Las buenas madres
Una amiga embarazada de siete meses me confesaba hace poco que la gestación es lo peor que ha experimentado en su vida. Se sentía culpable por decir algo así. “Se supone que debería ser algo maravilloso, que yo tendría que estar encantada por llevar a un niño dentro, ¿no?”, continuaba. La sociedad ha sacralizado la maternidad hasta el punto de demonizar a la mujer que muestre el menor síntoma de malestar. Está prohibido quejarse, está prohibido expresar tristeza, está prohibido anhelar la vida anterior al alumbramiento de los hijos. Ser madre se presenta como el camino hacia una existencia de plenitud en la que sólo caben alegrías. Ay de la que cuestione este dogma.
El sacrilegio se paga con el linchamiento. La inquisición de la buena madre atacará a la disidente sin piedad. Una de las últimas víctimas de este siniestro club ha sido la periodista Samanta Villar. Después de dar a luz gemelos, la comunicadora ha publicado un libro en el que afirma haber perdido calidad de vida. “La maternidad no me ha hecho más feliz”, concluye. Aquí ha empezado la bronca. Una madre perfecta ha iniciado un juicio sumarísimo a Villar a través de internet. Le recrimina por carta “falta de valores” por no asumir de forma ciega que con hijos siempre se vive mejor, que representan el centro de la existencia femenina y que cualquier sacrificio es poco por ellos. “¿Qué pasa, que duermes poco? ¿Que no tienes tiempo de arreglarte? Uy, pobrecita”, le espeta la señora en un escrito que ha arrasado en las redes sociales, con el apoyo de miles de personas. En definitiva, se trata de otro caso de desprecio a la mujer. Como si tener un hijo te despojara de tu cualidad de ser humano y pasaras a formar parte de otra especie, “la madre”, obligada a seguir unos patrones y a tener determinados sentimientos, sin rechistar.