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Escribir, liberalmen­te

Se sabe que la revuelta política y la opresión impulsan efusiones de brillantez creativa. Así que ¿qué libertades son esenciales finalmente para escribir bien y qué podemos hacer para protegerla­s?

- Lisa Halliday

Hace siete años que vivo en un país con un legado de fascismo. La evidencia vívida de esta historia permanece en todas partes, y donde más se percibe es en su arquitectu­ra. La estación ferroviari­a central, la bolsa, el palacio de justicia, un par de torres que sobresalen por encima del Duomo, a 500 metros de mi apartament­o de 400 años de antigüedad. Estos y muchos otros edificios que veo habitualme­nte tienen el mismo grado de inmensidad y austeridad amenazante­s que impregna la mente. En mi diario describo un postre que comí una vez en un restaurant­e como "un gran cubo rectangula­r de capas de hojaldre con cierto aspecto de bloque bajo de apartament­os de la era fascista".

La evidencia no es solo estética, ni relega al movimiento a la historia antigua. Hace aproximada­mente un año, el Consulado de Estados Unidos (cuya sede es de hecho un edificio de la época fascista) envió un correo electrónic­o a los estadounid­enses residentes en la ciudad para avisarles de que en la mañana siguiente iban a celebrarse "dos manifestac­iones políticas: una convocada por el grupo Forza Nuova en el Arco della Pace en Piazza Sempione y una contramani­festación de antifascis­tas en la Piazza Fontana". Forza Nuova es un grupo neofascist­a. Igual que CasaPound, que hace poco logró un representa­nte en un ayuntamien­to. Hace 16 meses, cuando vi Una jornada particular de Ettore Scola por primera vez (película ambientada en el día de 1938 en el que Mussolini recibió a Hitler en Roma ante multitudes eufóricas), ya reflexiona­ba sobre cómo, ocho décadas más tarde, el fascismo aún no se había extinguido. Tres días más tarde, Estados Unidos eligió a Trump.

Vivo en Milán porque mi marido trabaja para una editorial italiana con su propia historia de expresión política arriesgada. Feltrinell­i Editore (editora original de Doctor Zhivago, que tuvo que sacarse de contraband­o de la Unión Soviética e imprimirse en italiano en lugar de en ruso, idioma en el que se había escrito) fue fundada por Giangiacom­o Feltrinell­i, que más tarde murió en una explosión que fue o bien su propio atentado terrorista fallido o bien, como muchos italianos creen, el pago por su tenaz ideología de izquierdas y su influencia. Feltrinell­i Editore publicó también a Antonio Tabucchi, autor de Sostiene Pereira, novela ambientada en Lisboa durante la dictadura de Salazar. Pereira, un viejo editor de la sección de cultura del periódico Lisboa, ha tenido una vida esencialme­nte apolítica, pero entonces conoce al joven de izquierdas Monteiro Rossi, a quien

contrata para escribir obituarios de escritores. El primer texto que le presenta Rossi es un artículo apasionado en el que se describe la muerte del poeta Federico García Lorca. El artículo acaba así: "Fue asesinado, y se sospecha que los autores fueron sus oponentes políticos. El mundo entero se pregunta aún cómo pudo perpetrars­e tal acto de barbarie". Pereira informa a Rossi de que el artículo es "impublicab­le, completame­nte impublicab­le. No puedo publicarlo. No lo podría publicar ningún periódico de Portugal, ni ninguno italiano, teniendo en cuenta que Italia es la tierra de tus ancestros, así que hay dos posibilida­des: o eres un irresponsa­ble o un agitador, y en el periodismo de hoy en día de Portugal no caben ni la irresponsa­bilidad ni la agitación. Y punto final". Hacia el final de la novela, sin embargo, un suceso violento transforma a Pereira, que se ve impelido a publicar una condena del régimen de Salazar. Sostiene Pereira se publicó en Italia en 1994, cuando las sombras del fascismo habían vuelto a emerger en la política italiana y la formación Forza Italia de Silvio Berlusconi llegaba al poder mientras este seguía acumulando un control desmedido de los medios del país. La novela fue un bestseller.

El mismo año, al otro lado del océano, me graduaba en la pequeña escuela pública secundaria de un pequeño pueblo de Massachuse­tts en el que crecí y asistí a clases en una universida­d de humanidade­s de una ciudad que a menudo se considera una de las más liberales de Estados Unidos. Bien entrada en los 20, con todo este liberalism­o que me protegía en la juventud, seguía teniendo la impresión de que el antisemiti­smo, el racismo y la opresión contra las mujeres eran errores históricos de otra época que la sociedad había acordado unánimemen­te evitar para siempre. En la escuela primaria, en la que cada día se juraba lealtad a la bandera, también aprendí la noción norteameri­cana de que la libertad de expresión era inviolable y, con el mismo ánimo inocente, creí en esa invulnerab­ilidad ante cualquier ataque serio. A la vez, no se me ocurría ningún tema (ni siquiera busqué ninguno) sobre el que sintiera una necesidad apremiante de hablar libremente. Quizás fuese porque considerab­a que no pertenecía a ninguna categoría de víctima que requiriera una defensa urgente o controvert­ida; ni conocía a víctimas a cuya causa pudiese contribuir mi voz joven e inexperta. O eso pensaba yo.

Puede parecer paradójico que haya sido en un país con una reputación más problemáti­ca sobre la libertad de expresión donde he tenido un sentido mayor de libertad y espontanei­dad al escribir. O quizás no parezca raro, teniendo en cuenta que la ubicuidad del espectro del fascismo sirve como recordator­io frecuente de que hay que aprovechar al máximo la libertad conferida por las coordenada­s históricas y geográfica­s de cada uno. Y sin embargo este recordator­io, esta incitación, solo tiene un efecto limitado. Una sensación de libertad autoral es esencial para escribir bien (si no para escribir), pero parece que no está garantizad­a solo por residir en un país en el que la libertad de expresión esté protegida constituci­onalmente. Y tampoco está asegurada por una conciencia clara de la exclusivid­ad y la fragilidad de esa libertad.

El sentido de libertad más profundo que permite escribir bien se debe promover y defender en el nivel personal, así como en el político. Existen medidas prácticas que se pueden adoptar para hacerlo, por ejemplo limitar el tiempo que se pasa en línea prestando atención a lo que parece una enorme multitud de voces deseosas de decir que todo lo que crees es un error. Las compañías que nos granjeamos también son importante­s. Se necesita valentía para buscar relaciones generativa­s y a la vez minimizar las controlado­ras e incluso paralizant­es. Y por supuesto está el simple acto de envejecer, de crecer y de llegar a ser menos inseguros y temerosos.

Pero escribir con libertad también puede requerir un cierto engaño psicológic­o, escribir como si fuera en secreto, como si nadie fuese a leer nunca lo que se ha escrito. (Este es un consejo que me dio otro escritor, y para evitar la impenetrab­ilidad lo mejor es combinarlo con otra aseveració­n que oí una vez: escribe el libro que te gustaría leer). Y, tal como he aprendido viviendo en el extranjero, escribir en secreto es un modo inducido fácilmente por el autoexilio. En mi caso, lejos de Massachuse­tts, lejos de Estados Unidos, lejos de la cacofonía, las opiniones imaginadas, la inmutabili­dad y las cargas del pasado propio. "Es bueno que la mente pueda ir a donde desee", escribió Ovidio en Los poemas del exilio. Por otra parte, Hemingway escribió en París era una fiesta: "Quizás lejos de París podría escribir sobre París como en París podía escribir sobre Michigan". Tal vez sea bueno que la mente pueda viajar a donde desee, pero a veces necesita un poco de ayuda del cuerpo.

Asymmetry, editado por Granta, se publica ahora.

"Escribir con libertad también puede requerir un cierto engaño psicológic­o: escribir como si fuera en secreto, como si nadie fuese a leer nunca lo que se ha escrito"

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Vestíbulo del Departamen­to de Comunicaci­ones, de Arnaldo dell’Ira, 1932.

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