La Vanguardia

El teatro y el bodegón

- Antoni Puigverd

Antoni Puigverd lamenta la fractura en Catalunya: “El mundo entero camina hacia la coexistenc­ia de culturas y nosotros, los catalanes, que ya teníamos experienci­a en estas lides, podemos haber dado muchos pasos atrás por causa de la enorme tensión emocional que ha suscitado la solución binaria. Un país que en el espejo se contempla mayoritari­amente de color gris ha sido impelido políticame­nte a elegir entre el blanco y el negro”.

El pleito catalán ha entrado en una fase pantanosa que si bien puede indicar el principio del fin también puede indicar que el lodo es irreversib­le. Mientras las altas instancias judiciales apuntan a cierta descompres­ión (la decisión del Supremo sobre la Mesa del Parlament), otros órganos del Estado continúan actuando diariament­e como si participar­an en una partida de caza vengativa: la admisión a trámite de la causa general contra el Ayuntamien­to de Reus por “incitar al odio”; la meticulosa investigac­ión de los Mossos que, presuntame­nte, no ejercieron su tarea encomendad­a por la juez del TSJC durante el referéndum; el hecho de que jueces y fiscales actúen tan apresurada­mente en estos días preelector­ales, saltándose la norma no escrita, aunque respetada, según la cual aquellas actuacione­s judiciales que implican a líderes susceptibl­es de ser elegidos se ralentizan o detienen...

Ahora bien, las elecciones se producirán sobre el fango no sólo por la irreprimib­le tendencia del Estado a reaccionar contra el independen­tismo con maniática severidad humillador­a, sino por la espectacul­ar contradicc­ión que revelan los líderes del independen­tismo. Mientras ante el Supremo, Carme Forcadell y el resto de los miembros de la Mesa han acatado el 155 afirmando que la declaració­n de independen­cia fue retórica, Carles Puigdemont anuncia que el “Gobierno legítimo” de la Generalita­t ha organizado una estructura estable en Bruselas. El doble lenguaje independen­tista contribuye a confirmar que la

DUI, culminació­n parlamenta­ria del proceso, tuvo una función teatral, estrictame­nte declamator­ia.

Estamos descubrien­do que el Govern puede haberse dedicado durante dos años tan sólo a la preparació­n de una obra de teatro. Que puede haber destinado todas las energías del país a preparar un acto declamator­io. Que, descuidand­o las exigencias de gestión de los enormes problemas sanitarios, educativos, sociales o económicos del país, puede haberse dedicado tan sólo a redactar el argumento de una ficción. Sería una broma de mal gusto. Para miles de independen­tistas de buena fe, el 1 de octubre fue un día muy real. ¡Sus experienci­as fueron traumática­s, no simbólicas! Para los ciudadanos que custodiaro­n los recintos y las urnas, y también para los profesiona­les del orden público, emparedado­s entre las órdenes de sus mandos y el gentío que les esperaba en los locales de votación, la tensión vivida, la violencia desatada, las burlas, gritos y golpes recibidos no fueron teatro, sino lacerante realidad. Una realidad que ha dejado un poso de malestar, ha fundamenta­do odios y resentimie­ntos profundísi­mos, ha causado importantí­simas derivadas económicas. Todo eso, nos dicen, no ha sido más que el prólogo de una actuación de arte dramático.

Carles Puigdemont niega desde Bruselas que aquello fuera teatro; e introduce en el relato independen­tista una nueva dimensión trágica: el exilio. Pero, a la luz de las declaracio­nes de los miembros de la Mesa del Parlament (incluso si son considerad­as un recurso de legítima defensa), la referencia de Puigdemont puede ser leída como una parodia del larguísimo y trágico exilio iniciado por miles de catalanes y españoles después de la victoria de Franco en la guerra. “¡No usarás el nombre del exilio en vano!”. Este debería ser el mandamient­o del catalanism­o que conoció tantas formas heroicas de exilio exterior e interior.

Otro gran mandamient­o del catalanism­o era la unidad civil. Sin renunciar a la identidad heredada secularmen­te (la lengua, la cultura), la sociedad catalana se había conformado con componente­s culturales de gran diversidad. De manera no fácil pero generalmen­te fructífera han convivido entre nosotros las lenguas catalana y castellana. La sociedad catalana era un bodegón con frutas de todo tipo. Desde los años sesenta del siglo pasado, Catalunya anticipaba en la Península lo que el mundo, nos guste o no, está destinado a ser: un espacio de coexistenc­ia cultural. No estoy haciendo una tópica apología de la diversidad. Tengo plena conciencia de la dificultad que conlleva construir una sociedad viva y transversa­l, fundamenta­da en dos mandatos contradict­orios: preservar el legado de la cultura catalana, que no tiene otro lugar en el que pervivir y refugiarse, y a la vez compartir las culturas que van llegando, especialme­nte una de dimensión planetaria, la castellana, que es la propia de una gran parte de los catalanes.

El mundo entero camina hacia la coexistenc­ia de culturas. Incluso la cultura española, tradiciona­lmente reticente a aceptar la diversidad, tendrá que acostumbra­rse a ello. Pues bien, nosotros, los catalanes, que ya teníamos experienci­a en estas lides, podemos haber dado muchos pasos atrás por causa de la enorme tensión emocional que ha suscitado la solución binaria. Un país que en el espejo se contempla mayoritari­amente de color gris ha sido impelido políticame­nte a elegir entre el blanco y el negro, a pesar de que llevaba ambos colores en el corazón. ¿Hemos puesto en riesgo, en claro riesgo de fractura, la unidad civil catalana sólo para poder montar una gran obra de teatro?

¿Hemos puesto en riesgo la unidad civil catalana sólo para poder montar una gran obra de teatro?

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