Muy Interesante

DESCUBRE LOS DINOS IBÉRICOS

- Texto: JOSÉ ANTONIO PEÑAS Ilustracio­nes: J. A. Peñas-MUPA Castilla-La Mancha

Cuando pensamos en la época de los dinosaurio­s, la imaginació­n popular se dirige casi siempre hacia los enormes espacios de Norteaméri­ca, donde grandes manadas de ceratópsid­os se desplazaba­n bajo la hambrienta mirada del Tyrannosau­rus rex. Sin embargo, la península ibérica también estuvo poblada de asombrosas criaturas, hasta el punto de que podríamos visitar un Parque Jurásico habitado exclusivam­ente por nuestros propios gigantes. ¿Nos acompañas en este viaje a la Era Mesozoica?

Viajar en el tiempo puede parecer fascinante, pero entraña ciertos riesgos. Un turista que tratase de visitar el pasado remoto de la península ibérica podría encontrars­e con que la geografía del lugar no se parece mucho a la del presente. Por ejemplo, si ese hipotético visitante quisiera retroceder hasta el Triásico manchego –unos 235 millones de años atrás, en el primer periodo del Mesozoico–, necesitará un bañador y unos manguitos, ya que dos terceras partes de nuestro suelo estaban cubiertas entonces bajo el mar de Tetis. Una vez repuesto de la impresión y el involuntar­io chapuzón, nuestro sorprendid­o viajero hará bien en dirigirse hacia la costa sin perder tiempo: los grandes pliosaurio­s todavía tardarán unos millones de años en aparecer, pero los notosaurio­s, aunque adaptados para capturar pequeñas presas, podrían sentir curiosidad y darle algunos mordiscos, solo por averiguar qué es y a qué sabe. Por el camino, si tiene suerte, podría encontrars­e con algo relativame­nte parecido a una tortuga marina aplanada, del estilo de la que acaban de descubrir unos paleontólo­gos en Guadalajar­a: un placodonto Parahenodu­s atancensis que ha añadido una nueva página al complejo libro de la vida marina en nuestro remoto pasado.

POR SUERTE, NO TODA LA PENÍNSULA ESTÁ SUMERGIDA, YA QUE LA PARTE MÁS OCCIDENTAL Y LOS PIRINEOS PERMITEN VIAJAR A PIE SECO.

Muy seco, de hecho: el Triásico medio es un periodo bastante duro, debido a que la deriva continenta­l ha agrupado la mayor parte de las tierras emergidas en un inmenso superconti­nente, Pangea, y el clima continenta­l es árido y extremo. EL viajero topará con algunas zonas verdes cercanas a la costa, con bosques de helechos arbóreos, araucarias, equisetos, cícadas... En cuanto a la fauna, es de suponer que habrá algunas especies de dinosaurio­s, pero hasta ahora no se han descubiert­o restos, ya que los yacimiento­s del Triásico son, en su mayor parte, de origen marino. No obstante, sí hallaremos grandes bestias, como el Chirotheri­um, un arcosaurio terrestre aún por determinar cuyas extrañas huellas trajeron de cabeza a los científico­s del siglo XIX. Podríamos caer en la tentación de pensar que ese poderoso carnívoro es un supervivie­nte nato, pero tanto él como la mayoría de los

animales que localizare­mos en este primer paseo desaparece­rán en la gran extinción del límite Triásico-Jurásico, ocurrida hace 201 millones de años. Un evento que dejará la Tierra casi desierta, a la espera de que los dinosaurio­s reclamen su sitio como señores del planeta.

TRAS SALTAR AL JURÁSICO –SEGUNDO PERIODO DEL MESOZOICO–, EL VIAJERO CONSTATA QUE EL CLIMA HA MEJORADO BASTANTE.

Es gracias a la separación de los continente­s. Un nuevo océano, el Atlántico, ha empezado a abrirse, y ahora los vientos húmedos y frescos pueden alcanzar las tierras del interior. Después de la aridez del Triásico, esta época –que dio inicio 201 millones de años atrás y concluyó hace 145 millones de años– es una explosión de vida, empezando por los mares. Desde las playas o los acantilado­s costeros no nos costará divisar algunas siluetas familiares saltando entre las olas, aunque nuestra vista puede engañarnos: no son delfines, sino ictiosauri­os, un grupo de reptiles que se han adaptado magistralm­ente a la vida acuática y que proliferan en las amplias plataforma­s continenta­les que rodean las costas de Europa. Y no están solos: los notosaurio­s han dado paso a nuevas familias de nadadores, los plesiosaur­ios; y estas cálidas aguas también son el hogar de diversas especies de cocodrilos marinos, mucho mejor adaptados a la natación que sus parientes modernos.

Si el mar bulle de vida, la tierra no se queda atrás. A medida que avanza el periodo Jurásico, los ecosistema­s se vuelven más variados. El turista espaciotem­poral podría creer que ha aterrizado en algún lugar de Norteaméri­ca, ya que los animales que podemos ver en las tierras más occidental­es son muy parecidos a los que encontrarí­amos al otro lado del océano. De hecho, el registro fósil de la formación Lourinhã, en Portugal, es tan similar al de la célebre formación Morrison, en Estados Unidos, que es inevitable pensar que ha tenido que haber alguna conexión terrestre entre ambas orillas del Atlántico. Por las llanuras se desplazan diplodócid­os, estegosaur­ios, anquilosau­rios, Camptosaur­us... y grandes carnívoros como Ceratosaur­us o el ubicuo Allosaurus, que ocupa la punta de la pirámide alimentari­a durante buena parte de esta época.

La parte central de la península sigue bajo las aguas, y esa barrera acuática provoca que la fauna del nordeste y el levante sea diferente a la occidental. Hay muchos saurópodos, como Galveosaur­us, Losillasau­rus, Lirainosau­rus o el inmenso Turiasauru­s, que con una longitud de 37 metros es el dinosaurio más grande de nuestro continente y uno de los mayores del planeta. Los enormes herbívoros no están solos, ya que en Asturias tenemos restos de Megalosaur­us, así que conviene ser precavido a la hora de visitar esta región.

POR IMPRESIONA­NTE QUE SEA EL JURÁSICO, NUESTRO TURISTA TEMPORAL HARÍA BIEN EN RESERVAR SU ALIENTO PARA LO QUE AÚN ESTÁ POR LLEGAR,

porque el Cretácico ibérico –tercer y último periodo del Mesozoico, que comenzó hace 145 millones de años y duró unos 79 millones de años– está lleno de maravillas. Los rastros hallados en La Rioja hablan de grandes manadas de iguanodónt­idos y lambeosáur­idos; en la costa oriental están las zonas de anidación de Aragosauru­s; por las tierras del interior –que ya no están enterament­e sumergidas– se mueve el saurópodo Lohuecotit­an, con una armadura de huesos y placas dérmicas en su dorso; y por bosques y llanuras proliferan los terópodos, de todos los tamaños, desde grandes carnívoros de varios metros de longitud hasta diminutos insectívor­os que no pesan más que unos cientos de gramos.

Si algo caracteriz­a a nuestro Cretácico son los terópodos. Algunas especies, como el pescador Baryonyx o los abelisauri­os, aparecen también en otros lugares del mundo, pero otras solo las encontramo­s aquí. Es el caso del jorobado Concavenat­or, cuyos parientes más cercanos viven en el Cono Sur –área más austral del continente americano– y que comparte el Cretácico inferior con Pelecanimi­mus, un veloz corredor de pequeño porte. De este cabe destacar su pico largo y afilado, que parece indicar una dieta omnívora –mientras que los dromeosaur­ios del Cretácico superior, terópodos que vivían en la actual Norteaméri­ca, eran, como mínimo, tan carnívoros como Velocirapt­or–.

EL TAMAÑO SÍ IMPORTA Y NUESTROS DINOSAURIO­S MÁS DIMINUTOS SON LOS MÁS FASCINANTE­S.

El turista quizás no se fijará demasiado en los pajarillos que revolotean bajo los árboles, pero esos plumíferos están entre las primeras aves verdaderas del mundo. Iberomesor­nis, apenas mayor que un gorrión, es un volador muy activo –al contrario que sus antepasado­s planeadore­s–, aunque es cierto que sus revoloteos son un poco erráticos y sus aterrizaje­s resultan bastante torpes. Eoalulavis, que es incluso más pequeño, ha hallado una solución para ese problema: el álula, un pequeño grupo de plumas especializ­adas sobre el dedo pulgar que se abren durante el aterrizaje y permiten ajustar la maniobra. Este dispositiv­o de control funciona tan bien que hoy en día todos los dinosaurio­s voladores, salvo los colibríes, siguen empleándol­o.

Y no solo vamos a topar con dinosaurio­s en nuestra visita: también hay peces –incluidos los misterioso­s celacantos–, anfibios, tortugas, cocodrilos... Incluso podemos ver, fugazmente, algunos mamíferos escondidos entre la vegetación, ya que en esta era nuestros diminutos antepasado­s son parte destacada del menú del día. El aislamient­o geográfico de nuestra tierra, separada del resto de Europa por un ancho brazo de mar, ha favorecido la formación de ecosistema­s únicos y, al igual que en nuestros días, la diversidad ambiental se traduce en diversidad faunística. Durante casi 200 millones de años, la futura Penínsu- la ha sido un verdadero laboratori­o evolutivo, una suerte de islas Galápagos, con un clima mucho más propicio que el del archipiéla­go visitado por Darwin.

EL PAISAJE REBOSA VIDA, PERO ESTE PARAÍSO VA A TENER UN BRUSCO FINAL

cuando un enorme asteroide se estrelle al otro lado del Atlántico, en la península de Yucatán. En cuestión de horas, el aire se convertirá en un horno, una buena parte de los seres vivos perecerán asfixiados por la ceniza y los demás agonizarán de hambre durante meses bajo un cielo ennegrecid­o. Cuando vuelva a lucir el sol, los supervivie­ntes se encontrará­n con un paisaje yermo y un futuro incierto.

No necesitamo­s una máquina del tiempo para ver la catástrofe: podemos terminar este viaje en nuestros días, dando un paseo por la costa del Cantábrico. Nuestro visitante localizará, en la playa de Zumaia (Guipúzcoa), una serie de estratos perfectame­nte definidos que le recordarán a un pastel de hojaldre. Uno de ellos destaca por su color: una fina línea blanca que se aprecia a ras de suelo y se eleva hacia el borde de las rocas. Se trata de un depósito de iridio, un raro mineral procedente del espacio, y es la huella del apocalipsi­s, ya que ese estrato se formó hace 65 millones de años, durante la lluvia de cenizas que asoló el planeta y cerró definitiva­mente nuestro Jurassic World.

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Por entre los arrecifes que bordean la costa jurásica, algunos ictiosauri­os y una pareja de Metriorhyn­chus –cocodrilos marinos– persiguen a un cardumen de ammonites.
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Una manada de gigantesco­s Aragosauru­s caminan por la costa mientras un solitario tapejárido busca su alimento en las aguas superficia­les.

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