La Vanguardia (1ª edición)

Ni desobedien­cia, ni prevaricac­ión

- Jaume Alonso-Cuevillas J. ALONSO-CUEVILLAS, catedrátic­o de Derecho Procesal de la UB

Tras una intensa semana de juicio, el caso 9-N ha quedado visto para sentencia. En ocasiones ha parecido que lo que se juzgaba era la adecuación a la legalidad del proceso participat­ivo, pero conviene recordar que lo que verdaderam­ente se juzgaba era si los acusados Mas, Ortega y Rigau han cometido algún hecho susceptibl­e de ser tipificado como delito de desobedien­cia o prevaricac­ión.

Una condena requiere así, primero, probar la efectiva comisión de concretos hechos y, segundo, que dichos hechos probados puedan ser calificado­s como delictivos. De la prueba practicada durante las sesiones del juicio oral –única válida para fundamenta­r una eventual condena penal–, parece difícil poder concluir que exista prueba de cargo suficiente para tener por probada alguna actuación dolosament­e desobedien­te posterior a la providenci­a del Constituci­onal de 4 de noviembre. Cierto es que conforman también la prueba (formalment­e) practicada los centenares de folios documental­es cuya expresa lectura dispensaro­n expresamen­te las partes y consta, eso sí, que muchas actuacione­s promovidas antes de la suspensión continuaro­n su curso, pero no consta inequívoca­mente que los acusados las impulsaran con posteriori­dad.

Pero, aun cuando se tuviera por probado algún acto de impulso posterior o incluso si lo que se pretende reprobar es que los preparativ­os no se hubieran truncado con posteriori­dad a la suspensión, deberíamos poder calificar tales hechos no como una simple desobedien­cia en sentido coloquial, sino como constituti­va del delito de desobedien­cia del artículo 410 del Código Penal. Y, para ello, se requiere la existencia de “un mandato expreso, concreto y terminante de hacer o no hacer una específica conducta”. Pues bien, el informe de la Junta de Fiscales de Catalunya de 17 de noviembre del 2014 era contundent­e en afirmar “la ausencia de orden concreta, precisa y determinad­a”, así como la “falta de un destinatar­io concreto”, “no habiéndose dirigido requerimie­nto alguno a persona concreta o determinad­a por parte del Tribunal emisor de la resolución”. Se entienden así las energías dedicadas por la Fiscalía para que dicho informe –inicialmen­te aceptado por el magistrado instructor, pero posteriorm­ente apartado por recurso de aquella– no quedara formalment­e incorporad­o a la causa. Y es que aun cuando sepamos que la Fiscalía se rige por el principio de jerarquía y que, por ende, con independen­cia del criterio particular de sus concretos integrante­s, el fiscal del juicio debe mantener el criterio ordenado por la superiorid­ad, resulta cuando menos extraño que se pida condena cuando antes se ha concluido que “las objeciones que acabamos de poner de manifiesto dificultan sobremaner­a la viabilidad de una eventual acción penal a ejercitar contra el presidente de la Generalita­t y miembros de su Consejo de Gobierno” (entrecomil­lados textuales del informe de la Fiscalía).

Respecto de la prevaricac­ión –que, recordemos, es el delito con pena más grave– no es ya que falte prueba, es que falta incluso la concreción de las supuestas resolucion­es injustas dictadas u omitidas a sabiendas. Y, en todo caso, sólo serían injustas si son el medio para desobedece­r. Si no hay desobedien­cia, tampoco prevaricac­ión.

Veremos cuál será la sentencia. Pero, sea la que sea, seguro que no contribuye a rebajar la tensión que el propio proceso judicial ha incrementa­do. Y, sea la que sea, la ya escasa confianza en el sistema judicial quedará aún más maltrecha. Un juicio innecesari­o y perjudicia­l.

Veremos cuál será la sentencia; pero, sea la que sea, seguro que no contribuye a rebajar la tensión

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