Barcelona antiglobal
El taller de Jaume Plensa se ubica en un anodino polígono metropolitano. Está a apenas veinte minutos de coche del centro de Barcelona. Pero el flujo habitual de los desplazamientos del artista y de sus obras no tienen como destino esta ciudad, sino el puerto y el aeropuerto. Estos días, en el taller de Plensa se trabaja en conexión con Chicago, Augsburgo o Seattle, pero no con museos barceloneses.
No es que Plensa esté ausente de Barcelona: gracias al interés de los coleccionistas, en terrazas y salones privados de la ciudad hay magníficas obras suyas. No. El problema es que, por alguna asombrosa razón, su ciudad natal no ha apostado por exhibir sus esculturas en el espacio público. No lo hace el Macba, a quien correspondería cronológicamente, ni tampoco otros museos. Hubo un tiempo en que el Arts Santa Mònica acogía el tipo de arte que quedaba fuera de los estrictos criterios de contemporaneidad del Macba, pero parece haberse disuelto como un azucarillo en la marea humana del final de la Rambla.
Por fortuna para Plensa y para la ciudad, el actual equipo de gobierno está dispuesto a subsanar esta carencia. Por eso le ha encargado una obra de gran envergadura –mediría unos cincuenta metros– que está llamada a convertirse en un nuevo atractivo barcelonés cuando se levante en algún lugar del frente litoral.
No será una empresa fácil en una ciudad que tiene algún antecedente de intolerancia hacia las intervenciones artísticas arriesgadas. Además, la dimensión y el coste de la obra de Plensa puede generar reticencias si no se logra la implicación del patrocinio privado y si el proyecto no incorpora un discurso que subraye las ventajas que tendrá para Barcelona la renovación de sus iconos, demasiado dependientes de Gaudí.
Pero fructificará, porque Barcelona, que es antiglobal cuando se manifiesta contra la injusticia, no querrá quedar al margen del éxito global de Plensa. Un éxito que tiene como escenario las ciudades con las que tanto nos gusta compararnos.