Lo que queda después
El lunes, Montserrat Roig habría cumplido 70 años. Murió con 45. Entonces Rosa Montero tenía 40, y le pareció que, aunque prematuramente, se había ido con la vida hecha: tenía más de una decena de libros publicados, premios, dos hijos. A sus 65, Montero ya no lo ve así. Recuerda que, como apuntaba la poeta Marta Pessarrodona, si Mercè Rodoreda hubiera muerto a aquella edad, no habría escrito sus obras más importantes. “¿Cuántas obras de Roig nos ha robado el destino?”, se pregunta en el Col·legi de Periodistes durante el homenaje 45
anys de vida, 25 anys de llegat.
El legado de Roig ha reunido a viejas amigas, compañeras de aventuras, lectoras, admiradoras, discípulas. No es un femenino genérico. Es que en el público, salvo algún cronista, algún cámara y el técnico de sonido –que resopla cada vez que falla un micro–, la mayoría son mujeres: Rosa Torán de la Amical de Mauthausen, la ingeniera industrial Laura Tremosa, Núria Ribó, la escritora Maria Barbal.
Hay tanta gente, que se ha habilitado una segunda sala para seguir el acto. Lo conduce M. Àngels Cabré. Dice: “¿Por qué este año nos acordamos de Ramon Llull, y no de Roig, Maria Aurèlia Capmany o Simone de Beauvoir?”. La directora de la Institució de les Lletres Catalanes, Laura Borràs, se pierde esta reivindicación porque llega con minutos de retraso, que enmienda con seis tuits en tiempo récord.
En cualquier caso, Roger Sempere no echa en falta la atención de las instituciones: es el entusiasmo de las personas lo que mantiene vivo el legado de su madre. Betsabé Garcia acaba de publicar la exhaustiva biografía Con
otros ojos en Roca Editorial, por ejemplo. Y Neus Ràfols, de la Associació de Dones Periodistes, destaca la “profunda mirada de género” de Roig, aún necesaria. Roig y Montero tenían mucho en común: estudiaron teatro, amaron el periodismo y su pasión era la literatura. Una era M.R. y la otra, R.M. En la fila cero hay otra M.R., Marina Rosell, que le dedica una canción.
La recuerdan la fotógrafa Pilar Aymerich, la periodista Montserrat Minobis, la decana Neus Bonet. Enric Bastardas cuenta que, de pequeños, sus hermanas les hacían rabiar diciendo que eran novios. Y hablan las hermanas. Carmina rememora cómo Montserrat mojaba el cepillo de dientes antes de poner el dentífrico, se peleaban por la ropa. “¿Ahora pensaría diferente a mí o igual? Me gusta pensar que pensaríamos igual”. Y Maria Rosa: “Si hubiera podido ser como ella, escribir como ella, sería feliz. De todos modos, soy feliz”.
Manuel murió con 30 años. Se colgó de un árbol, en el colegio Sant Ignasi, una hora antes de la graduación de Laura, la hermana de Cristian Segura. Y así arranca
La sombra del ombú. Relato de un suicidio (Lectio), investigación que huye de lo escabroso para centrarse en la gran pregunta que nadie sabe responder: ¿por qué? Se la hizo Félix Romeo en Amarillo, después de que Chusé Izuel saltara por el balcón del piso que compartían. En Los suicidas, Antonio Di Benedetto cuestiona si la tendencia es hereditaria. Segura habla con familiares, amigos, trabajadores del metro, profesionales, especialistas, indaga en libros y artículos. El resultado es un reportaje “al estilo Carrère”, según el autor, donde el yo y su ansiedad –ese “susurro de la muerte”, apunta– también tienen su papel.
“No es un libro amable, es durillo”, advierte la doctora en psiquiatría Rosa Sender en la Altaïr. Entre el público están Sergi Pàmies, Lluís Permanyer, Joan Safont, Martí Sales, Juan José López Burniol. Quienes se quitan la vida dejan pistas que nadie vio, y eso hace que sus allegados se sientan culpables. “Tal vez, si se hablara del tema, aprenderíamos a detectarlas”, dice Segura. Pero el tema no sólo es tabú para religiones y sociedades; los medios evitan tratarlo por el riesgo de contagio o imitación. Estas sombras le añaden más oscuridad, si cabe, al abismo. Sólo hay cincuenta y cuatro ombúes en Barcelona. ¿Por qué lo eligió Manuel? El ombú también recibe el nombre de bellasombra.
Legados y pistas que los demás pueden seguir, eso es lo que queda. Y la nostalgia traza un mapa capaz de perderte en los caminos que no seguiste. Algo hay de este rastro en Mujer bajando una escalera, de Bernhard Schlink, novela publicada por Anagrama y que Miquel Molina presenta en la Biblioteca Jaume Fuster. ¿Puede una pintura ser más sensual que las fotografías o que la propia realidad? El autor de El lector cuenta esta vez la historia de una fascinación, la de tres hombres por un cuadro. La lucha por conseguirlo es en realidad una lucha para conseguir a la mujer que aparece en él, desnuda; así, la convierten en un objeto del que creen que pueden disponer. Ella se libera como objeto atrapado.
Además de escritor, Schlink es jurista. Su protagonista es abogado y el libro plantea a quién pertenecen las obras de arte. ¿Al propietario que la adquirió, al público, a su autor, al gobierno que la protege? Inesperada o voluntaria, prematura o no, la muerte siempre deja la vida a medias. ¿De quién es lo que queda después?
M. Àngels Cabré: “¿Por qué nos acordamos de Ramon Llull, y no de Roig, Capmany o Simone de Beauvoir?”