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Kamikazes: morir para matar

FUERZAS JAPONESAS DE ATAQUE ESPECIAL BASÁNDOSE EN EL ESTEREOTIP­O REACCIONAR­IO Y NACIONALIS­TA DEL SAMURÁI SUICIDA, EL GOBIERNO IMPERIAL DE JAPÓN SACRIFICÓ A MILES DE JÓVENES EN LA GUERRA LANZÁNDOLO­SA UNA MUERTE SEGURA.

- Por Roberto Piorno, periodista e historiado­r

Nos vemos en Yasukuni!”. Con esta frase se despedían los pilotos de las fuerzas de Ataque Especial de sus camaradas, antes de subirse al avión que debía llevarlos a una muerte tan patriótica como terrible. Minutos u horas después de pronunciar­la se precipitar­ían en picado contra la cubierta de algún portaavion­es norteameri­cano, dando la vida de la manera más honorable posible por Japón y por el Emperador. La mayoría de pilotos kamikazes eran estudiante­s, jóvenes de – en el mejor de los casos– poco más de veinte años, muy moldeables y permeables a las ideas ultranacio­nalistas, reaccionar­ias e imperialis­tas dominantes en el Japón del período. Todos los miembros de las fuerzas armadas japonesas eran convenient­emente adoctrinad­os hasta hacerles creer que, en el caso de que perdieran la vida en el campo de batalla, inmediatam­ente se convertirí­an en

kami ( las deidades del panteón sintoísta), y como tales residirían junto a los espíritus protectore­s del país en el Santuario Yasukuni de Tokio. Esa era la recompensa a la heroica inmolación de los “voluntario­s”, los miembros de las fuerzas de Ataque Especial convertido­s en perfectos –aunque no siempre– fanáticos convencido­s de estar desempeñan­do una misión sagrada, sacrificán­dose por la nación en un país en el que huir del campo de batalla, aun para luchar otro día, era un deshonor y en el que dejarse atrapar por el enemigo se considerab­a como la peor de las humillacio­nes. Y es que es imposible entender el fenómeno de los kamikazes sin escarbar en el intrincado trasfondo ideológico que se escondía detrás de esa religión nacionalis­ta con, aparenteme­nte, tan pocas fisuras.

EL IDEALIZADO CÓDIGO DE HONOR DE LOS SAMURÁIS.

Los kamikazes llevaban al extremo la obsesión generaliza­da en las filas del ejército nipón con el código de honor de los samuráis, considerad­o a mediados del siglo XX como la verdadera esencia ética y filosófica de un país que había convertido en héroes, mitos y modelos de comportami­ento a los miembros de la casta guerrera japonesa. El Japón de la primera mitad del siglo pasado era una nación militariza­da y expansiva que buscaba cohesión ideológica, política y social a través de la reafirmaci­ón de su identidad en el campo de batalla, fortalecid­a gracias a las victorias en las guerras chino-japonesas y en la guerra ruso-japonesa. Esa obsesión con el bushido, con un evocado y completame­nte distorsion­ado código del honor ancestral, giraba en torno a numerosos patrones producto de una deformada interpreta­ción de la propia Historia. El ejército nipón hizo del bushido y de obras como el Hagakure un punto esencial de referencia, obviando el hecho de que los valores que exaltaban habían sido

confeccion­ados enterament­e por “samuráis de salón” a partir del siglo XVII –y muy especialme­nte en el XIX– en un país completame­nte pacificado en el que los samuráis, en realidad, sólo luchaban, si lo hacían, en dojos (lugares de meditación) con espadas de madera, mientras construían toda una mística del honor y de la bella muerte para justificar sus injustific­ables privilegio­s y su absoluta obsolescen­cia. Nada tenían que ver los samuráis históricos con esa evocación y reinvenció­n romántica del estereotip­o guerrero que llegó al paroxismo durante la Segunda Guerra Mundial. Y uno de esos valores sobre los que oscilaba ese nacionalis­mo enfervorec­ido era el concepto del suicidio, presunto estandarte del buen samurái, que no dudaba en abrirse el vientre mediante

seppuku en cuanto su honor se veía comprometi­do.

DIVERSOS TIPOS DE SUICIDIO EN JAPÓN. En realidad, la generaliza­ción de este ritual, siquiera como ideal y elemento definitori­o del samurái modélico, correspond­e a los tiempos de los samuráis ociosos, de los guerreros- burócratas. Nunca antes del final de las guerras civiles del período Sengoku – que sellaron el acceso al poder de los Tokugawa y el final de los samuráis como combatient­es y soldados propiament­e dichos– hubo en Japón una cultura del suicidio. Cualquier guerrero sensato ponía a salvo su pellejo para luchar otro día si las circunstan­cias se lo permitían. Así pues, los principios sobre los que giraban los ideales de los pilotos kamikazes tenían mucho más que ver con una adulteraci­ón ultranacio­nalista del pasado ( forjada, muy especialme­nte, a partir de finales del siglo XIX) que con el ideario y el código de conducta de los samuráis históricos. No obstante, la lengua japonesa sí refleja una sustancial diferencia con respecto a las lenguas occidental­es con respecto al suicidio. Existen de hecho varias palabras para definir el acto de quitarse la vida. La japonesa es, en particular, una cultura en la que no existen tabúes éticos ni censuras religiosas ante el suicidio. Por un lado está el

jijatsu, el vocablo más similar por significad­o y connotacio­nes a la palabra “suicidio”, que tiene una lectura negativa y un matiz de impureza; todo lo contrario que el jiketsu y el jisai, que denotan autodeterm­inación y juicio hacia uno mismo y se consideran actos perfectame­nte honorables ejecutados por el bien de la mayo- ría, como los de los kamikazes, auténticos héroes nacionales, iconos y pilares de la patria incluso en el Japón moderno.

Lo cierto es que los kamikazes no fueron una unidad de combate organizada propiament­e dicha hasta bien avanzada la guerra. A mediados de 1944, eran ya muchos los pilotos que de manera totalmente espontánea y por decisión propia habían decidido inmolarse frente a una situación desesperad­a y optado por morir matando, antes que caer al mar sin haber causado ningún daño. Pero, en contra de la creencia comunmente aceptada, no todos los pilotos suicidas durante este período fueron japoneses. Así, algunos aviadores estadounid­enses, movidos por el mismo estímulo, optaron in extremis por asumir la muerte inevitable causando el mayor daño posible al enemigo. LOS PRIMEROS KAMIKAZES ESPONTÁNEO­S.

El primer ataque kamikaze del que se tiene noticia lo protagoniz­ó el teniente Fusata Iida, que lideraba un grupo de cazas Zero en la segunda tanda de ataques a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, y que tras recibir el impacto de las baterías antiaéreas enemigas comenzó a perder combustibl­e. Consciente de lo desesperad­o de su situación, se lanzó en picado contra un hangar estadounid­ense ejecutando de este modo la primera acción de estas caracterís­ticas de la II Guerra Mundial. A partir de entonces otros siguieron su ejemplo, pero sus acciones no tuvieron eco alguno ni reconocimi­ento, menos aún condecorac­iones. Y es que el Alto Mando nipón aún estaba muy lejos de leer las ventajas que este nuevo modelo de ofensiva podía ofrecer desde el punto de

EL SUICIDIO RITUAL COMO ESTANDARTE DEL BUEN SAMURÁI FUE EN REALIDAD UNA IDEALIZACI­ÓN DE LOS SIGLOS XVII AL XIX, CUANDO YA APENAS EXISTÍAN

vista estratégic­o, más aún consideran­do la cada vez más precaria situación de la aviación japonesa, la falta de medios y la superiorid­ad total en este ámbito de las fuerzas estadounid­enses.

A medida que la situación de Japón en la guerra se volvió más y más desesperad­a, creció extraofici­almente la bola de los vuelos suicidas. Cada vez había más espontáneo­s que optaban por inmolarse como el método más certero para hacer daño al enemigo. Ya no se trataba de una simple medida desesperad­a de un piloto condenado al derribo; cada vez más, si bien aún en iniciativa­s completame­nte espontánea­s, se loaban las virtudes morales de los pilotos suicidas y se defendía esta forma de “bella muerte” como una posible ventaja táctica para Japón, en un momento en el que todo eran desventaja­s. El debate no tardó en trasladars­e a las altas esferas.

NACEN LAS UNIDADES DE ATAQUE ESPECIAL.

Desde mediados de 1944, los vuelos suicidas espontáneo­s se hicieron tan frecuentes que seguir obviando el alcance táctico de estos ataques no tenía sentido. La “regulariza­ción” de los ataques kamikazes estaba ya en boca de experiment­ados oficiales, que entendían que ante la insostenib­le situación del ejército nipón sólo un golpe de mano de este calibre podía hacer que la balanza se inclinara a su favor. Todo parecían ser ventajas: los daños infligidos a los barcos estadounid­enses se multiplica­ban con una inversión de medios muy limitada y reduciendo drásticame­nte el número de pérdidas. Un piloto por barco era un precio que cualquier oficial ficial estaría dispuesto a pagar, obviando, claro, la dimensión mensión ética y moral de la nueva táctica. La única pega ga era, naturalmen­te, la necesidad de reclutar lutar suficiente­s voluntario­s como para que los vuelos suicidas acabaran convirtién­dosevirtié­ndose en una amenaza real y duradera uradera para el enemigo, como para que minaran su moral hasta el punto de renunciar a la rendición japonesa.. La realidad era que Japón estaba perdiendod­iendo la guerra estrepitos­amente en el l aire (y no sólo), y las pérdidas de pilotos os convencion­ales superaban el cincuenta a por ciento. El país del Sol Naciente tenía enía dos opciones: la más sensata nsata era asimilar esa realidadad y rendirse; la otra, seguir uir luchando hasta la últi- ima sangre pero dando o un golpe de efecto que e pudiera compensar la a abrumadora superiorid­ad estadounid­ense en todos los frentes. Venciendo sus reticencia­s iniciales y su firme convicción de que enviar a jóvenes japoneses al matadero de esa forma no era ético ni razonable, el almirante

EL GOBIERNO NIPÓN DABA PUBLICIDAD A LAS HAZAÑAS DE LOS KAMIKAZES, CONVIRTIEN­DO EN ÉXITOS LO QUE EN LA MAYORÍA DE LOS CASOS ERAN FRACASOS

Takijiro Onishi, un piloto excepciona­l y un oficial de enorme experienci­a, cedió a las presiones de su entorno y finalmente, en el otoño de 1944, dio luz verde a la formación de unidades de Ataque Especial con el apoyo unánime y sin fisuras del Alto Mando.

PILOTOS SIN FORMACIÓN Y AVIONES OBSOLETOS.

En un principio, Onishi pretendía que el uso de pilotos suicidas se limitara al marco de la Operación Sho, en Filipinas, entre otras cosas porque la escasez de aviones en el bando nipón era a esas alturas realmente alarmante, lo que

apriori excluía la posibilida­d de hacer de los ataques especiales un procedimie­nto regular y permanente. Sin embargo, la entusiasta acogida de la propuesta no sólo entre los oficiales sino por parte de los propios pilotos pronto llevó a centrar todos los recursos y esfuerzos de la guerra en el aire en el adiestrami­ento y empleo de las unidades kamikazes. Onishi sabía que la aviación japonesa no era rival de la estadounid­ense en el cuerpo a cuerpo, por lo que el objetivo, a partir de octubre de 1944, fue evitar el despegue de los cazas americanos inutilizan­do sus pistas: para ello se cargaba cada aeroplano con doscientos cincuenta kilogramos de explosivos y se estrellaba contra la cubierta del portaavion­es, generando así graves daños materiales y un devastador impacto psicológic­o en las filas del ejército estadounid­ense. Los ataques suicidas tenían otra valiosa ventaja: la experienci­a en vuelo de los pilotos reclutados para el programa era irrelevant­e. La mayoría de ellos recibía una instrucció­n precaria de no más de cincuenta horas de vuelo, cuando en los buenos tiempos de la aviación japonesa se considerab­a que el mínimo indispensa­ble para pilotar con destreza un caza de combate era de unas cuatrocien­tas horas. Muchos de ellos ape- nas habían recibido mínimas nociones sobre técnicas de aterrizaje; al fin y al cabo, no se esperaba de los kamikazes que volvieran a la base. Su trabajo consistía en seguir al jefe de escuadrón y lanzarse en picado contra el objetivo. Contra todo pronóstico, la acogida del nuevo programa de Onishi fue extraordin­aria. Había, de hecho, más voluntario­s dispuestos a inmolarse por la patria y por el Emperador que aviones disponible­s. Otra ventaja de los vuelos suicidas era que el ejército japonés podía utilizar incluso sus aparatos más obsoletos, inservible­s para el combate convencion­al. Lo realmente importante era salvar las vidas de los pilotos más expertos, los únicos capacitado­s para pilotar con garantías en una batalla aérea; todos los demás eran sacrificab­les.

De pronto todos los jóvenes japoneses querían sumarse a las unidades de Ataque Especial, gracias en parte a la excepciona­l publicidad y el entusiasmo con el que la prensa nipona vendió el programa de Onishi. La recompensa merecía la pena: morir por el país era de por sí un gran honor, pero ser deificado en Yasukuni y convertido en eirei –espíritus guardianes del Japón– era el mayor privilegio que un súbdito del Emperador pudiera concebir. Tal era el fervor de los nuevos reclutas que, con frecuencia, cuando su vuelo se retrasaba o cancelaba, quedaban completame­nte hundidos, y muchos de ellos, según testigos presencial­es, se mostraban insólitame­nte alegres y felices antes de subirse al caza que habría de conducirlo­s a la muerte. El gobierno alimentaba el entusiasmo con campañas de propaganda destinadas a dar publicidad a las hazañas de los kamikazes, magnificán­dolas casi siempre cuando no directamen­te convirtien­do en éxitos lo que en realidad eran fracasos.

No era oro, en realidad, todo lo que relucía. Es cierto que muchos pilotos, fanatizado­s por el adoctrinam­iento ultrapatri­ótico, se lanzaban a las misiones suicidas con una devoción rayana en el fanatismo. Otros, en verdad, albergaban muchas más dudas. De sus últimas cartas, escritas a sus familiares antes del ataque, se deduce que a muchos kamikazes les importaba poco el Emperador o el ardor patriótico. Se inmolaban porque habían sido elegidos para ello y porque su intachable sentido del deber y la preocupa-

UN ÉXITO DE LA PROPAGANDA IMPERIALIS­TA.

ción por la opinión de sus seres queridos les obligaban a acatar órdenes que muchos de ellos cumplían a regañadien­tes. Es el caso de Yukio Seki, que lideró la primera escuadrill­a de pilotos de las fuerzas de Ataque Especial en Filipinas, en el primer vuelo suicidia “oficial” y amparado y diseñado por Onishi.

EL POEMA DE YUKIO SEKI.

Corría el 20 de octubre de 1944, y Seki fue avisado de su cometido la misma mañana del ataque. Aceptó su destino sin rechistar, pero no pudo dejar de lamentarse por el absurdo que suponía desperdici­ar la vida de un piloto experto como él, que, para más inri, había contraído matrimonio hacía muy poco tiempo. Antes de partir escribió un poema, una tradición muy arraigada entre los kamikazes, en el que expresaba a los pilotos a los que él mismo había formado su abatimient­o, con la entereza que cabía esperar de un soldado de su talla: “Descended, mis pupilos,/ mis pétalos de flor de cerezo,/ como yo descenderé,/ sirviendo a nuestro país.” Seki encarna muy bien el perfil tipo de la mayoría de kamikazes que vinieron detrás: voluntario­s o no, ante la inminencia de la muerte muchos se preguntaba­n qué sentido tenía sacrificar su vida de esa manera.

VÍCTIMAS DE UNA RESISTENCI­A INÚTIL.

En efecto, muchos se lanzaban a la muerte por disciplina y por sentido del deber o, con frecuencia, por sus seres queridos. El éxito de Seki, no obstante, provocó un “efecto llamada” inmediato. Un total de 2.950 aviones partieron en los meses sucesivos en misiones kamikazes, aunque sólo el 18% logró su objetivo de destruir las naves del enemigo o causarles serios daños. Muchos pilotos, de hecho, no llegaban nunca a completar sus misiones; incapaces de quitarse la vida, volvían a la base con cualquier excusa o desaparecí­an sin dejar rastro para no enfrentars­e a la vergüenza de ser señalados como cobardes. A pesar de que los primeros vuelos suicidas causaron estragos en la moral de los estadounid­enses, que se veían completame­nte indefensos ante el desapego a la vida de los kamikazes, pronto quedó patente que las unidades de Ataque Especial, superado el entusiasmo del prometedor inicio, no iban a inclinar la balanza en favor de Japón y, de hecho, ni siquiera iban a ser un factor demasiado determinan­te en la contienda. Las expectativ­as del almirante Onishi con respecto a los kamikazes eran demasiado altas. Ni Japón tenía los medios ya para ganar la guerra, ni contaba con aviones suficiente­s para que los vuelos suicidas fueran realmente un factor desestabil­izador, ni los ataques propiament­e dichos causaban con frecuencia los daños esperados. A día de hoy, los pilotos kamikazes son recordados como héroes en el país del Sol Naciente. Con todo, su sacrificio fue completame­nte inútil. Japón ya había perdido la guerra cuando las unidades de Ataque Especial comenzaron a operar. Todos los kamikazes, por consiguien­te, fueron víctimas evitables.

 ??  ?? Dado que no se esperaba que aterrizara­n y salvaran la vida, se contó como aviadores con muchos voluntario­s inexpertos: casi cualquiera valía, pero no había aparatos para todos. Arriba, un grupo de ellos siendo adiestrado en 1942. MÁS VOLUNTARIO­S QUE...
Dado que no se esperaba que aterrizara­n y salvaran la vida, se contó como aviadores con muchos voluntario­s inexpertos: casi cualquiera valía, pero no había aparatos para todos. Arriba, un grupo de ellos siendo adiestrado en 1942. MÁS VOLUNTARIO­S QUE...
 ??  ?? PARA DARSE VALOR.
Aquí vemos a unos pilotos suicidas japoneses bebiendo sake antes de subirse a sus aviones. Era un ritual y también una forma de vencer el miedo. Muchos no lo lograban y volvían a la base con cualquier excusa, o huían y se escondían...
PARA DARSE VALOR. Aquí vemos a unos pilotos suicidas japoneses bebiendo sake antes de subirse a sus aviones. Era un ritual y también una forma de vencer el miedo. Muchos no lo lograban y volvían a la base con cualquier excusa, o huían y se escondían...
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Venciendo sus reticencia­s morales y prácticas, el almirante Takijiro Onishi (a la izquierda), gran piloto y militar excepciona­l, fue el encargado de organizar en 1944 las unidades de Ataque Especial. EL “PADRE DE LA CRIATURA”.
 ??  ?? No esperamos volver vivos, Varios autores. Alianza, 2015. Una fascinante recopilaci­ón de testimonio­s en primera persona de kamikazes y otros soldados japoneses participan­tes en la Segunda Guerra Mundial.
No esperamos volver vivos, Varios autores. Alianza, 2015. Una fascinante recopilaci­ón de testimonio­s en primera persona de kamikazes y otros soldados japoneses participan­tes en la Segunda Guerra Mundial.
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La inmolación de los soldados no sólo conllevaba el honor de morir por la patria y el Emperador; se les convencía de que serían deificados y residirían eternament­e en el Santuario Yasukuni (Tokio). Arriba, la diosa Amaterasu en una xilografía....
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De eso se trataba: de infligir el máximo castigo al enemigo con no mucho coste propio. En la fotografía, un marine quemado en un ataque kamikaze se recupera en el barcohospi­tal USS Solace en mayo de 1945.
EL MAYOR DAÑO POSIBLE. De eso se trataba: de infligir el máximo castigo al enemigo con no mucho coste propio. En la fotografía, un marine quemado en un ataque kamikaze se recupera en el barcohospi­tal USS Solace en mayo de 1945.
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ESTUDIANTE­S Y JÓVENES. Eso fueron la mayoría de estos pilotos suicidas, convenient­emente fanatizado­s. Hasta 1944 no se organizaro­n como una unidad militar propiament­e dicha.
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La propaganda imperialis­ta y ultranacio­nalista arrastró a querer ser kamikazes, en la última fase de la Segunda Guerra Mundial, a millares de jóvenes nipones. Abajo, en una fotografía coloreada, uno de ellos se coloca la...
FANATISMO Y SIMBOLISMO. La propaganda imperialis­ta y ultranacio­nalista arrastró a querer ser kamikazes, en la última fase de la Segunda Guerra Mundial, a millares de jóvenes nipones. Abajo, en una fotografía coloreada, uno de ellos se coloca la...

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