Cómo los mercados pueden resolver la desigualdad
Un nuevo libro argumenta que abrazar a los mercados más de lleno puede levantar a los pobres.
Las soluciones propuestas para la desigualdad son depresivamente familiares. Los liberales quieren subir los impuestos; los conservadores quieren bajarlos; los populistas en el molde Trump quieren excluir a los inmigrantes y restringir el comercio exterior. La comunidad empresarial de centro triangula entre agendas viejas. ¿Nadie tiene nada nuevo para ofrecer?
En realidad, sí: una nueva gran idea es dar rienda suelta al maravilloso poder de los mercados y empujarlos hacia partes de la vida donde nunca antes operaron. Y, al mismo tiempo, para diseñar mecanismos que aprovechen el poder de los mercados para elevar a los pobres. La agenda es conservadora en sus medios, porque a los conservadores les gustan los mercados, pero liberal en sus fines. Es como dejar a un tigre afuera de la caja y tirarle una montura en su espalda.
Tomarse más en serio a los mercados es el quid de un libro sorprendente, Mercados radicales: desarraigando al capitalismo y la democracia para una sociedad justa, publicado en mayo. Sus autores son Eric Posner, profesor de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chicago, y Glen Weyl, economista e investigador principal en Microsoft. Son inteligentes e iconoclastas, y su libro explota de ideas.
Hay ciertas ideas desestimadas como imposibles u ofensivas hasta que se adoptan, momento en el cual son misteriosamente reclasificadas como obvias. Las ideas en Mercados radicales todavía están mayormente en la primera etapa: imposibles, ofensivas o las dos cosas. Weyl asegura no tener problemas con eso: “Los estudiantes tienen una reacción muy diferente a la gente más grande. La mayoría de los grandes las desestiman. Esa reacción alimenta el interés de los estudiantes. Cuando escuchan un argumento apasionado para un futuro mejor, lo ven como una chance de rebelarse”.
La primera idea contraintuitiva de los autores es dejar que las personas decidan cuánto quieren pagar de impuestos a la propiedad armando sus propias valuaciones. Todo tipo de propiedad, no solo real estate. ¿Por qué la gente no pondría valuaciones muy bajas para pagar menos impuestos? Porque hay un pero: uno tiene la obligación de vender cada ítem a quien lo quiera, en cualquier momento, a ese valor que uno asegura que tiene. Eso incentiva la honestidad. Para asegurarse que los bienes de las personas no son arrebatados, podría haber una exclusión para las herencias (no es justo decir que el Picasso en el living es una herencia).
El resultado de ese sistema es que en realidad nadie sería dueño de nada. Efectivamente estarían alquilando sus cosas por el monto de su factura impositiva anual. Con ecos del eslogan de la izquierda radical de “la propiedad es robo”, los autores declaran que “la propiedad es monopolio” –y no les gustan los monopolios.
Poner a las posesiones esencialmente al alcance de todos facilitaría construir infraestructura sin recurrir a la toma de tierras por parte del dominio eminente. Las personas cuyas propiedades son esenciales para un proyecto tendrían la obligación de vender al precio público. Eso es un atractivo para las empresas. Para las clases media y pobre, el acercamiento de Mercados Radicales movería
el peso impositivo a los ricos, que son dueños de la mayoría de las cosas del mundo.
La autoevaluación no es una idea nueva. Una forma probada en el tiempo de disolver las sociedades 50-50 es que cada socio mande una oferta y luego el ganador tiene que comprar al perdedor a un promedio de sus dos ofertas (se llama “tiroteo de Texas”). Los autores citan a los economistas que se expandieron sobre la idea pero reconocen que nadie empujó el tema como ellos. Sugieren comenzar de a poco, aplicando esto a bienes públicos como nombres de dominio de Internet, ondas aéreas y derechos de pastoreo en el oeste estadounidense.
No hay suficiente espacio acá para ventilar todas las ideas del libro. Pero otra es arreglar la democracia dándoles a las personas un presupuesto de votos para usar como deseen –salteando algunas elecciones para ahorrar votos para un candidato o tema que les importe mucho. Uno también podría emitir votos contra un candidato, una táctica que hoy no es posible. El propósito es determinar “si las preferencias intensas de un minoría sobrepasan las preferencias débiles de la mayoría”, escriben los autores. Para evitar que los fanáticos dominen las elecciones gastando todos sus votos en un solo lugar, cada voto adicional que uno emite vale menos que el anterior. En un gesto que solo un nerd podría amar, los autores llaman a esto “votación cuadrática”, porque el poder del voto aumentaría como la raíz cuadrada del número de votos emitidos.
Como la autovaluación de propiedades, la votación cuadrática alienta a las personas a ser honestas sobre sus preferencias. También tiende a ayudar a los candidatos de centro que no atraen muchos votos de “no”. Los autores estiman que un republicano moderado probablemente hubiera ganado la elección de 2016 si hubiera sido realizada a través de este método, y Donald Trump “hubiera quedado último”. Más allá de los comicios, la votación cuadrática podría usarse para mejorar las encuestas y los sistemas de puntaje de compañías como Airbnb y Uber, escriben los autores. Ellos y dos personas más fundaron una empresa, Collective Decision Engines, para comercializar el acercamiento.
Para pelear el poder monopólico, Posner y Weyl proponen atar las manos de los grandes managers de bienes como Blackrock, Vanguard, Fidelity y State Street. Señalan una investigación que muestra que hay menos competencias de precios en industrias como las aerolíneas y los bancos, donde los grandes inversores poseen participaciones en múltiples competidores. Una guerra de precios podría ayudar a la compañía que gane y sume participación de mercado, pero dañaría en general a las ganancias de la industria, así que no les conviene a los grandes inversores, que pueden influir de forma silenciosa a los CEOS para aflojar. Su solución es simple: sin acusar de delitos a las firmas gigantes, dicen que no deberían tener permitido poseer una gran participación (por ejemplo, más de 1 por ciento) de más de una compañía en una determinada industria. Los tenedores pasivos pueden tener lo que deseen.
La idea más audaz del libro es permitirle a cada ciudadano estadounidense ser esponsor de un trabajador invitado de otro país. El inmigrante le pagaría al estadounidense una suma negociada; el estadounidense sería multado si el inmigrante desapareciera. Los autores dicen que los principales beneficiarios serían los inmigrantes, cuyos salarios subirían versus lo que podrían ganar en sus países natales. Pero los estadounidenses también tendrían ganancias, en parte por una característica controversial: no hay salario mínimo.