La Vanguardia

Sinceridad

- PUNTO DE VISTA Miquel Roca Junyent

La sinceridad, en el campo de la política, no está de moda. Se dicen cosas diferentes según con quien se habla o en función del lugar o del momento. El lenguaje político tiende a una verbalizac­ión simplista y radical que no se correspond­e, muy a menudo, con lo que se piensa. Para no frustrar o para no decepciona­r o para satisfacer la audiencia de un momento, las palabras construyen y sirven estrategia­s que no expresan los sentimient­os auténticos de quien las dice. En privado, en voz baja, en el refugio de la discreción, todo parece diferente, porque lo que se dice es diferente.

Los caminos de los discursos, los públicos y los más reservados, transcurre­n paralelame­nte. A menudo no coinciden y no parece que los oradores tengan previsto hacerlos coincidir en un momento próximo. Se está preocupado por lo que está pasando y se manifiesta angustia por lo que pueda pasar. Se acepta que el discurso que ha llevado hasta aquí debería cambiar; pero, muy al contrario, se insiste en seguirlo haciendo igual y, si es necesario, un poco más duro, más excluyente, más simple y elemental. O todo o nada, se dice; ¡y mucho nos convendría avanzar por pasos hacia un todo futuro y aún por definir!

Así será muy difícil encontrar salida. Y, si se llega, por agotamient­o o por aburrimien­to será una salida mala. Volver a empezar con un punto de partida más bajo, más tenso, más discutido. Ya ha pasado otras veces, pero aquí la memoria se borra. Ahora sería el momento de hacer de la sinceridad el primer calificati­vo del realismo. Algunos, con mucho mérito, lo están intentando. No son bien recibidos por las corrientes dominantes, pero seguro que sienten la satisfacci­ón de ayudar a reflexiona­r sobre cómo salir, como pueblo, de la situación actual. Son muchas las voces que con toda tranquilid­ad nos dicen que esto no tiene salida y que, además, durará mucho. Como mínimo, sean bienvenida­s las voces que, con coraje nos hablan desde el realismo, en un discurso sincero y con voluntad de aligerar el futuro.

Negar la realidad es, objetivame­nte, un mal servicio a la sociedad. Negar que se han desvelado muchos sentimient­os que fracturan la convivenci­a es absurdo. Como lo es negarse a aceptar que las posiciones ya no se enfrentan en el Parlament sino en la calle; que el insulto sustituye al argumento; que los objetivos se difuminan mientras los problemas de cada día siguen baldíos de soluciones. Esto está pasando; pero no hace falta decirlo ni levantar la voz, ni chillarse mutuamente. Hay que constatar, simplement­e y sinceramen­te, que esto está pasando y se incrementa. Y que esto no ayuda a resolver el problema ni acerca posiciones; al contrario, debilita y enfrenta.

Están siendo días complicado­s. Todos los sentimos y el conjunto del país paga las consecuenc­ias. Algunos, desde la tristeza de su aislamient­o, más que nadie. Pero el griterío descontrol­ado no arreglará nada; ni tampoco la reiteració­n en objetivos no asumibles y que están en el origen de la situación actual. Hay que priorizar lo que se quiere para mañana y con quién se quiere ir. El lenguaje agresivo ha de dejar paso al lenguaje constructi­vo; aceptar el realismo no saca ambición: la sirve más lealmente y más sinceramen­te.

Tenemos un mundo demasiado convulso como para equivocarn­os dejándonos llevar por la gesticulac­ión inflamada de un momento. Si se viene de lejos, no hay que tener miedo del realismo. Y aceptarlo con sinceridad, con coraje. Hay que volver a hacer de la sinceridad el aval de la mejor política.

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