Ellos no informan en el pasillo
¿Cómo pican? ¿Qué lleva a personas formadas y con capacidad crítica en cualquier otro ámbito de la vida a acercarse llenos de fe y credulidad a la magia de unas gotas de clorito de sodio o de unas hierbas cultivadas al modo ancestral (sin tener ni idea de lo que significa tal cosa)?
Probablemente el comienzo sea un diagnóstico que te tumba de espaldas, porque sugiere que puedes morirte de esto o porque indica un durísimo camino por delante sin ninguna luz al fondo.
Le sigue quizá una ausencia de información suficiente por parte de quienes te atienden. A lo que se suma una frecuente falta de empatía. Nadie que se ponga en tu lugar para afrontar miles de dudas, para atender preguntas que surgirán al cabo de horas o días. Ninguna referencia de otros que ya se han enfrentado a lo mismo y pueden contarte cómo se han ido haciendo cargo del problema nuevo que ha aparecido en tu vida.
Qué va. A veces, todo lo contrario: información en un pasillo, cejas fruncidas, gesto de “acabemos pronto, que tengo cosas importantes que hacer” o manifiestamente enfadados contigo porque no has entendido nada de la catarata de malas noticias que te acaba de caer encima.
La oferta de milagros vive en parte de un hábil manejo de la comunicación, de la que la medicina con evidencia y reconocimiento podría aprender mucho. Pero sobre todo se nutre de las carencias de un sistema –sanitario y universitario– que no prepara a sus profesionales para gestionar la realidad, sólo el éxito.
Demasiado a menudo no hay sitio para explicar cómo puedes adaptar tu vida a un niño autista, o cómo prever los sobresaltos de una diabetes inestable o el reconocimiento humilde de lo que se sabe sobre el cáncer de próstata.