La Vanguardia (1ª edición)

El señor Yong y la tele

- Julià Guillamon Paco: un Vichy. En vaso de Derribos Martínez, por favor.

Hubo un tiempo, entre el momento en que cerraron los dos colmados del barrio y hasta que abrieron los primeros pakistaníe­s (tampoco existía el Opencor), que cuando me faltaba una cerveza tenía que bajar a comprarla al bar. No me molestaba: en el mismo bar adonde bajaba a comprar las cervezas, mi madre recordaba haber ido con un perolo para que se lo llenasen de cerveza de barril, para tomarla en casa con sus padres, mis abuelos. El amo del bar, que se llamaba Ramon, era de Vilarodona como mi abuela y tenían confianza. Pero, al margen de la confianza, en los años cuarenta muchos vecinos compraban en el bar. Me encantaba revivir aquel mundo, aunque fuera al precio, que me parecía catastrófi­co, de no tener colmados. Al día siguiente retornaba las botellas vacías y adiós muy buenas.

El domingo por la noche mi bar estaba cerrado y tenía dos alternativ­as: un gallego guarrísimo o el restaurant­e del señor Yong. En el gallego, una vez, asistí a una escena descomunal. Daban un partido del Madrid y unos tipos con una pinta de cirrosis hepática considerab­le celebraban los goles tarareando Paquito el Chocolater­o mientras golpeaban el mostrador con los vasos de whisky a medio beber. Unos vasos de regalo de... Derribos Martínez. En el restaurant­e del señor Yong, el domingo por la noche no se veía un alma. Sentías un olor mareante de arroz con fideos. El propietari­o, con unas gafas de cristales gordísimos, estaba en la barra viendo un programa de la televisión coreana. “¿Chevecha?”. Y me sacaba unas latas de una nevera de Qué cosa más rara: un ‘tour’ de chinos comprando zapatos chinos en Barcelona, como si fuera la ganga de su vida esas de carga superior. Una vez me tocó ser vocal de una mesa de las elecciones, los hijos del señor Yong vinieron a votar y me gustó reconocerl­os. Igual no miraban tanta tele coreana como el padre.

Cerca de donde todo esto pasaba había una tienda de juguetes de esos de madera de pino, que estuvieron tan de moda entre los años sesenta y setenta. Las jefas a menudo tomaban el vermut en mi bar. La tienda era carita y no comprábamo­s mucho, pero nos dio pena cuando supimos que cerraba. Ahora es una zapatería, con zapatos fabricados en China: el negocio no es chino. Tres o cuatro veces la he visto desde la calle llena a reventar: como cuando los turistas bajan de un autocar y los sueltan para que compren. Qué cosa más rara: un tour de chinos comprando zapatos chinos en Barcelona, como si fuera la gran ganga de su vida. Por fin ayer por la tarde di en el clavo. Pasé por delante del restaurant­e del señor Yong, que no he pisado más desde que puedes comprar a todas horas en los supermerca­dos que funcionan como colmados. Del interior salía un montón de gente, de almorzar o cenar, era una hora extraña: podía ser cena o comida. Los seguí un rato y..., ¡bingo!, entraron en la zapatería. Lo que pensaba que eran chinos eran coreanos. Los llevan a comer al restaurant­e del señor Yong, los sueltan un rato para que compren zapatos y, a continuaci­ón, los cargan en un autobús urbano en dirección al Park Güell.

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