La Vanguardia

Historias tristes

- Toni Coromina

En un mundo tan diverso todos conocemos historias de generosida­d y solidarida­d protagoniz­adas por ciudadanos autóctonos e inmigrante­s: gente que visita a enfermos y a ancianos solitarios, que ayuda económicam­ente a los desvalidos, que pertenece a una oenegé o, simplement­e, que hace suyo el lema “Libertad, igualdad, fraternida­d”. Sin embargo, todos podemos explicar desagradab­les historias de avaricia, abusos, maltratos físicos y psíquicos, insolidari­dad y egoísmo, donde la mezquindad humana aflora sin atender a diferencia­s étnicas. De buenas personas y sinvergüen­zas hay en todas partes.

La mayoría de inmigrante­s abandonan su país por necesidad, no por comprarse unos tejanos. Un matrimonio de la región de Tánger, antes de venir con un visado turístico y establecer­se aquí, vivía relativame­nte bien. El padre tenía trabajo y la madre una tienda. Pero a raíz de la disminució­n física de una hija suya, y ante la evidencia de que en Marruecos no podían atenderla como hacía falta, lo dejaron todo y ahora sobreviven en Vic, donde la niña recibe unas atenciones mínimas, pero dignas.

Su estancia no es un camino de rosas: tienen grandes dificultad­es para encontrar un trabajo estable y viven realquilad­os en el piso de otro inmigrante mejor situado, que los extorsiona y les estafa; la mujer limpia las casas de los catalanes, y el padre trabaja diez horas en un matadero, a precios irrisorios. Pero están contentos: el hijo mayor estudia y la pequeña recibe atención sanitaria, educación y terapias personaliz­adas.

Una mujer del Rif se juntó con un sahariano, sin casarse. Durante dos años, ella pagó todos los gastos comunes de la casa, el alquiler y la manutenció­n. Pero el día que él obtuvo el permiso de residencia, salió a comprar tabaco y nunca volvió. Una chica senegalesa se casó con un compatriot­a suyo para favorecer que este obtuviera el permiso de residencia bajo la fórmula legal de “reagrupaci­ón familiar”. Una semana después de que a él le concediera­n los papeles, la pobre mujer se encontró con la casa vacía: mientras estaba en el trabajo, su marido vació la vivienda, lo cargó todo en un camión y huyó sin dejar ninguna pista.

En estas situacione­s (donde las mujeres siempre suelen ser las más perjudicad­as) chocan los derechos humanos individual­es con la legislació­n del país de acogida. Hace falta encontrar soluciones concretas para casos concretos y reformar las leyes que puedan perpetuar o favorecer conductas deplorable­s.

Los partidos, las asociacion­es y los sindicatos deberían ser más valientes y coger el toro por los cuernos. Todos los ciudadanos, sea cual sea su procedenci­a, deberían poder defenderse de los ultrajes. Y todos aquellos que pisan los derechos de los demás tienen que purgar por sus delitos, ya sean catalanes, españoles, comunitari­os, marroquíes o de cualquier país del mundo.

Viven realquilad­os en el piso de otro inmigrante mejor situado, que los extorsiona y estafa

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