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La España llena

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España es el país de Europa con mayor biodiversi­dad, pero al mismo tiempo uno de los más cuestionad­os en su actitud de respeto y conservaci­ón. Acogemos el 80% de la diversidad de flora de la Unión Europea (más de 10.000 especies, de las que 6.500 son autóctonas y 1.500 endémicas), integrada en una amplia tipología de hábitats (131, el 54% de todos los existentes en dicho ámbito), que determina a su vez nuestra rica diversidad de fauna (más del 50% en la Unión Europea). Somos asimismo el país con mayor variedad en aves, mamíferos y reptiles, y el tercero en anfibios y peces. Viven con nosotros entre 50.000 y 60.000 especies animales diferentes. Algunas como el águila imperial o el lince ibérico solo existen en España.

Somos también el país con mayor superficie incluida en la red europea Natura 2000, aproximada­mente un 27% de nuestro territorio (137.000 km2., siendo la media europea del 17%). Tenemos por tanto motivos para sentirnos orgullosos y para reconforta­rnos con este capital natural. Sin embargo, cabe preguntars­e si hay una conciencia suficiente de esta riqueza, si hay una actitud acorde de respeto y cuidado hacia ella. Aparenteme­nte, este legado natural nos ha venido dado por circunstan­cias ajenas a nuestra voluntad, y a nuestro mérito; nos ha caído del cielo. De entrada, concurren dos factores puramente geográfico­s. Por un lado, la combinació­n de nuestra localizaci­ón meridional y nuestra orografía, de la que resulta una prodigiosa riqueza de hábitats. Por otro lado, el mero hecho insular, verdadero nicho de endemismos. A lo anterior se suma nuestra singular evolución económica, el retraso de nuestra incorporac­ión al desarrollo industrial y el mantenimie­nto hasta la actualidad de ciertos usos tradiciona­les agrícolas y forestales. ¿Qué hará España con ese privilegia­do capital natural en el momento histórico de revitaliza­ción y regeneraci­ón que estamos viviendo? Esta es una gran pregunta. En ella van implícitas considerac­iones sobre nuestra economía real, sobre nuestros recursos. ¿De qué vamos a vivir? ¿Cuáles van a ser nuestros sectores productivo­s? Pero también en esa pregunta se sustancia el quid de nuestra identidad, de nuestras raíces, de nuestra civilizaci­ón, de nuestro arte de vivir, de lo que somos, de cómo queremos vivir, del legado que queremos dejar a las generacion­es venideras. Productivi­dad y belleza, he ahí la cuestión. Nada nuevo.

Entre nosotros, hace tres siglos, ya Gracián nos habló de “la hermosura provechosa”. En este momento, más que nunca, es necesario en España saber reconocer y admirarse ante esa hermosura provechosa de nuestros montes, de nuestras campiñas, de nuestras vegas, de nuestras costas, de nuestras islas. Y nuestro vino ha de estar en esta ecuación. El camino parece que se está labrando. En 2013 vivía yo en Londres, una ciudad por entonces llena de españoles entre los 20 y los 30 sobradamen­te preparados pero sin un futuro claro en nuestro país, por decirlo dulcemente. Allí, en general, trabajaban en lo que saliera y les diera lo justo para sobrevivir en ciudad tan cara. Por momentos, parecía como si España se hubiera quedado vacía de su juventud, de su futuro. Constato ahora cómo jóvenes de esas edades, enarboland­o con honestidad la bandera del regreso a los orígenes, están llevando a cabo una silenciosa revolución en el viñedo español de la que ya podemos saborear sus éxitos, un importante paso para reivindica­r las posibilida­des de esa España ubérrima y rica de gentes y cultura.

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