Quién teme al carro de la farsa
El caso de los titiriteros pone en evidencia la colisión del nuevo Código Penal con el derecho a la libertad de expresión
El caso de la compañía Títeres desde Abajo, y su imputación por un delito de enaltecimiento del terrorismo, ha marcado un hito en la pugna política que vive Madrid desde la elección de Manuel Carmena como alcaldesa cuya gestión sufre ataques en las áreas más pintorescas: desde los chistes en Twitter a la indumentaria de los Reyes Magos, pasando por la ubicación de los belenes o los nombres de las calles.
Los títeres del carnaval no son una excepción. Salvo por el salto cualitativo que supone la detención y posterior imputación de los dos titiriteros en un controvertido auto del juez de la Audiencia Nacional Ismael Moreno, en el que se omite la condición de farsa de los hechos –relatados como auténticos– y se atribuyen las conductas de los muñecos a los marionetistas. Este cambio de paradigma no ha pasado inadvertido fuera de nuestras fronteras y la prensa internacional se hacía eco del suceso: una democracia que encarcela a unos cómicos por una sátira. En esos términos.
Desde las organizaciones gremiales de jueces también ha habido pronunciamientos. Mientras Jueces para la Democracia, por boca de su portavoz, Joaquín Bosch, tildaba de anómalo el auto de Ismael Moreno –al que estos días diversos medios han sacado a relucir las sombras de su pasado policial–, la Asociación Profesional de la Magistratura pedía respeto para el magistrado. Y no han faltado quienes, como el partido Contrapoder, han pasado de las musas al teatro: Invocando las expulsiones de la carrera judicial de Elpidio Silva (pre- cisamente por dictar prisión incondicional para el ex presidente de Bankia, Miguel Blesa) y Baltasar Garzón, por sendos delitos de prevaricación, se han querellado contra Ismael Moreno ante el Supremo acusándolo de idéntico delito y pidiendo idéntica expulsión.
Pero esta súbita interpretación restrictiva de la libertad de expresión ni es nueva ni surge de la nada. Naciones Unidas ya advirtió a España, durante la tramitación de la reforma del código penal del 2015, conocida como Ley Mordaza, de la vaguedad con que definía los delitos de terrorismo y enaltecimiento, señalando que tal déficit comprometía los derechos de manifestación, reunión y libre expresión. Otros juristas, entre ellos Gonzalo Boye, especialista en derechos humanos y fundador de la revista satírica Mongolia –una de las que en España con más osadía juega con los límites del humor–, añaden que el nuevo artículo 510, que regula el delito de incitación al odio y la violencia –del que también se acusa a los titiriteros–, de farragosa redacción, deja al parecer del magistrado definir el delito. A estas críticas se sumó también Amnistía Internacional.
Y el de los títeres no es un caso único. Ayer mismo se conocía que David Hatchwell, presidente de la comunidad judía en España amenazaba con demandar a la revista El jueves por el presunto antisemitismo de unas viñetas de Julio A. Serrano. Pero tampoco es España, a pesar del sobresalto de la prensa extranjera, el único lugar donde el debate en torno a la ficción y el humor se ha recalentado. El #jesuischarlie francés, tras los ataques a Charlie Hebdo, no solo no mejoró el blindaje de la libertad de expresión sino que bien al contrario, reactivó campañas contra la sátira sobre creencias religiosas, invectivas que ni siquiera son nuevas en la Europa continental, no en vano, la revolución del humor incorrecto a lo largo de los últimos cincuenta años es una exportación del mundo anglosajón. En su breve ensayo Morir de pie. Stand-up comedy (y Norteamérica) (Editorial Rema y Vive), Edu Galán da cuenta del decisivo papel contracultural de los monólogos de humor en Estados Unidos, desde propuestas integralmente incorrectas.
La ONU ya advirtió de que el nuevo Código Penal comprometía la libertad de expresión
El partido Contrapoder se ha querellado contra el juez Ismael Moreno ante el Supremo
La comunidad judía amenaza con demandar a ‘El jueves’ por chistes antisemitas SEGÚN JO SÉ MARÍA LASSAL LE “La libre expresión colisiona con la raíz católica y nacionalista de Europa continental”
SEGÚN GABRIEL LA COLEMAN “El humor salvaje y anónimo está en la base de la subversión cívica de Occidente”
En términos más generalistas, la renovación de la comedia que capitaneó la BBC, ya en este siglo, se basó en la incorporación de lo humillante y cruel al imaginario del humor. En Las mil caras de Anonymous ( Arpa Editores), la antropóloga Gabriella Coleman, describe el humor salvaje, anónimo y arbitrario de los trols digitales (llamado lulz) como cimiento de una subversión cívica que está ensanchando y profundizando la democracia. “Lo que comenzó como una red de trols se ha convertido, en su mayor parte, en una fuerza positiva para el mundo”.
El doctor en Derecho José María Lassalle, que además de secretario de Estado de Cultura es autor del ensayo Liberales. Compromiso cívico con la virtud (Debate), coincide en la mayor raigambre de la libertad de expresión en el mundo anglosajón. “Las sociedades anglosajonas tienen una estructura intelectualmente pluralista y tolerante, y necesitan articular marcos de convivencia plurales donde lo diferente no excluya sino que se integre sin tensiones, buscando fronteras en las que una cierta ambigüedad facilita la convivencia”. Por contra, explica a este diario, “en el ámbito cultural continental, la herencia católica y el peso del nacionalismo establecen estructuras sociales no diferenciadas que no admiten que el ejercicio de la libertad de expresión pueda cuestionar la homogeneidad deseada. El heterodoxo es asimilado o es expulsado, anatematizándolo”. Y esto tiene un reflejo legal: “En el mundo anglosajón, la libertad de expresión se ejerce desde un acuerdo tácito de decoro, y es muy permisiva con lo público y lo político, y más recatada con lo privado o lo individual. Y es la jurisprudencia la que, resolviendo los casos, fija sus límites”. En cambio, en la Europa continental, es la ley la que, definiéndola, fija la libertad de expresión. “Hay una mayor tutela del Estado”. Y de ahí, no es difícil colegir que, si la libertad es una merced de la ley, la propia ley puede estrecharla. A conveniencia.