La Vanguardia

Valorar y ayudar a los misioneros

- Joan-enric Vives J.-E. VIVES, arzobispo de Urgell

Cuando hace pocos meses de la pérdida del misionero catalán que ha dejado más huella en los últimos tiempos, el obispo claretiano de Saô Felix do Araguaia, Pere Casaldàlig­a, fiel discípulo de San Antonio M. Claret, llega este domingo la Jornada del Domund, que nos invita a reflexiona­r, interceder y renovar nuestro interés por los misioneros de la Iglesia, derramados por todo el mundo, y también por nuestra comunión con la vida, los proyectos y la dignidad de las Iglesias jóvenes, oficialmen­te denominada­s “territorio­s de misión”. El obispo Pere Casaldàlig­a arraigó en Brasil e hizo suyas las causas de aquellos a quienes servía como pastor misionero, encarnando el sentido misionero y luchador de la Iglesia defensora de los pobres y los humildes. Con los otros grandes misioneros que nuestras tierras han dado a la Iglesia y en el mundo, hoy lo recordamos a él con acción de gracias, sabiendo que “recordar” es volver a pasar de nuevo por el corazón. También muchos otros misioneros como él están compartien­do los dones de la fe y del servicio liberador que Dios les ha dado y quieren que todos puedan conocer a Cristo para poder amarlo y seguir. ¿Cómo lo podrían hacer sin que nadie les hablara, ni nadie fuera enviado? (cf. Romanos 10).

Cuánto de bien y de amor que se derrama en el mundo a través de los misioneros. Son personas bien reales, presentes en los rincones y periferias más insospecha­das, por más que a menudo quedan ocultas en nuestros ojos miopes y superficia­les del mundo rico y suficiente en que vivimos. Y son un gran tesoro para la comunidad cristiana. Os invito a mantener el interés por las misiones y a seguir suscitando en las parroquias, escuelas y comunidade­s la conciencia de la misión hacia fuera, “ad gentes”, para reanudar con nuevo impulso la responsabi­lidad de proclamar el Evangelio liberador y salvador que une a todos los bautizados. El papa Francisco insiste en alimentar el ardor de la actividad evangeliza­dora de la Iglesia, ya que tenemos que vivir en estado permanente de misión. Hace un año celebrábam­os un “mes misionero” que estimuló el ímpetu que el Espíritu Santo ha puesto en el corazón de los cristianos. La misión ha dejado de ser –si es que alguna vez lo fue– cosa de unos pocos y de un determinad­o momento. Ahora lo es de todos los cristianos y en todo momento.

Por más que la pandemia haya herido y desestruct­urado muchas cosas, por más que las necesidade­s materiales y humanas abunden entre nosotros, no podemos dejar de rogar, amar y ayudar materialme­nte a las iglesias jóvenes y a los misioneros que, dejándolo todo, se han marchado a anunciar el Evangelio. Son nuestros hermanos y estamos obligados a no olvidarlos y a cooperar al sostén de la obra misionera tan excelente que llevan a cabo. El papa Francisco nos recuerda que “la misión, la Iglesia en salida, no es un programa, una intención que se consigue mediante un esfuerzo de voluntad. Es Cristo que saca la Iglesia de sí misma (...) Todos tienen una dignidad humana fundada en el llamamient­o divino a ser hijos de Dios, para convertirs­e, por medio del sacramento del bautismo y por la libertad de la fe, en lo que son desde siempre en el corazón de Dios.” Él sigue buscando a quién enviar al mundo y a cada pueblo, para testimonia­r su amor, su salvación del pecado y de la muerte, su liberación del mal. Y si no es marchando a países y culturas lejanas, tenemos que vivir este envío entre los que nos rodean, porque la misión siempre está cerca.

No podemos dejar de rogar, amar y ayudar a las iglesias jóvenes y los misioneros que anuncian el Evangelio

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