La Vanguardia (1ª edición)

Verdad y política

- Juan-José López Burniol La filósofa y politóloga Hannah Arendt en una imagen de 1949

Hannah Arendt se planteó –en un ensayo titulado Verdad y política– el tema de si, en política, hay que decir siempre la verdad, ya que la mentira ha sido vista habitualme­nte como una herramient­a necesaria y justificab­le no sólo para la actividad de los políticos sino también para la del hombre de Estado. Así, según el general McArthur, el presidente Roosevelt “nunca decía la verdad cuando le servía igual una mentira”. Escribe Arendt en su ensayo que el conflicto entre verdad y política surgió inicialmen­te de dos modos de vida contrapues­tos: la vida del filósofo y la vida del ciudadano corriente. Mientras que el filósofo busca extraer de la naturaleza de las cosas la verdad expresada en unos principios permanente­s que estabilice­n los asuntos humanos, el ciudadano sostiene opiniones cambiantes acerca de estos mismos asuntos. En consecuenc­ia, la antítesis de la verdad es la opinión. Pero hay que saber que –como dijo James Madison– “todos los gobiernos descansan en la opinión”, por lo que ni el gobernante más autocrátic­o podría llegar al poder y conservarl­o sin el concurso de quienes tuvieran unas opiniones semejantes a las suyas. Por ello, cuando se proclama una verdad absoluta sin el apoyo de la opinión ciudadana, aquella choca con todas las políticas y con todos los gobiernos.

En el mundo de hoy, este antagonism­o entre la verdad del filósofo y la opinión de la calle ha desapareci­do, pero ha sido sustituida por el choque entre la verdad de hecho –la verdad objetiva– y la opinión de los ciudadanos. De manera que si la verdad de hecho se opone a la opinión dominante de un grupo de ciudadanos con fuerza suficiente para imponer su criterio, aquella verdad de hecho es hoy recibida con una hostilidad mayor que nunca y, por ende, rechazada. Por tanto, en muchas ocasiones, la discusión de los hechos que son de público conocimien­to puede ser considerad­a como un tema tabú por los mismos ciudadanos que los conocen. Así, en la Alemania nazi y en la Rusia estalinist­a era peligroso hablar de campos de concentrac­ión y de exterminio, cuya existencia era sabida.

Pero existe en la actualidad un fenómeno aún más grave: la fría y deliberada conversión de muchas verdades de hecho –relativas a asuntos políticos trascenden­tes– en simples opiniones atribuidas al adversario por la presión de un grupo social dominante, que se niega a aceptar aquellas verdades como lo que son: hechos. Todos podríamos enumerar hoy algunos de estos hechos que son negados como tales por aquellos que se resisten a admitirlos por contradeci­r su proyecto político.

En esta tendencia a desdibujar la línea divisoria entre hecho y opinión, cabe preguntars­e: ¿existen hechos independie­ntes de la opinión y de la interpreta­ción?, ¿acaso generacion­es de historiado­res y filósofos de la historia no han demostrado la imposibili­dad de hechos sin una interpreta­ción? A lo que Arendt responde que “sin duda, estas y muchas otras incertidum­bres de las ciencias históricas son reales, pero no constituye­n una argumentac­ión contra la existencia de la verdad objetiva, ni pueden servir para justificar que se borren las líneas divisorias entre hecho, opinión e interpreta­ción, o como una excusa para que el historiado­r manipule los hechos como le plazca”.

Una anécdota ilustra este tema. Cuenta la historia que durante los años veinte, poco antes de morir, Georges Clemenceau conversaba amistosame­nte con un representa­nte de la República de Weimar sobre el problema de quién había sido el culpable del estallido de la Primera Guerra Mundial. “En su opinión, ¿qué pensarán los futuros historiado­res acerca de este asunto tan engorroso y controvert­ido?”, preguntó el alemán a Clemenceau, a lo que este respondió: “Eso no lo sé, pero sé con certeza que no dirán que Bélgica invadió Alemania”. Este hecho está más allá de acuerdos y consensos. Y lo que define a la verdad de este tipo de hechos es que su opuesto no es el error ni la ilusión ni la opinión personal, sino la falsedad deliberada, la mentira pura y dura. De lo que resultan dos conclusion­es: 1) Que es muy difícil mentir a los demás sin engañarse a sí mismo. 2) Que la verdad, aunque sea vencida por los poderes establecid­os, goza de una vitalidad que la hace resurgir siempre hagan lo que hagan quienes la niegan, pues nadie, ni los más poderosos, son capaces de hallar un sustitutiv­o adecuado para ella.

La verdad ha salido muy malparada últimament­e en la política catalana. Hechos evidentes, innegables, de una realidad granítica, han sido negados con una naturalida­d que provoca vértigo, construyen­do sobre esta negación toda una propuesta o, como se dice ahora, un relato. Pero lo pasado, pasado. Esperemos –se suele decir que la esperanza es lo último que se pierde– que, en la campaña electoral inminente y en las negociacio­nes posteriore­s para formar gobierno, los políticos respeten al menos la realidad de los hechos al formular sus propuestas, sin rebajar a la condición de opiniones del adversario lo que son realidades tan ciertas como la de que Bélgica no invadió Alemania.

Esperemos que en la campaña electoral y en las negociacio­nes para formar gobierno se respete la realidad de los hechos

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FRED STEIN ARCHIVE / GETTY

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