Irlanda: lecciones y errores
Vivir bajo el dictado de la troika ha sumido al país en una crisis existencial colectiva
El pasado mes de febrero, en plena crisis griega, nada menos que el flamante presidente de la Comisión Europea, el luxemburgués Jean-Claude Juncker, soltó que la troika había atentado contra la dignidad no sólo de Grecia, sino también de Portugal e Irlanda, para, a continuación, añadir que “la troika es poco democrática y le falta legitimidad”. ¿Mande?
Aún no satisfecho con el alcance de estas extraordinarias declaraciones, el antiguo ‘estrangulador’ de Luis de Guindos agregó esta perla: “Yo era presidente del Eurogrupo y parezco estúpido al decir esto, pero hay que sacar lecciones de la historia y no repetir los mismos errores”.
Los griegos y los portugueses sacarán sus propias conclusiones, pero en cuanto a los irlandeses, que el año que viene serán llamados a celebrar algo así como el centenario de su República, estas palabras de Juncker no hacen sino echar más leña a la hoguera de la indignación colectiva, ya que son cada vez más los irlandeses que cuestionan la existencia de la República de Irlanda. BAJO EL DICTADO DE LA TROIKA En diciembre del 2011, el Presupuesto presentado al Parlamento de Irlanda por el taoiseach (primer ministro), Enda Kenny, y su ministro de Finazas, Michael Noonan, no fue uno elaborado por ellos, su partido o siquiera el gabinete, sino uno discutido y aprobado con anterioridad por el Bundestag en Berlín. Lo cual significaba, y lo afirma sin rodeos Fintan O’Toole, del Irish Times, la suspensión –eso sí, por lo bajini– de la Constitución irlandesa.
Se sabría con el tiempo más detalles sobre cómo se había tomado importantes decisiones ejecutivas en Alemania con respecto a Irlanda, y que estas fueron comunicadas en su día a la UE, sin el conocimiento o –por tanto– la aprobación (o no) de los irlandeses.
En febrero del 2012, el Bundestag volvió a las andadas, al discutir un documento de la Comisión Europea que pedía una mayor disciplina fiscal en Irlanda, pero sin antes consultar con los irlandeses o con su Gobierno. Bien, como afirma Fintan O’Toole, la mayoría de los irlandeses saben al menos dos cosas: que se supone que viven en una república y que no es así.
De modo que, ahora, en el 2015, a sólo un año del centenario de la sangrienta rebelión de los irlandeses contra la ocupación británica, que se produjo en plena guerra mundial, cabe sospechar que la República de Irlanda es tan ficticia como el Ulises de Joyce; aunque, bien mirado, tampoco hay que descartar su semejanza con el Godot de Samuel Beckett, ese personaje que nunca llega.
En 1916, más de un nacionalista irlandés apostó por la victoria del káiser, pensando que de esta forma se librarían por fin de las pesadas y odiadas cadenas británicas. De haber sido así, empero, es harto improbable que los irlandeses, de pronto viéndose convertidos en una colonia ultramarina alemana, hubieran disfrutado bajo la férula prusiana.
De todas formas, lo importante era la creación, cuanto antes, de una república que no dependiera de nadie más que de los propios irlandeses, mas sin que nadie se molestase en establecer lo que realmente significaba crear una república o sobre la naturaleza y los poderes de la misma. Se produjo, además, un ataque de amnesia colectivo, puesto que nadie quiso recordar que, en un episodio un tanto rocambolesco, la Hermandad de Republicanos Irlandeses ¡ya proclamó la República de Irlanda en 1867!
Mientras que en la proclamación de 1867 no hubo referencia alguna a una determinada supremacía religiosa o étnica, la de 1916 suponía una uniformidad que poco tenía que ver con el país real o con las libertades de los ciudadanos. Pero no eran más que palabras: la República aún tardaría en nacer.
Dicen que a la tercera va la vencida y no fue hasta el 18 de abril de 1948, que cayó en el lunes de Pascua, que, olvidándose de 1867 y de 1916, se volvió a inaugurar la Re- pública de Irlanda. Pero hay más: la proclamó el taoiseach, John A. Costello, hallándose de viaje ¡en Canadá!, sin previo aviso y sin que la discutiera el Parlamento. Ni que decir tiene que los festejos para marcar tan histórica proclamación atrajeron a bastante menos gente que la Gran Nacional irlandesa, que se celebraba ese mismo día.
Con todo, salvo que Irlanda dejara de pertenecer a la Commonwealth británica, las 96 palabras (entre las que no figura en parte alguna la voz ‘república’) que constituyen las cinco frases de la Ley que establece la República, en nada cambiaron la vida de los irlandeses, muchos de los cuales se verían obligados, al igual que sus antepasados, a emigrar a Estados Unidos, al Reino Unido o a alguna de las más prósperas naciones de la Commonwealth, que acababan de abandonar.
Se extiende la sensación de que la política en Irlanda no es en verdad más que una tediosa escenificación protagonizada por un elenco de corruptos actores muy poco convincentes. Eso sí, cada vez que hay que exigir más sacri- ficios o subir los impuestos, que es casi siempre, la culpa la tiene la troika, aunque, al menos en este punto, no mienten (o no del todo).
Entre 1995 y 2008, periodo en el que el rugir del tigre celta preconizaba un brillante y próspero porvenir, se logró romper el poder institucional de la Iglesia y se culminó la transformación de la tradicional sociedad rural en una vibrante economía mayormente urbana, con gran concentración en la industria y los servicios. Esos milagrosos años trajeron asimismo una insólita ola de inmigración.
El estallido en el 2008 de la burbuja inmobiliaria dejó al tigre sin voz. La precipitada decisión del Gobierno irlandés de salvar primero a los bancos, precipitó al abismo a cientos de miles de ciudadanos. Llegaron los tecnócratas y los dictados del Bundestag.
Tal vez la República de Irlanda, de existir, no sea más que un fracaso pero, como dijo Beckett, la próxima vez, al menos hay que intentar fracasar mejor. Que alguien le envíe a Juncker las Obras completas de este Nobel dublinés.
El presupuesto irlandés presentado en diciembre del 2011 fue elaborado por el parlamento alemán