DESCUBRE LOS DINOS IBÉRICOS
Cuando pensamos en la época de los dinosaurios, la imaginación popular se dirige casi siempre hacia los enormes espacios de Norteamérica, donde grandes manadas de ceratópsidos se desplazaban bajo la hambrienta mirada del Tyrannosaurus rex. Sin embargo, la península ibérica también estuvo poblada de asombrosas criaturas, hasta el punto de que podríamos visitar un Parque Jurásico habitado exclusivamente por nuestros propios gigantes. ¿Nos acompañas en este viaje a la Era Mesozoica?
Viajar en el tiempo puede parecer fascinante, pero entraña ciertos riesgos. Un turista que tratase de visitar el pasado remoto de la península ibérica podría encontrarse con que la geografía del lugar no se parece mucho a la del presente. Por ejemplo, si ese hipotético visitante quisiera retroceder hasta el Triásico manchego –unos 235 millones de años atrás, en el primer periodo del Mesozoico–, necesitará un bañador y unos manguitos, ya que dos terceras partes de nuestro suelo estaban cubiertas entonces bajo el mar de Tetis. Una vez repuesto de la impresión y el involuntario chapuzón, nuestro sorprendido viajero hará bien en dirigirse hacia la costa sin perder tiempo: los grandes pliosaurios todavía tardarán unos millones de años en aparecer, pero los notosaurios, aunque adaptados para capturar pequeñas presas, podrían sentir curiosidad y darle algunos mordiscos, solo por averiguar qué es y a qué sabe. Por el camino, si tiene suerte, podría encontrarse con algo relativamente parecido a una tortuga marina aplanada, del estilo de la que acaban de descubrir unos paleontólogos en Guadalajara: un placodonto Parahenodus atancensis que ha añadido una nueva página al complejo libro de la vida marina en nuestro remoto pasado.
POR SUERTE, NO TODA LA PENÍNSULA ESTÁ SUMERGIDA, YA QUE LA PARTE MÁS OCCIDENTAL Y LOS PIRINEOS PERMITEN VIAJAR A PIE SECO.
Muy seco, de hecho: el Triásico medio es un periodo bastante duro, debido a que la deriva continental ha agrupado la mayor parte de las tierras emergidas en un inmenso supercontinente, Pangea, y el clima continental es árido y extremo. EL viajero topará con algunas zonas verdes cercanas a la costa, con bosques de helechos arbóreos, araucarias, equisetos, cícadas... En cuanto a la fauna, es de suponer que habrá algunas especies de dinosaurios, pero hasta ahora no se han descubierto restos, ya que los yacimientos del Triásico son, en su mayor parte, de origen marino. No obstante, sí hallaremos grandes bestias, como el Chirotherium, un arcosaurio terrestre aún por determinar cuyas extrañas huellas trajeron de cabeza a los científicos del siglo XIX. Podríamos caer en la tentación de pensar que ese poderoso carnívoro es un superviviente nato, pero tanto él como la mayoría de los
animales que localizaremos en este primer paseo desaparecerán en la gran extinción del límite Triásico-Jurásico, ocurrida hace 201 millones de años. Un evento que dejará la Tierra casi desierta, a la espera de que los dinosaurios reclamen su sitio como señores del planeta.
TRAS SALTAR AL JURÁSICO –SEGUNDO PERIODO DEL MESOZOICO–, EL VIAJERO CONSTATA QUE EL CLIMA HA MEJORADO BASTANTE.
Es gracias a la separación de los continentes. Un nuevo océano, el Atlántico, ha empezado a abrirse, y ahora los vientos húmedos y frescos pueden alcanzar las tierras del interior. Después de la aridez del Triásico, esta época –que dio inicio 201 millones de años atrás y concluyó hace 145 millones de años– es una explosión de vida, empezando por los mares. Desde las playas o los acantilados costeros no nos costará divisar algunas siluetas familiares saltando entre las olas, aunque nuestra vista puede engañarnos: no son delfines, sino ictiosaurios, un grupo de reptiles que se han adaptado magistralmente a la vida acuática y que proliferan en las amplias plataformas continentales que rodean las costas de Europa. Y no están solos: los notosaurios han dado paso a nuevas familias de nadadores, los plesiosaurios; y estas cálidas aguas también son el hogar de diversas especies de cocodrilos marinos, mucho mejor adaptados a la natación que sus parientes modernos.
Si el mar bulle de vida, la tierra no se queda atrás. A medida que avanza el periodo Jurásico, los ecosistemas se vuelven más variados. El turista espaciotemporal podría creer que ha aterrizado en algún lugar de Norteamérica, ya que los animales que podemos ver en las tierras más occidentales son muy parecidos a los que encontraríamos al otro lado del océano. De hecho, el registro fósil de la formación Lourinhã, en Portugal, es tan similar al de la célebre formación Morrison, en Estados Unidos, que es inevitable pensar que ha tenido que haber alguna conexión terrestre entre ambas orillas del Atlántico. Por las llanuras se desplazan diplodócidos, estegosaurios, anquilosaurios, Camptosaurus... y grandes carnívoros como Ceratosaurus o el ubicuo Allosaurus, que ocupa la punta de la pirámide alimentaria durante buena parte de esta época.
La parte central de la península sigue bajo las aguas, y esa barrera acuática provoca que la fauna del nordeste y el levante sea diferente a la occidental. Hay muchos saurópodos, como Galveosaurus, Losillasaurus, Lirainosaurus o el inmenso Turiasaurus, que con una longitud de 37 metros es el dinosaurio más grande de nuestro continente y uno de los mayores del planeta. Los enormes herbívoros no están solos, ya que en Asturias tenemos restos de Megalosaurus, así que conviene ser precavido a la hora de visitar esta región.
POR IMPRESIONANTE QUE SEA EL JURÁSICO, NUESTRO TURISTA TEMPORAL HARÍA BIEN EN RESERVAR SU ALIENTO PARA LO QUE AÚN ESTÁ POR LLEGAR,
porque el Cretácico ibérico –tercer y último periodo del Mesozoico, que comenzó hace 145 millones de años y duró unos 79 millones de años– está lleno de maravillas. Los rastros hallados en La Rioja hablan de grandes manadas de iguanodóntidos y lambeosáuridos; en la costa oriental están las zonas de anidación de Aragosaurus; por las tierras del interior –que ya no están enteramente sumergidas– se mueve el saurópodo Lohuecotitan, con una armadura de huesos y placas dérmicas en su dorso; y por bosques y llanuras proliferan los terópodos, de todos los tamaños, desde grandes carnívoros de varios metros de longitud hasta diminutos insectívoros que no pesan más que unos cientos de gramos.
Si algo caracteriza a nuestro Cretácico son los terópodos. Algunas especies, como el pescador Baryonyx o los abelisaurios, aparecen también en otros lugares del mundo, pero otras solo las encontramos aquí. Es el caso del jorobado Concavenator, cuyos parientes más cercanos viven en el Cono Sur –área más austral del continente americano– y que comparte el Cretácico inferior con Pelecanimimus, un veloz corredor de pequeño porte. De este cabe destacar su pico largo y afilado, que parece indicar una dieta omnívora –mientras que los dromeosaurios del Cretácico superior, terópodos que vivían en la actual Norteamérica, eran, como mínimo, tan carnívoros como Velociraptor–.
EL TAMAÑO SÍ IMPORTA Y NUESTROS DINOSAURIOS MÁS DIMINUTOS SON LOS MÁS FASCINANTES.
El turista quizás no se fijará demasiado en los pajarillos que revolotean bajo los árboles, pero esos plumíferos están entre las primeras aves verdaderas del mundo. Iberomesornis, apenas mayor que un gorrión, es un volador muy activo –al contrario que sus antepasados planeadores–, aunque es cierto que sus revoloteos son un poco erráticos y sus aterrizajes resultan bastante torpes. Eoalulavis, que es incluso más pequeño, ha hallado una solución para ese problema: el álula, un pequeño grupo de plumas especializadas sobre el dedo pulgar que se abren durante el aterrizaje y permiten ajustar la maniobra. Este dispositivo de control funciona tan bien que hoy en día todos los dinosaurios voladores, salvo los colibríes, siguen empleándolo.
Y no solo vamos a topar con dinosaurios en nuestra visita: también hay peces –incluidos los misteriosos celacantos–, anfibios, tortugas, cocodrilos... Incluso podemos ver, fugazmente, algunos mamíferos escondidos entre la vegetación, ya que en esta era nuestros diminutos antepasados son parte destacada del menú del día. El aislamiento geográfico de nuestra tierra, separada del resto de Europa por un ancho brazo de mar, ha favorecido la formación de ecosistemas únicos y, al igual que en nuestros días, la diversidad ambiental se traduce en diversidad faunística. Durante casi 200 millones de años, la futura Penínsu- la ha sido un verdadero laboratorio evolutivo, una suerte de islas Galápagos, con un clima mucho más propicio que el del archipiélago visitado por Darwin.
EL PAISAJE REBOSA VIDA, PERO ESTE PARAÍSO VA A TENER UN BRUSCO FINAL
cuando un enorme asteroide se estrelle al otro lado del Atlántico, en la península de Yucatán. En cuestión de horas, el aire se convertirá en un horno, una buena parte de los seres vivos perecerán asfixiados por la ceniza y los demás agonizarán de hambre durante meses bajo un cielo ennegrecido. Cuando vuelva a lucir el sol, los supervivientes se encontrarán con un paisaje yermo y un futuro incierto.
No necesitamos una máquina del tiempo para ver la catástrofe: podemos terminar este viaje en nuestros días, dando un paseo por la costa del Cantábrico. Nuestro visitante localizará, en la playa de Zumaia (Guipúzcoa), una serie de estratos perfectamente definidos que le recordarán a un pastel de hojaldre. Uno de ellos destaca por su color: una fina línea blanca que se aprecia a ras de suelo y se eleva hacia el borde de las rocas. Se trata de un depósito de iridio, un raro mineral procedente del espacio, y es la huella del apocalipsis, ya que ese estrato se formó hace 65 millones de años, durante la lluvia de cenizas que asoló el planeta y cerró definitivamente nuestro Jurassic World.