La Vanguardia

La carta (o un cuento sin pretension­es)

- Domingo Marchena

Querida familia:

No sé a quién dirigirme. Ni siquiera sé si mis padres viven. Han desapareci­do. Como mi mundo: mis hermanos, mis cuñadas, mis sobrinos, mis vecinos. Y, aunque supiera a quién dirigir esta carta, no sabría a qué dirección enviarla. Mi ciudad también ha dejado de existir. Mi calle. Mi casa. El banco donde mi abuelo se sentaba a la sombra de un gran árbol y que ahora debe ser un tronco roto y humeante. Pero las bombas nunca podrán destruir lo que me enseñó cuando era un niño. La religión de los judíos, los cristianos y los musulmanes tiene muchas cosas en común. Eso me explicaba sentado en aquel banco. Voy a enviar esta carta de todas maneras. Querido desconocid­o, quien quiera que seas, debes saber que la huida no me ha evitado el sufrimient­o. He visto a personas ahogarse, a padres que no podían salvar a sus hijos y a otros hombres que nos miraban con odio y desprecio en la frontera, aunque también hubo otros muchos que nos ayudaron cuando pasamos frío, hambre y sed, cuando no sabíamos si el barco naufragarí­a, si lograríamo­s atravesar la alambrada, si se acabaría algún día el desierto. He oído miles de veces durante el viaje estas palabras: “Si nos hubiéramos quedado, quizá ya hubiéramos muerto, pero al menos hubiéramos muerto sólo una vez. Aquí, en el éxodo del camino y en la espera inacabable, morimos un poco cada día”. Aun así, huye. Sálvate, si puedes. Al final encontrará­s un país donde te recibirán con los brazos abiertos y te ayudarán. Mi abuelo me enseñó que la Biblia dice que Dios es amor y que la Torá de los judíos y el Corán de los musulmanes dicen que quien salva a un inocente salva a la humanidad... (Cuando acabó de escribir, se sentó en el suelo a mendigar unas monedas para un sello. Enviar la carta era su primer objetivo. El segundo, vivir).

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