PORTO ERCOLE Y LAS LAGUNAS DE LA MAREMMA SON EL MEDITERRÁNEO TOSCANO
Hay dos Toscanas como hay dos Florencias: y lo mismo que en otros puntos calientes del turismo de masas planetario, basta un poco de curiosidad, de intuición y de iniciativa para dibujarse un mapa personal que vaya más allá de las colas eternas, los atascos de autocares, las pizzas de cartón a precio de oro y las hordas de turistas fotografiándose como si sujetaran la torre de Pisa. Claro que hay veces en que merece la pena el baño de multitudes, y la visita a los Uffizzi o la Piazza del Campo de Siena compensa esperas y codazos. Pero echándole un poco de imaginación y resistiendo las inercias de los turoperadores, se puede volver a casa cargado de imágenes que brillen más y nos acompañen más tiempo que ese imán de nevera en forma del David de Miguel Ángel que todos, por otra parte, acabamos comprando.
Yo tuve ocasión de entenderlo durante el año en el que viví en la Fundación Santa Maddalena, una residencia para escritores con un pedigrí muy novelesco en el valle del Arno, a 20 minutos de la capital. Gracias a los amigos que hice en Florencia, descubrí que, junto a la ciudad de los grupos organizados que la recorren a paso ligero y ritmo de selfie, está siempre al alcance de la mano una calleja paralela o una iglesia desierta en la que tomarse todo el tiempo necesario para mirar (y ver) las bellezas de una ciudad esquiva que casa mal con prisas y apretones. Basta cruzar alguno de los puentes sobre el Arno para llegar a una Florencia más pausada, a veces casi secreta: el Oltrarno es, para entendernos, una especie de Triana florentina, un barrio con sus propios códigos y personalidad que vale la pena recorrer con calma. Solo así se consigue acertar con el horario imprevisible para visitar la iglesia del Carmine, por ejemplo, donde lloran eternamente el Adán y la Eva pintados por Massaccio en la capilla Brancacci: allí vemos casi a solas uno de los ciclos de frescos más deslumbrantes (y desconocidos) de Italia, verdadero pistoletazo de salida de todo el gran arte florentino del Quattrocento. En la plaza de Santo Spirito, a la sombra de la iglesia construida por Brunelleschi, se toman el aperitivo (un ritual que allí precede a la cena) los vecinos de toda la vida y los florentinos jóvenes que han ido transformando el barrio, sumando a sus pequeños negocios tradicionales nuevas tiendas de diseño y bares y restaurantes sencillos pero con un twist, como Il Santo Bevitore.
Desde allí se puede pasear hasta los jardines de Bóboli, con sus avenidas tranquilas y frescas incluso en pleno verano, o trepar a las colinas de Bellosguardo, que hace honor a su nombre: las vistas de la ciudad desde sus miradores son insuperables, y bien lo supieron los aristócratas ingleses y los americanos ricos que ya en el siglo XIX comenzaron a alquilar y restaurar sus villas parapetadas tras muros cubiertos de hiedra. En alguna de ellas Henry James o E. M. Forster escribieron las novelas que hicieron soñar con Florencia y con la Toscana a muchos de sus compatriotas y que quizá a su pesar empezaron a convertirla en meca del turismo global.
Porque el género de belleza y de experiencias que ofrece la Toscana es famoso pero corre el riesgo de pasar desapercibido para quien va a la carrera. A la región le pasa lo mismo que a su capital: la mejor forma de conocerla es saliéndose de las rutas previsibles y probando a perderse por sus carreteras comarcales y sus ciudades menos conocidas. Pisa o Siena quizá sean visitas obligadas, pero realmente conviene sacar tiempo para conducir desde Florencia, bordeando el Arno, y trepar a las colinas de aire casi alpino que esconden la abadía de Vallombrosa. La rodean bosques de abetos de aire centroeuropeo y villas belle époque que recuerdan los tiempos en los que los florentinos de buen tono se refugiaban por aquí del calor del ferragosto, antes de que la idea del veraneo playero prendiera en Italia como en el resto de Europa y los toscanos redescubrieran su propio mar Mediterráneo. La región tiene tramos de costa que se vuelve particularmente hermosa en los farallones rocosos de Porto Ercole o las extensiones de dunas y lagunas costeras de La Maremma, milagrosamente conservadas.