La mano invisible
Alfredo Pastor reflexiona sobre valores y economía: “El mercado, como toda institución, ha de tener un propósito, inspirado en lo que una comunidad considera que da sentido a su existencia. Institución eficacísima para la organización de la actividad económica, el mercado está encuadrado en principios que dictan cuál ha de ser el propósito de esa actividad”.
Contra toda evidencia han logrado convencernos de que el Sol no sale por el este y se pone por el oeste: es la Tierra la que da vueltas a su alrededor, partícula infinitesimal en un universo democrático donde nadie es más que nadie, que se mueve quién sabe hacia dónde o hasta cuándo. Huérfana nuestra cabeza de certidumbres nos quedaban los pies: mantenerlos en el suelo es aún hoy el compendio de la sabiduría popular. Pero ahora sabemos que ese suelo se mueve, que flota sobre el magma como una galleta puesta en una cazuela de mermelada hirviendo. En nuestro interior, que nos vemos forzados a afrontar por esa famosa desconexión del verano, el vértigo se apodera de nosotros.
En un plano más prosaico, pero no más tranquilizador, observamos que las perspectivas que se ofrecen a las clases medias de los países más ricos –a nosotros– son un tanto desoladoras. Las últimas décadas de crecimiento global han pasado sin que nuestra situación –aunque envidiable comparada con la de dos tercios de la población mundial–haya mejorado en lo más mínimo. Ahora el economista chino Richard Koo (gracias, Marcel Coderch) nos obsequia con un resumen de los últimos cien años: una carrera en la que el camino hacia la prosperidad de un país –Estados Unidos primero, después Europa, luego Japón– se trunca por la entrada en escena de otro más barato –Japón primero, luego los tigres asiáticos, ahora China–. Entre bambalinas esperan hacer su entrada en escena las tres cuartas partes de la humanidad, que parecen poner por una eternidad un techo a nuestras aspiraciones. El panorama es una mediocridad de la que sólo escapan los primeros de la clase, entre personas como entre países: aquellos que se mantienen, como se dice, a la cabeza de la innovación. ¿Será este nuestro mundo? Seamos modestos: no lo sabemos; sí sabemos que, si no nos gusta, algo podemos hacer por cambiarlo.
¡Pero si esta es la lógica del mercado! Frase favorita tanto de quienes proponen acatar esa lógica como de los que pretenden sustituir el mercado por otra cosa, pero que no por repetida deja de ser una estupidez. El mercado, como toda institución, ha de tener un propósito, inspirado en lo que una comunidad considera que da sentido a su existencia. Institución eficacísima para la organización de la actividad económica, el mercado está encuadrado en principios que dictan cuál ha de ser el propósito de esa actividad. Con el tiempo hemos ido concediendo la primacía entre esos principios al enriquecimiento individual y a la ambición económica, entre las muchas energías de que cada persona dispone: el mercado que hoy tenemos es el resultado. Por eso mismo un buen mercado, instrumento utilísimo para contribuir a una sociedad mejor, será, en último término, el resultado de un cambio en nuestra forma de pensar. Un cambio posible, pero que lleva mucho tiempo. Mientras tanto, la labor del buen político y la de todo ciudadano es crear un entorno propicio para que prospere ese cambio de forma de pensar; tarea hercúlea, pero no ilusoria.
Para ir recorriendo con éxito ese camino, España, nuestra invertebrada España, posee algunas grandes cualidades. El valentón o el bandolero Roque Guinart cervantinos, el pícaro de Le Sage –que hoy trabajaría quizá en Goldman Sachs–, el cura del trabuco, son caricaturas, y como tal deben ser tomadas. Con nuestros grandes defectos, que no cesa uno de echar en cara a los demás, somos gente compasiva, aunque los toros puedan pensar de otro modo, y modesta: aún subsiste entre nosotros la creencia en la buena y la mala suerte, no todos piensan que lo que tienen lo han ganado a pulso y no se lo deben a nadie, o que la propiedad es un derecho sagrado por encima de cualquier otro. Nuestras divisiones son en parte fruto de una conciencia de comunidad quizá demasiado local, hasta tribal, de la que nacen algunos de nuestros males; no hemos ensanchado esa conciencia hasta que nos incluyera a todos, pero tampoco hemos sublimado el sentimiento de comunidad hasta llegar al concepto, más abstracto, del ciudadano anónimo. Somos, todavía, gente acogedora, y todas esas son cualidades inestimables. Es cierto que fuera de aquí no suele tener España un gran cartel, en parte por nuestra culpa, porque somos los primeros autores de nuestra leyenda negra; pero los españoles sí solemos ser apreciados. En resumen: aún conservamos algunos de los materiales con los que construir una buena sociedad. No debería ser necesario sacrificarlos en aras de la eficiencia.
Quizá haga falta una idea que dé unidad a ese conjunto y lo dirija hacia un buen objetivo. Donald Trump ha ganado unas primarias con el slogan “Devolvamos a Estados Unidos su grandeza”, ¿no podría alguien con el eslogan “Una España más humana” ganar unas terceras elecciones? Mientras eso quizá ocurra, aprovechemos el verano no para desconectar, como se dice, sino precisamente para lo contrario.
¿No podría alguien con el eslogan “Una España más humana” ganar unas terceras elecciones?