Bebés trasplantados
Iria, de corazón, y Olivia, de pulmones intentan una vida normal entre mascarillas
Olivia respira y se ríe con los dos pulmones procedentes de un pequeño donante que murió en abril. Tiene 15 meses aunque su talla corresponde a una niña un poco más pequeña, porque su desarrollo ha estado ralentizado por no poder respirar bien. “Tenía una hipertensión pulmonar derivada de un estrechamiento de las venas pulmonares”, explica la neumóloga Alba Torrent, de Vall d’Hebron. Ese problema engrosó las paredes y no intercambiaba bien los gases. No se puede vivir así y habían intentado en Valencia colocarle un mini-stent para abrirle paso, pero era demasiado pequeña. En octubre entró en lista de espera en Vall d’Hebron y le pudieron trasplantar en abril. Es uno de los 53 niños con los pulmones trasplantados en este hospital desde 1997.
Gran parte de su vida, que se cuenta en meses, ha discurrido entre las paredes de una UCI o de una habitación aislada. Todos los que se le acercan, incluidos papá y mamá, llevan mascarilla. Y bata. Y guantes. Y gorrito. Y patucos. “Bueno, yo por la noche me quito la bata”, explica su madre con el tejido verde por delante. “No quieres que coja nada”.
La veterana Iria juega con todo aquel que se acerque al tobogán. Tiene cinco años y lleva el corazón de otro niño que murió cuando ella tenía cinco meses y medio. Le trasplantaron en Vall d’Hebron, donde han realizado 22 trasplantes cardiacos pediátricos desde el 2008. Y allí va cada mes o mes y medio por un motivo u otro y es íntima de todo el equipo que coordina la cardióloga Dimpna Albert. Aún no saben a qué se debe su cardiopatía hipertrófica probablemente congé- nita que la llevó al quirófano y a convivir con hasta 17 tipos diferentes de medicamentos cada día. Su hermana Edurne murió al año de vida por el mismo proble- ma. “Y yo quería tener una familia y me quedé de nuevo embarazada”, explica su madre, Judith. “Y estamos en plena investigación de la posible causa gené- tica para poder tener otro hijo”.
Cada trasplante infantil parece un milagro de técnica clínica y quirúrgica y mucha generosidad. Porque en cada uno hay un paciente diagnosticado y cuidado, un donante niño, cuyos padres han dado ese paso, y una amplia y rigurosa organización sanitaria que consigue que todas las piezas encajen y funcionen. Aunque las piezas sean tan pequeñitas como los pulmones o el corazón de un crío de cinco meses.
Además hay varias vidas entregadas a su causa. “Dejé mi vida fuera. No puedes trabajar, ni dedicarte a otra cosa que no sea ella. Ahora que ya tiene cinco años puedo hacer trabajos de una hora en un comedor escolar, pero es impensable volver a mi profesión. Mi padre está jubilado y en él me apoyo en todo, también esa hora en la que trabajo. Piensa que el último trimestre apenas acudió un 40% del tiempo a la escuela. Si alguien tiene gripe, Iria no puede ir. Si alguien tiene varicela, Iria no puede ir. Ni gastroenteritis, ni bronquitis. Ella no se puede vacunar y una infección sería muy grave para ella. La gripe A, la famosa gripe A, le ha dejado secuelas y hasta que madure sufre una hiperreactividad cardiaca”. Y además ha de estar inmunodeprimida siempre para evitar el rechazo.
Sube una y otra vez al tobogán, charla por los codos. “Son muy movidos todos nuestros niños trasplantados”, recuerda Matilde Fernández, la enfermera que coordina los casos de Vall d’Hebron y se ocupa de ir solucionando los más diversos problemas que surgen de esta condición, la de familia y niño trasplantado. Iria toma cada día dos pastillas para el trasplante, otras para la tensión, vitaminas, aportes diversos. “Salimos con 17 y ¡ahora sólo toma siete medicinas distintas!”, anima la madre.
Olivia, aún novata en estas li-
des, se acaba de ir del hospital a un piso en Barcelona, aunque su casa está en Valencia. Pero durante unos meses ha de estar cerca. Un alquiler que cubren los servi- cios sanitarios; también la alimentación. El transporte diario hasta el hospital, parece que no. En el caso de Iria, tiene reconocida la dependencia, pero como ha em- pezado a caminar, me la han reducido a 340 euros”, explica su madre. “Necesitamos mucho más apoyo económico”.
Es otra de las estelas que deja el trasplante en las familias: el empobrecimiento. Uno de los dos padres seguro que ha de dejar el trabajo. Un sueldo menos. Y gran parte de la medicación (omeprazol, por ejemplo) ha de hacerse a medida de sus diminutos cuerpos y en forma de jarabe y cuesta muchísimo más que la que venden hechas en la farmacia. “Entre 70 y 150 euros al mes en medicación”, calcula Matilde Fernández. “Y pierden jornadas para ir al hospital, nos piden pasar las revisiones en época de vacaciones”, explica la jefe de nefrología pediátrica y de larga experiencia en trasplantados de riñón, Gemma Ariceta. “Están socialmente muy solos, aislados, siempre con miedo”. Hay muchos divorcios. Y otros hijos casi abandonados.
Olivia, con su vestido de flores a juego con las braguitas, se retuerce en brazos de su madre y reclama atención. “Ahora tiene más ganas de jugar. Yo también tengo ahora más energía. Ha quedado atrás ese tiempo con la inquietud de qué va a pasar, si va a llegar ese órgano, si habrá esa otra mamá que dice adelante con la donación, ¡qué difícil ese momento!”.
Un enfermo grave como esta pequeña de 15 meses que bota en la cuna sin parar necesita una cui- dadora a jornada completa. 24 horas. La de Olivia, que ahora le reenseña a comer con cuchara porque ha llevado hasta ahora sonda nasogástrica, ha vivido en el hospital desde octubre. Con mascarilla. Los padres a veces se turnan para que las madres se vayan a duchar y lavar la ropa y hacerse los tápers de toda la semana. Porque durante toda la semana no se despegarán hasta que llegue ese relevo por unas horas. En las habitaciones de aislamiento pueden tumbarse en una cama. En las habitaciones normales, en un sillón nada cómodo.
El trabajo de la madre de Olivia ha quedado en suspenso. Sine die. ¿Planes? La respuesta llega tras un silencio y una mirada que da a entender que hay mucha ignorancia. “Vivo al día. Hoy estamos bien. Hoy va todo bien”, aclara. “Si no, me volvería loca”.
Desde la experiencia, la madre de Iria reconoce que antes soñaba, “pensaba o hacía planes para de aquí a un año, pero la realidad es que no puedes contar con ir ni al cumpleaños de fulanito. Siempre es un ‘ya veremos’. Voy al día”. Tiene 34 y admite que hay tres años en blanco en sus relaciones sociales. Porque Iria pasó un año en aislamiento. “No le quitaba la mascarilla ni para disfrazarse: iba de médico”. Su mundo es prácticamente su círculo íntimo. “Aprendes a vivir sin miedo todos los días”.