Vidas de dos superhombres
MICHAEL Phelps y Usain Bolt son los superhombres de estos JJ.OO. Por llevar el cuerpo a límites asombrosos, sus nombres se inscribirán con letras de oro en los anales del deporte. Sus hazañas en la piscina o la pista culminan unas vidas destinadas a transcurrir anodinas. Eso les convierte en ídolos. Una fascinante progresión de lo ordinario a lo excepcional.
Phelps y Bolt han alcanzado la cumbre con tenaz dedicación. Pero su forma de encarar la realidad lejos de las pruebas representa dos caminos distintos de afrontar la vida. Phelps encarna una parábola moral. La suya no es la típica historia del chaval rescatado por el deporte de las garras de la pobreza o la emboscada de la delincuencia. Descubrimos en Pekín sus marcas y su físico imponente, pero justo cuando tocaba el cielo, le vimos desplomarse y sucumbir al alcoholismo. Es el ave fénix lo que nos cautiva. ¿Cómo resurgió del abismo? Dicen que el secreto ha sido el equilibrio que le aportan su esposa y su bebé. La historia del joven descarriado que se redime a través de las virtudes familiares es una motivación más noble que el malévolo influjo de la fama o la caricia de la adulación. Bolt, en cambio, cautiva por su aparente despreocupación. Aunque llegar al Olimpo desde una aldea de Jamaica sea más arduo que desde una ciudad media norteamericana, no hay moralina en el velocista. A Bolt le gusta divertirse o zampar nuggets en McDonald’s, a despecho de los sacrificios de los deportistas de elite. “Gozar la vida, para eso estamos en el mundo”, proclama. Irresistible.
Sólo trascienden unos pocos. Nadia Comaneci fue el primer diez. Pero su conmovedora historia transformó la perfección gimnástica en leyenda. Bolt y Phelps nacieron con dotes a las que añadieron esfuerzo y escaparon de un tedioso destino. Son superhombres, pero nos seducen sus existencias como simples mortales fuera de la competición, fisgonear cómo fue que se convirtieron en mitos.