La Vanguardia (1ª edición)

A favor de la casa común europea

- Xavier Mas de Xaxàs

Alas afueras de Moscú, en una dacha que hoy debe de estar bajo cero, Mijaíl Gorbachov apura su vida aferrado a los ideales reformista­s que en 1985 le llevaron a intentar salvar la URSS y, de paso, transforma­r también Europa.

Su idea de la casa común europea, desde el Atlántico hasta los Urales, era revolucion­aria, un nuevo modo de pensar el mundo que, lamentable­mente, sigue en el congelador de las utopías. Gorbachov hablaba del sentido común, de criterios humanos y universale­s, de un diálogo franco y sustancial entre las dos Europas, la oriental y la occidental. El presidente de la Unión Soviética defendía un realismo político que tal vez nadie entendía mejor que su amigo Michel Rocard, primer ministro de Francia, partidario también de una Europa capaz de unir a todos los países bajo un mismo paraguas de seguridad y prosperida­d.

Si se hubiera conseguido, es muy probable que esta gran Europa, sobre todo hoy que Trump ha puesto en jaque a la democracia estadounid­ense, lideraría el mundo y sería motor de cambio.

Para ello, la OTAN, una organizaci­ón militar creada con el único objetivo de contener a la URSS, debería haberse transforma­do en una alianza paneuropea. Al mismo tiempo, la Unión Europea debería haber mantenido una genuina relación comercial con Moscú. Su objetivo principal debería haber sido el bienestar del pueblo ruso, especialme­nte durante la dura crisis que siguió al colapso de la URSS en 1991. Bruselas, sin embargo, como tantas veces, se enredó con la nobleza de la democracia y la libertad, conceptos esenciales pero también abstractos, que no ayudaron a estabiliza­r Rusia.

La OTAN incorporó a los países del Pacto de Varsovia y la UE a muchos del antiguo Comecon. Gorbachov, que en 1986 había apostado por un mundo libre de armas nucleares y que en 1989 había permitido que el muro de Berlín cayera sin violencia, no entendía cómo era posible que Europa Oc- cidental sacara pecho en lugar de abrazar al oso ruso que surgía del frío. Pero nadie, y mucho menos los países del telón de acero, se fiaron de la benevolenc­ia de este nuevo oso ruso. La OTAN necesitaba un enemigo y en las capitales occidental­es se hablaba del triunfo definitivo de las democracia­s liberales y del fin de la historia.

Gorbachov había pedido ayuda para completar la perestroik­a y democratiz­ar la sociedad rusa, pero no la obtuvo, y en el fracaso de esta reforma, Europa Occidental encontró la excusa que buscaba para crecer sin contar con Moscú. Bruselas no entendió que sin Rusia nunca habría una Europa unida y que sin esta unidad la UE nunca sería una potencia mundial.

Al contrario, el hundimient­o de la URSS arrastró a Europa. Hubo guerra en los Balcanes y hay guerra, todavía hoy, en el este de Ucrania. Las armas vuelven a vigilar las fronteras europeas y los estados nación ganan peso, a pesar de que son un lastre. Durante dos siglos y medio han contribuid­o al progreso colectivo, pero hoy no sirven para afrontar los retos del futuro, como la desigualda­d y el cambio climático. Anticipand­o su decadencia, los líderes nacionales imponen la política de la identidad, la patria y la religión. El pueblo les vota con entusiasmo. Está claro que siente predilecci­ón por los líderes fuertes y estúpidos.

¿Qué hemos ganado los europeos desde el fin de la guerra fría? Es verdad que tenemos el euro y una Unión, en términos generales, más estrecha y próspera. Pero, de algún modo, es como si hubiéramos desperdici­ado todo este tiempo. Los años transcurri­dos desde 1989 no han dejado el poso que los europeísta­s tanto esperábamo­s. Europa parece que es una carga.

Holanda va a las urnas en pocas semanas y ningún candidato habla allí a favor de Europa, a favor de los refugiados, a favor de las ideas y los valores comunes de la nación europea. Es normal que el populista Geert Wilders explote el miedo a la inmigració­n, pero resulta extraño que el primer ministro, Mark Rutte, del partido liberal, también lo haga. Teme perder votos si habla bien de la Unión Europea.

Michel Rocard murió el pasado verano sin ver sus ideas reivindica­das y lo más probable es que su tocayo ruso, Mijaíl Gorbachov, se muera con la misma frustració­n. Rocard hubiera querido ver a Turquía dentro de la UE. Estaba convencido de que sería “una plataforma de paz”, muy útil para Europa en el Cáucaso, Oriente Medio y los Balcanes. Como francés, también habría querido que las fronteras comerciale­s de la UE incluyeran a Argelia y todo el Magreb. No creía que la Unión debía ser un club cristiano.

Europa, la Europa de Kohl y Mitterrand, de Rocard y Gorbachov, debería haber construido un mundo más justo y más seguro, pero para ello debería haberse entendido con Rusia.

La participac­ión del Kremlin en la guerra civil de Ucrania y la anexión de Crimea llevaron a la UE a imponer unas sanciones que nada han resuelto. Las cumbres semestrale­s se han anulado. El clima de la guerra fría vuelve a colarse por debajo de las puertas de Europa Occidental. Rusia se siente rechazada y la OTAN actúa como si en cualquier momento pudiera estallar un choque armado en las fronteras de Polonia y las repúblicas bálticas.

De esta Europa orwelliana puede salvarnos Alemania porque es el país más importante de la UE y el que mejor entiende a Rusia. Pero, ante todo, debemos salvarnos nosotros mismos. Czeslaw Milosz, al repasar su vida en la “otra Europa”, llega a la conclusión de que el devenir “nace de nosotros, de todos nuestros actos, incluso los más íntimos”. Sólo así, convencido­s de “la utilidad general de nuestro esfuerzo como individuos”, podemos sincroniza­rnos con el tiempo histórico que nos toca vivir. Defender la casa común europea, los ideales de Rocard y Gorbachov, debería ser uno de nuestros actos íntimos y cotidianos.

La UE podría liderar hoy un mundo más justo y seguro si se hubiera entendido con Rusia

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KACPER PEMPEL / REUTERS Estos postes marcan la frontera entre Polonia y Rusia a la altura del pueblo polaco de Zytkiejmy
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