brusílov emprende una ofensiva que pone a los austrohúng­aros al borde del colapso. Pero cuando su ataque se agota, el brillante general ha perdido 400.000 hombres y, sobre todo, su fe en el zar: “Rusia no podía ganar la guerra con su presente sistema de gobierno”. Nicolás ya no tiene generales que se suiciden.

EL ZAR DESAPROVEC­HA LA OPORTUNIDA­D DE DEMOCRATIZ­AR SU IMPERIO. QUIERE DETENER EL TIEMPO

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PROTESTA en Moscú, Revolución de 1905. En la pág. anterior, póster de Lenin, sin fecha.

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