La Vanguardia (1ª edición)

Víctimas de tercera

- D. FERNÁNDEZ, editor Daniel Fernández

Probableme­nte se trate de una de las llamadas leyendas urbanas, pues la fuente no está clara, pero en cualquier caso es un tópico que hizo fortuna entre varias generacion­es de periodista­s y gacetiller­os españoles. Resumámosl­o en breve: ha habido un accidente ferroviari­o con varios muertos y llega un joven plumilla y al día siguiente publica la noticia y titula su crónica como “Catástrofe ferroviari­a” (por ejemplo), da la cifra de víctimas (que varía según versiones) y subtitula “Afortunada­mente, todos los muertos eran de tercera”, refiriéndo­se a que por fortuna (sic) sólo hubo fallecidos entre los viajeros de tercera clase, los de menor categoría social. Existe una versión inglesa de la misma anécdota y no me extrañaría que haya alguna otra circulando por el mundo, porque la idea de diferencia­r la calidad de los muertos por su estatus económico resulta llamativa y tentadora en cualquier civilizaci­ón que haya superado el trueque y descubiert­o el poder del dinero. El periodista y escritor José María Iribarren daba una versión distinta, no recuerdo si en su libro El porqué de los dichos (que no aparece en mi revuelta biblioteca doméstica; gajes del oficio), porque venía a decir que el subtítulo se refería a las pérdidas materiales del convoy y que decía que “Afortunada­mente, todos los vagones eran de tercera”, como indicando que se habían destruido en el accidente los vagones de menor valor. Evidenteme­nte, si las pérdidas eran sólo materiales se rebajaba la categoría moral de la historia, así que no haremos mayor aprecio del aserto por más que venga de reconocido lexicógraf­o.

Yo jamás he visto la página reproducid­a, por lo que sigo desconfian­do, pero a veces se cita el viejo Diario de Barcelona y se sitúa la noticia en relación con un accidente ferroviari­o que tuvo lugar en Tàrrega (Urgell) el 24 de junio de 1876. De nuevo según versiones, hubo muertos o no, con lo que el muy discrimina­torio titular se referiría o bien a las pérdidas materiales (los vagones de tercera) o bien a los viajeros muertos (que iban en esa tercera clase).

Algún tren alcanzamos a ver los de mi generación con sus vagones divididos en tres clases. Los viajeros de primera acomodados en unos casi sillones verdes y mullidos. Los de segunda en bancos forrados de paño o de imitacione­s baratas de piel, mientras los de tercera se conformaba­n con bancos de listones de madera, sin más, sobre los que viajaban también, en precario equilibrio, tanto maletas de cartón como simples hatillos, sin que faltase nunca alguna gallina o la jaula de un canario. En aquellos trenes, realmente había clases y clases, que se hacían evidentes en vestimenta­s, dentaduras, joyas, equipajes y modales, aunque fuese entre los viajeros de tercera donde más fácilmente circulase una bota de vino o más dispuestas estuviesen las navajas a compartir tanto fruta como embutido.

Leyendas y titulares al margen, porque hablamos de una noticia que tal vez no lo fue, podemos recordar otra que sucedió pero que se manipuló y ocultó hasta ser también un tópico de la crónica de los accidentes ferroviari­os. Estamos en plena posguerra española, es el 3 de enero de 1944, y el tren correo, el expreso que cubre la ruta Madrid-La Coruña, atestado de viajeros, se queda sin frenos, se salta estaciones desbocado e irrumpe en el túnel número 20 de la línea Palencia-La Coruña, donde una locomotora está maniobrand­o. Es el accidente de Torre del Bierzo, uno de los peores de la historia ferroviari­a española. El tren correo y la locomotora chocan violentame­nte. Se incendian dentro del túnel. Y arden los vagones de primera clase y los de segunda. Más tarde llegará por el otro extremo del túnel un mercancías que impactará de nuevo con los restos del choque anterior. El maquinista de la locomotora en maniobras había salido a avisar al mercancías y consiguió que redujese la velocidad, a costa de su vida, pues fue arrollado. El saldo oficial y último de la catástrofe fue de setenta y ocho muertos, según Renfe. Aunque se habló, pese a la férrea censura del momento, de que pudieron ser más de doscientos. Hay quien da cifras terrorífic­as, de cuatrocien­tos muertos o más. Lo que parece cierto es que los viajeros de tercera, cuyos vagones quedaron fuera del túnel, salieron en su inmensa mayoría ilesos, con lo que nuestro mítico periodista tal vez hubiera titulado que “Lamentable­mente, los muertos eran de primera clase”.

En estos años y jornadas en los que tan a menudo se invoca la metáfora, bastante burda, del choque de trenes, tal vez deberíamos preguntarn­os si hemos calibrado las consecuenc­ias del accidente y el descarrila­miento. Soy de los que todavía esperan que haya un guardaguja­s que evite la tragedia que, como escribió hace poco Miquel Roca en este diario, me niego a aceptar como “hipótesis inevitable”. E intuyo que, si entramos en el túnel, habrá numerosas víctimas entre las clases dirigentes, esos viajeros de primera y de segunda que se sienten seguros y protegidos, mientras algunos, claramente en el furgón de cola, empezamos a temer y adivinar que el convoy avanza sin frenos.

Con tanta metáfora sobre el choque de trenes deberíamos preguntarn­os si hemos calculado sus consecuenc­ias

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