En el nombre del padre
Quizás, el legado de la presidencia de Mauricio Macri no sea el económico. La gloriosa oportunidad.
Es jueves, pocos minutos después de las 4 de la tarde. El cielo, que dio una tregua de sol después de 24 horas de lluvia, se puso gris, en la previa del ocaso. Faltan un par de horas para que esa esquina, Diagonal Norte y Florida, esté desbordada de gente pujante por rajarse temprano. El pétreo monumento está extrañamente desolado. Hay un colchón viejo, sucio, arrojado al abandono del lado interno del enrejado. Los transeúntes –pocos– van y vienen. Algún par de turistas para, a ubicarse con el mapa o su celular. Nadie le presta atención. No les interesa saber quién es la persona, el prócer, el prohombre, inmortalizado ahí, aferrado a su doctrina (“América para la humanidad”), con una mujer desnuda y un niño, de un lado, y un hombre, con una espada y la tabla de la Ley, del otro. Tres pañuelos verdes –el signo de los tiempos– destacan, anudados en el enrejado. No por azar. Roque Sáenz Peña (1851/1914) es sinónimo de derechos. La ley con la que se le recuerda garantizó el voto universal, secreto y obligatorio, y abrió una nueva etapa en la evolución institucional del eterno esbozo de república que es la Argentina. Sáenz Peña fue un producto de su época. Fue hombre de leyes y de armas. Abogado, periodista, se inició a la política muy joven –presidió la Cámara de Diputados a los 26 años– y dio tempranas muestras de su genio. Defendió, con rango de capitán, al Gobierno nacional en la sofocada revolución de 1874, punto inicial para cuatro décadas de hegemonía del Partido Autonomista Nacional (PAN). Combatió, también, como voluntario en la Guerra del Pacífico, motivo del agradecimiento del Perú, que luce en bronce, asus pies en el monumento. Existió un punto de quiebre en su vida. “Lamento que circunstancias ajenas a mi voluntad, pero no extrañas a mi corazón, me impidan aceptar el alto honor”, declinó la candidatura presidencial de 1892. “El muchacho Roque”, como lo llamaba el Círculo Rojo de la época, se perfilaba para la Casa Rosada, impulsado por el naciente Partido Modernista. Una astuta jugada de Julio Argentino Roca –El “Zorro” o, como lo llamaba él, “Napoleón de azúcar rubia”– la sacó: el PAN –con el apoyo de la Unión Cívica de Bartolomé Mitre– postuló a un ministro de la Corte Suprema: Luis Sáenz Peña. Su padre. El hijo no olvidó la afrenta. Ni la personal, ni la política. Presidente en 1910, promulgó en 1912 la ley que sería una puñalada al corazón del régimen. Certificado de defunsión para el autonomismo y el auge de la Unión Cívica Radical (UCR), con todo lo que –política, social y económicamente– significó. El sacrificio de Saénz Peña fue mucho más que simbólico: falleció en el ejercicio del cargo, el 11 de agosto de 1914. Pero vive en su legado. Mauricio Macri es el hijo de un régimen. Nació en el seno de la Patria Contratista, una Argentina subterránea hoy desconcertada, expuesta a la luz por la prosa de un chofer meticuloso para registrar los pasos de su afanoso jefe. Un siglo atrás, Sáenz Peña, “El Muchacho Roque”, oyó el llamado de la Historia. ¿Mauricio, “El Pibe”, lo hará? Tiene la gloriosa oportunidad de demoler ese vidrioso entramado, arrastrado a la obscenidad durante la Década Robada. Sin importar el costo. Así caigan ex socios, conocidos, primo, padre o hermano del alma. Quizás sea ese –y no el económico– su legado. Por lo pronto, abierta, la caja de Pandora tiene sorpresas inacabables. El Círculo Rojo está paralizado. Es un viernes, de mañana soleada. La noticia del día son las testimoniales del tirador olímpico de bolsos, el ornitólogo enjaulado, el lobbysta cándido y el hobbit indecoroso, acongojado por el súbito pavor, pese a tener el cu... erpo curtido, de que Sauron tome alguna preventiva represalia contra él, en la batalla final por Mordor. En la City, la gente se apura para anticipar el primer fin de semana con buen clima en un par de semanas. Hay más personas –motoqueros, un policía, un puñado de promotores de tours guiados– alrededor del monumento. Aquel del que Sáenz Peña contempla, como eterno testigo de su legado.