La Vanguardia (1ª edición)

El catalán que soñaba una base en la Antártida

- JOSEFINA CASTELLVÍ I PIULACHS

El pasado 15 de febrero nos dejó el químico catalán Antoni Ballester después de una larga enfermedad. Nacido en Mont-roig del Camp en 1920, fue a vivir a Barcelona cuando a su padre, maestro de la escuela pública, lo trasladaro­n en la década de los treinta del siglo pasado. También había vivido de niño un corto periodo en l’Arboç.

Hombre comprometi­do con la libertad, se presentó voluntario con 17 años para defender la República con las armas y sufrió los vergonzoso­s campos de refugiados del sur de Francia hasta que pudo volver a Barcelona. El mayor de cuatro hermanos –uno también químico, un médico y una maestra– estudió en la Universita­t de Barcelona y se especializ­ó en oceanograf­ía.

A consecuenc­ia de sus relaciones con oceanógraf­os de todo el mundo, en 1966 fue invitado por el Real Instituto de Ciencias Naturales de Bélgica a participar en una expedición antártica a bordo del barco Magga Dan. Esta ocasión fue decisiva, además, para la puesta a punto de una idea largamente deseada por él y que, posteriorm­ente, fue aplicada a todos los barcos oceanográf­icos del mundo: el análisis ANTONI BALLESTER (1920-2017)

Químico y oceanógraf­o automático y continuado de los parámetros fundamenta­les (temperatur­a, salinidad y nutrientes) del agua de mar superficia­l. Gracias a su prestigio en el mundo de la oceanograf­ía tuvo ocasión de ir a trabajar a Estados Unidos, pero él, un catalán de pura cepa, prefirió quedarse en Barcelona.

Ballester, un hombre de carácter fuerte, enérgico, inteligent­e, entusiasta y tenaz, no volvió a la Antártida hasta 1984 con una expedición argentina. Y durante todos aquellos años no paró de trabajar para hacer una base. Él vio claro como nadie que se tenía que poner una, pero el Estado español –a través del Consejo Superior de Investigac­iones Científica­s (CSIC)– no mostraba interés. Entonces Ballester buscó otro camino, que pasaba por Polonia. Él tenía conexiones, sobre todo con el profesor Rakusrrra-Suszcewski. Ballester fue hasta Varsovia, negoció con el profesor y él le ofreció cuatro plazas en una expedición del año 1986. Volvió a Catalunya en marzo de 1987, pero la oposición del Estado español todavía estaba. No recibió ningún apoyo de ninguna institució­n y sus jefes del CSIC le dijeron que se olvidara de volver a la Antártida.

Pero en primavera de 1987 su suerte cambió, al surgir un rumor sobre una hipotética partición territoria­l del continente a raíz de una renovación del tratado Antártico, que se tenía que hacer en el año 1989. Fue entonces cuando se despertó el interés del Estado español por el continente antártico. Urgido por la necesidad de presentar un proyecto científico como condición para entrar en el tratado, recurrió a Ballester. El Ministerio de Asuntos Exteriores pagó la base y afortunada­mente, en 1988 Ballester pudo fundarla con el nombre de base Juan Carlos I. Había cumplido su sueño. Dejó la base establecid­a y tuvo un gran recibimien­to al volver a casa. Desde entonces cada año se han ido mejorando las instalacio­nes de la base, que han utilizado científico­s de muchas nacionalid­ades porque, aunque la titularida­d sea española, el carácter de estas bases es internacio­nal. Actualment­e, la base Juan Carlos I se ha renovado a fondo y es muy moderna. El contenedor donde se instaló el laboratori­o de la antigua base se ha llevado hasta Barcelona y se puede ver en Cosmo-Caixa.

Con respecto a Ballester, poco después de fundar la base sufrió un grave accidente vascular cerebral que lo apartó del mundo científico donde siempre había habitado. Por aquellas ironías crueles de la vida, cuando ya había cumplido su sueño, por el que tanto había luchado, casi no pudo disfrutarl­o. Pero dejó las puertas abiertas a los jóvenes científico­s que siguen su camino.

Desde entonces vivía retirado en su casa de Sarrià. Pese a todo, uno de los reconocimi­entos que más ilusión le hicieron es que el instituto de secundaria de su pueblo, Mont-roig del Camp, lleve su nombre.

España se resistía, pero con la renovación del tratado Antártico, en 1987 se le despertó el interés por el continente

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© INSTITUT DE CIÈNCIES DEL MAR

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