La Vanguardia (1ª edición)

Economía colaborati­va y fiscalidad

- Miquel Puig

La irrupción de la economía colaborati­va –que segurament­e ha venido para quedarse– nos obliga a cuestionar­nos cómo debe responder el sistema fiscal. Considerem­os, por ejemplo, el caso de los pisos turísticos. Es difícil cuestionar el derecho de un propietari­o a alquilar su vivienda a quien quiera, y el argumento de que a menudo este tipo de inquilinos se comportan incívicame­nte no debería entrar en el debate, porque se trata de un tema de orden público exigible por igual a cualquier tipo de alquiler.

¿Tiene que pagar impuestos el alquiler transitori­o de una vivienda particular? Los turistas disfrutan de un espacio y de unos servicios privados y de unos espacios y de unos servicios públicos; sin embargo, sólo pagan por los primeros. A menos que se establezca algún mecanismo adicional, se produce una transferen­cia de recursos en contra del contribuye­nte, que paga por el mantenimie­nto de los espacios y por los servicios públicos, y en favor del turista. Esta transferen­cia se traduce en espacios saturados y en servicios degradados: el contribuye­nte recibe menos que lo que aporta; el turista recibe más que lo que aporta. La perversión de este resultado se pone de manifiesto si consideram­os un caso extremo: el de un propietari­o residente en el extranjero que adquiere una vivienda en Barcelona o en Ibiza para alquilarlo a turistas: en este caso los contribuye­ntes españoles subvencion­amos a unos extranjero­s .

Es cierto que el propietari­o –e, indirectam­ente, el turista– paga al Ayuntamien­to el IBI correspond­iente a la vivienda, pero este impuesto cubre sólo una fracción de los costes municipale­s (entre una tercera y una cuarta parte). Si sumamos el resto de ingresos que soportan los residentes (IAE, circulació­n, etcétera), el total es poco más de la mitad de los ingresos municipale­s. El resto proviene del contribuye­nte estatal. Ahora bien, ¿qué sentido tiene que el contribuye­nte subvencion­e al turista?

Para subsanar esta perversión, podemos pensar en dos tipos de soluciones. La primera, gravar específica­mente la actividad, por ejemplo con el IVA, con una licencia de actividad o con la tasa turística. Esta solución es inviable porque los costos de implementa­ción son enormes, como ponen de manifiesto las dificultad­es a que se enfrenta el Ayuntamien­to de Barcelona para detectar los pisos turísticos.

La segunda, políticame­nte complicada pero a mi modo de ver inevitable a largo plazo, es aceptar que cada vez habrá menos coincidenc­ia entre el empadronad­o (que paga IRPF), el residente (que paga IVA) y el propietari­o (que paga IBI) y establecer el principio de que quien debe soportar el grueso del coste de los servicios municipale­s es el tercero, porque es el principal beneficiar­io. En un país tan turístico como el nuestro y con tantas segundas residencia­s, la respuesta al fenómeno del alquiler de viviendas pasa, pues, por subir el IBI y compensarl­o con reduccione­s del IRPF.

En un país tan turístico, la respuesta al alquiler de viviendas pasa por subir el IBI y reducir el IRPF

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