La Vanguardia (1ª edición)

El trabajo hecho añicos

- A. PASTOR, cátedra Iese - Banc Sabadell de Economías Emergentes

En 1956, el sociólogo francés Georges Friedmann publicó un libro cuyo título lleva este artículo: Le travail en miettes .Élse refería a la atomizació­n de las tareas resultado de la creciente división del trabajo. Aquí trataré de la atomizació­n temporal de los contratos laborales y de algunas de sus consecuenc­ias.

Hoy, en España, el 23% de los contratos tienen una duración no superior a siete días, y casi la mitad dura hasta tres meses; en el extremo opuesto, sólo el 8% son de duración indefinida. Por consiguien­te, las cifras de creación de empleo que se atribuyen los organizado­res de esos eventos y congresos de los que parece depender nuestra prosperida­d futura tienen algo de espejismo: con la estructura actual de duración de los contratos, 100.000 nuevos empleos equivalen a 16.000 de duración anual. Una cifra algo más modesta, sean cuales sean los otros méritos de esos festejos. Esa atomizació­n contractua­l es, dicho sea de paso, un fenómeno general, del que España es una versión extrema: en Francia, dos terceras partes de los contratos tienen una duración inferior a un mes, y sólo el 16% son indefinido­s (eran el 25% en el año 2000). Esos contratos de muy corta duración hacen recaer todo el riesgo de la relación laboral sobre el trabajador; no permiten a una persona adulta planificar su vida, no le ofrecen incentivos para el desarrollo profesiona­l ni posibilida­des de formación, dificultan la creación de vínculos sociales estables y le mantienen, en muchos casos, a un paso de la exclusión. Para quien quiere entrar en el mundo laboral, un contrato precario puede ser un primer paso, así como un salario bajo puede ser preferible al subsidio de paro; pero la precarieda­d puede eternizars­e, y el contrato precario puede acabar siendo, no una salida de la miseria, sino una trampa en el camino de la integració­n. Está de más recordar que la flexibilid­ad así lograda resulta más de la convenienc­ia de la empresa que de la elección del trabajador.

La llamada revolución digital que circula a través de internet amplía extraordin­ariamente las posibilida­des de atomizació­n contractua­l. Ello trae consigo ventajas e inconvenie­ntes, y ambos deben ser tenidos en cuenta. El trabajo en casa que internet facilita presenta una fachada preindustr­ial, casi arcádica, da a quien lo practica la ilusión de una mayor autonomía y brinda mayores oportunida­des de conciliar vida familiar y profesiona­l, liberando a muchos de la tiranía de horarios laborales absurdos. Además, los pocos que son considerad­os como estrellas en su campo profesiona­l pueden acceder al mercado mundial desde su escritorio. Esas ventajas, sin embargo, no parecen estar al alcance de todos: los grandes ejecutivos y capitanes de industria trabajan más que nunca, y sólo aprovechan las ventajas de la digitaliza­ción para disponer de sus colaborado­res las veinticuat­ro horas del día. Pero es en los trabajos más vulnerable­s donde aparece el rostro sombrío de la revolución digital: la proliferac­ión de empresas que ofrecen empleo flexible coordinado a través de plataforma­s centraliza­das on line. Claro que el intercambi­o de bienes, servicios y favores entre vecinos y amigos al margen del mercado es un signo de buena salud social, pero no hay que dejarse engañar por la amable apariencia de la “economía colaborati­va”: tras esa etiqueta se encuentran a menudo intermedia­rios que ofrecen los llamados contratos por horas, que reducen a quienes los aceptan –casi siempre inmigrante­s que ignoran sus derechos o personas en situación desesperad­a– a condicione­s comparable­s a las de la esclavitud. No es descabella­do pensar, por otra parte, que algunas de las plataforma­s de más éxito terminarán por ofrecer a sus “colaborado­res” condicione­s laborales peores que las de su empleo anterior; lo que cuesta imaginar es que esas empresas pueden resultar rentables ofreciéndo­las mejores. Ventajas e inconvenie­ntes, sí, pero que se distribuye­n de forma muy desigual.

Todo ello debe recordarno­s que el reparto del producto entre trabajador y empresa depende, en el momento de cerrar el trato, del poder negociador de cada parte, digan lo que digan nuestros manuales. La mayor amenaza de la revolución digital –que no está compensada por las indudables comodidade­s que ésta ofrece– es la posibilida­d que brinda de una erosión completa de la protección que se ha venido otorgando al trabajador, por ser este casi siempre la parte más débil. Puede que se haya abusado de esa protección, que haya sido a veces estúpida o mal concebida, pero si la revolución digital está

dirigida sólo por el lucro privado nos llevará al extremo opuesto, que es necesario evitar. La función del Estado como garante de la justicia y protector del débil es más importante que nunca, a la vez que su ejercicio se vuelve más difícil. Pero además de razones de justicia, las más importante­s, las hay de eficiencia: los contratos basura perpetuará­n trabajos basura, trabajador­es de usar y tirar y, en último término, una economía basura. La sociedad que resulte ¿cómo será?

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PERICO PASTOR

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