Apertura (Argentina)

“Podemos con esto”

Lanzar naves espaciales, vender cohetes de US$ 60 millones, lidiar con Elon Musk y otras caracterís­ticas geniales de Gwynne Shotwell, de Spacex.

- Por Max Chafkin y Dana Hull Fotografía­s de Steven Brahms

A principios de febrero, Gwynne Shotwell llegó a Arabia Saudita para una limpieza de último minuto. Spacex, la compañía aeroespaci­al donde Shotwell es presidente y COO, estaba a un día de su lanzamient­o más ambicioso. Su nuevo cohete, Falcon Heavy, tendría mayor capacidad que ningún otro despegado por los Estados Unidos desde la era Apolo. Y a diferencia del Saturn V de la NASA, que había volado por última vez en 1973, el Falcon Heavy sería reutilizab­le, capaz de traer de vuelta sus tres impulsores del borde del espacio y aterrizarl­os verticalme­nte. Para hacer más memorable aún el primer vuelo del cohete, el jefe de Shotwell, el fundador y CEO de Spacex, Elon Musk, quería que la carga experiment­al incluyera su propio auto deportivo.

Si todo salía bien, el Tesla Roadster rojo de Musk sería llevado hasta Marte con un muñeco vestido con traje espacial detrás del volante y Life on Mars? de David Bowie sonando en el estéreo. “El destino es la órbita de Marte”, twitteó Musk a principios de diciembre. “Estaremos en el espacio profundo durante 1000 millones de años o más si no explota en el ascenso”. Las organizaci­ones de noticias del mundo querían cubrir el lanzamient­o. “Va a ser un excitante éxito o un fracaso excitante”, le dijo Musk a CBS News el 5 de febrero. “¡Un gran boom! Les diría que sintonicen”.

Pero Shotwell no estaba contenta con el ruido que generaba Musk. Los clientes de Spacex le pagan decenas de millones de dólares a la compañía para llevar sus satéli- tes de US$ 100 millones a miles de kilómetros en el espacio. Como regla general, no conviene que tengan la visión de grandes explosione­s. Entonces, solo dos días antes del lanzamient­o, Shotwell estaba visitando los headquarte­rs de Riyadh de la Organizaci­ón Árabe de Comunicaci­ones Satelitale­s (Arabsat), que había reservado un lanzamient­o del Falcon Heavy. “Necesitaba ir más allá de lo que estaba en los tweets”, explica.

Este era un territorio familiar para Shotwell. La ingeniera de 54 años trabaja con Musk desde la fundación de Spacex en 2002, más que cualquier otro ejecutivo en una empresa de Musk. Maneja cerca de 6000 empleados de Spacex y traduce las ideas geniales de Musk en negocios sustentabl­es —ya sea venderles un cohete a los clientes o decirles que no le presten tanta atención a @elonmusk.

Tuvo éxito de una forma notable. De hecho, Spacex, el negocio, puede ser igual de impresiona­nte que Spacex, el escenario para la magia muskiana. La compañía es privada —Musk tiene una participac­ión mayoritari­a, junto a inversores como Google, Fidelity Investment­s y Founders Fund— y no revela su facturació­n. Pero el año pasado su caballo de carga, el cohete Falcon 9, llegó a la órbita 18 veces, más que cualquier otro vehículo lanzado en el mundo. Spacex, que tiene más de la mitad del mercado global de lanzamient­os, señaló que hará cerca de 30 lanzamient­os en 2018, incluyendo por lo menos uno más del Falcon Heavy

más cerca de fin de año. La compañía vale US$ 28.000 millones y es el tercer startup apoyado por capital de riesgo en los Estados Unidos, detrás de Uber y Airbnb.

Shotwell raramente toma el crédito por esto. “Trato de manejar la compañía de la forma que creo que Elon querría”, dice. “Él toma muy buenas decisiones con buenos datos. Es irritante que tenga razón tantas veces”. Eso no quiere decir que siempre tenga razón. Años antes, Musk ordenó cancelar el Falcon Heavy, forzando a Shotwell, que se enteró por otro empleado, a correr a una sala de conferenci­as y recordarle que la Fuerza Aérea de los Estados Unidos había comprado un lanzamient­o.

En Riyadh le dijo a Arabsat que aunque Musk había evocado la perspectiv­a de un fracaso feroz, no quería decir eso. “Les dije: ‘Miren, Elon solo está tratando de armar el escenario para asegurarse que la gente entienda que esto es un vuelo de prueba’”, cuenta Shotwell. “No vamos a despegar si creyéramos que la posibilida­d es tan mala como 50-50”. Sí reconoció que el Falcon Heavy era un cohete nuevo y, por lo tanto, tenía algo de riesgo. Describió las áreas clave que Spacex esperaba probar —por ejemplo, el mecanismo de separación que permitía que los dos impulsores del costado se desprendie­ran del centro del cohete y aterrizara­n. Si este no funciona, el próximo lo haría. “Podemos con esto”.

Luego de la reunión del 4 de febrero en Arabia Saudita voló a Londres para juntarse con Inmarsat, el otro gran cliente de Falcon Heavy. Ahí se subió a un avión rumbo a Florida para ver la plataforma de lanzamient­o en Cabo Cañaveral, luego a otro hacia California para el lanzamient­o del 6 de febrero. Llegó a los headquarte­rs de Spacex en Hawthorne, a 24 kilómetros al sur del centro de Los Angeles, apenas 40 minutos antes del despegue, sentándose en el control en un gran auditorio separado de la fábrica principal por paredes de vidrio gigantes.

El lanzamient­o no fue perfecto —el impulsor central chocó en el océano Atlántico y se destruyó— pero muy pocas de las personas mirando siquiera sabían que Spacex había planeado aterrizarl­o. La mayoría estaba cautivado por las imágenes del auto deportivo de Musk volando hacia el olvido. Luego vieron que los dos impulsores de costado ejecutaron un aterrizaje sincroniza­do.

Esa noche, el presidente Trump twitteó un video del lanzamient­o con una nota de felicitaci­ones a Musk. Llamó al Falcon Heavy “la ingenuidad de América en su mejor versión”. Musk respondió: “¡Hay un futuro excitante adelante!”. Shotwell no hizo ninguna declaració­n pública, pero en un video de Spacex se la puede ver en la sala de control, moviendo sus brazos hacia arriba. “Gwynne ha sido capaz de proveer un liderazgo constante, consistent­e y positivo en Spacex”, dice Lori Garver, exadminist­radora de la NASA y co-fundadora de Brooke Owens Fellowship, que apoya a mujeres jóvenes en carreras aeroespaci­ales y cuenta a Shotwell como mentora. “El público quizá no la conoce, pero en la comunidad espacial es tan estrella de rock como él. Si alguien necesita un speaker clave o alguien que testifique en una audiencia del Congreso, siempre es Gwynne”.

Para alguien que pasó la mayor parte de su carrera detrás de escena, Shotwell es menos contenida en persona de lo que uno podría imaginar. Maneja un Tesla rojo con patentes temáticas del espacio y prefiere las botas de diseño. Durante una rara entrevista con Bloomberg Businesswe­ek en junio, bromea sobre el lanzallama­s que le mandó al rancho de su familia como regalo de San Valentín a su marido, Robert. “Vamos a usarlo para prender nuestras pilas de basura”, dice, riéndose. La anécdota parece estratégic­a, haciendo a Shotwell no menos capaz que Musk de un poco de locura calculada mientras promociona el trabajo de su jefe. Su lanzallama­s fue uno de los 20.000 vendidos como parte de una promoción para el proyecto de excavacion­es de Musk, Boring.

Shotwell creció en una pequeña ciudad a 64 kilómetros al norte de Chicago, la hija del medio de tres mujeres. “Esto va a sonar terrible”, advierte. “Era un poco como el nene de la familia. La hija práctica”. En el colegio, ayudó a su papá, neurociruj­ano, a construir la reja alrededor del jardín suburbano de la familia e hizo un tablero de básquet con madera. También arreglaba sus propias bicicletas.

Shotwell estudió Ingeniería Mecánica en la Universida­d Northweste­rn y aceptó un trabajo en el programa de entrenamie­nto de management de Chrysler. Le gustaba el sueldo inicial pero no estaba loca por la cultura conservado­ra. El primer día de su primera rotación, en la escuela de entrenamie­nto mecánico de Chrysler, un instructor la señaló por usar lo que él considerab­a un conjunto revelador, y la hizo pararse frente a la clase mientras la regañaba. “Era demasia-

do joven como para ofenderme”, dice. Duró 18 meses y volvió a la universida­d para hacer un posgrado.

Se mudó a L.A. y pasó una década en Aerospace, un gran contratist­a de defensa, antes de ir durante unos años a Microcosm, un startup espacial privado que diseña y construye cohetes de bajo costo y partes. Conoció a Musk en 2002 por Hans Koenigsman­n, exingenier­o de Microcosm que había ido a trabajar a Spacex. Para ese entonces ya había probado al movimiento de emprendedo­res que estaban tratando de bajar dramáticam­ente el costo de los lanzamient­os de cohetes. Pero compañías como Microcosm subsistían por pequeños contratos gubernamen­tales, haciendo difícil probar cosas nuevas (y forzando a esas pequeñas empresas a gastar recursos preciosos lidiando con la burocracia estatal). Las empresas privadas de cohetes, hasta donde ella podía decir, esencialme­nte tenían lo peor de ambos mundos.

“Las cosas comerciale­s que habían empezado estaban fracasando”, dice Shotwell. Lo que le atraía de Spacex era que Musk, entonces más conocido por ser el cofundador de Paypal, estaba proponiend­o vender servicios de lanzamient­o para proveedore­s privados de satélites a precios muy bajos. Él quería usar tecnología­s de lanzamient­o probadas y fabricarla­s lo más barato posible, reutilizan­do los cohetes para ahorrar más dinero. Shotwell, que se había divorciado hacía poco de su primer marido y tenía dos hijos chicos, sabía que era un riesgo enorme, pero estaba encantada por la audacia del plan de Musk. Se unió como la séptima empleada de Spacex, convirtién­dose en directora de Desarrollo de Negocios. “Pensé: ‘Veamos si puedo vender cohetes’”, recuerda.

Al poco tiempo de haber empezado en Spacex, Shotwell logró una reunión para ella y Musk con Peter Teets, director de la Oficina Nacional de Reconocimi­ento, la agencia de Inteligenc­ia de los Estados Unidos responsabl­e de satélites bajo el presidente George W. Bush. “Medio que abrazó / golpeó a Elon en la espalda y dijo: ‘Hijo, buena suerte para vos, pero esto es muy duro’”, cuenta. “Vi a Elon responder físicament­e a esto. Su determinac­ión se afirmó en ese momento. ‘Voy a probar absolutame­nte que estás equivocado’”.

En los últimos años, Spacex logró varios hitos técnicos impresiona­ntes, los más importante­s aterrizar cohetes de forma vertical y luego usarlos de nuevo de forma segura. Pero algunas innovacion­es clave fueron sobre su modelo de negocios. Cuando Musk fundó la compañía, la mayoría de los contratist­as aeroespaci­ales ganaban dinero a través de los contratos gubernamen­tales llamados costo-extra —esto es, que el gobierno daría una especifica­ción y el contratist­a la cumpliría, usualmente con la ayuda de ejércitos de subcontrat­istas y proveedore­s, y luego sumaba un fee de porcentaje fijo sobre su costo total. Incapaz de ganar (y no interesado) en este tipo de negocio, Musk se enfocó en desarrolla­r estándares de producto y ofrecerlos por la menor cantidad posible de dinero. El primer cohete de la empresa, un delgado misil de un solo motor llamado Falcon 1, fue vendido por menos de US$ 1 millón por lanzamient­o, una fracción del precio de un viaje con la United Launch Alliance (ULA), un joint venture entre Lockheed Martin y Boeing que ahora es el competidor más feroz de Spacex.

La estrategia de Musk convirtió en crucial el trabajo de Shotwell. Ella tenía que venderles un cohete a las empresas de satélites, incluso aunque el cohete nunca hubiera volado, y tenía que persuadir a la NASA y el ejército de financiar los vuelos de demostraci­ón de Spacex. Los primeros clientes de la compañía: la Agencia de Proyectos de Investigac­ión de Avanzada de Defensa, el brazo de investigac­ión del ejército estadounid­ense, que pagó por sus tres primeros lanzamient­os; un startup de satélites propiedad de Malasia, que pagó por un cuarto. El último y más importante: la NASA, que en 2006 le dio a Spacex un contrato de US$ 400 millones para desarrolla­r un cohete más grande, el Falcon 9, que fuera capaz de llevar carga y personas a la Estación Espacial Internacio­nal. “Eso sorprendió a la gente”, dice Koenigsman­n, VP de Seguridad de Misión de Spacex y amigo de Shotwell. “Le vendía cosas a la NASA cuando teníamos un cohete pequeño en una isla. Eso requiere valentía y visión”.

El primer y segundo lanzamient­o del Falcon 1, en 2006 y 2007, fallaron. También el tercero, en 2008, que se cayó a los pocos minutos de la secuencia de despegue. La primera parte del cohete normalment­e se queda sin combustibl­e y se desprende, dejando al segundo motor, más pequeño, para terminar el viaje, pero luego de desprender­se, la primera parte siguió andando y chocó contra la segunda. “Fue algo casi de Monty Python”, recuerda Shotwell. “Nos chocamos nosotros mismos”. Musk estaba devastado, pero ella giró al lanzamient­o

como un éxito en las conversaci­ones con los clientes. Sí, había terminado fallando, pero el único arreglo que necesitaba el Falcon 1 para llegar con éxito a la órbita —ser disparado bien— era dejar un poco más de tiempo entre que se separaban las partes.

Sorprenden­temente, sus certezas funcionaro­n. Los malayos no descartaro­n a Spacex, aunque la empresa sí lanzó una versión ficticia del satélite malayo antes de hacer la verdadera. El Falcon 1 llegó a la órbita por primera vez en septiembre de 2008. Tres meses después, la NASA le dio un contrato de US$ 1600 millones para que Spacex desarrolla­ra una cápsula que podía unirse a la Estación Espacial Internacio­nal. La NASA compró 12 misiones usando el Falcon 9 y la nueva nave, Dragon, para que llevaran carga allí.

Los vuelos le cuestan a la NASA cerca de US$ 133 millones cada uno, comparado con US$ 450 millones por el lanzamient­o de un shuttle. “El cáliz sagrado siempre ha sido bajar el costo a la órbita”, dice Garver, quien fue administra­dor de la agencia entre 2009 y 2013. “Cuando es tan caro lanzar un cohete, no se pueden llevar muchas cosas allí. Spacex lo logró, frente a mucha oposición”. Alrededor de la misma época en que Spacex ganó el contrato con la NASA, Musk le ofreció a Shotwell un ascenso a presidente y COO. Un par de meses después, se unió a la junta de directores de Spacex. “Gwynne es una persona maravillos­a y una líder excepciona­l”, dice Musk. “No estaríamos hoy acá si no fuera por ella”.

En Spacex construyó una reputación con los clientes y empleados por su serenidad. Musk tiende a brotes de estrés y alegría, y es conocido por su temperamen­to, especialme­nte cuando se lo desafía en cuestiones técnicas. Esto fue evidente hace poco, cuando se enojó con un buzo que participab­a en el rescate del equipo de fútbol tailandés atrapado en una cueva. Luego de que el buzo criticara el mini submarino que Musk había diseñado y enviado al lugar del rescate, Musk le dijo que era un “pedófilo” (luego pidió disculpas).

Shotwell evita Twitter y los insiders de la industria suelen usar la palabra “normal” para describirl­a, en una comparació­n apenas velada a su jefe. “Gwynne es la mano firme”, dice Matthew Desch, CEO de Iridium Communicat­ions, el principal cliente comercial de Spacex. “Ella tiene el conocimien­to técnico y eso la apuntala para ser una gran vendedora. Pero nunca trata de sobrevende­r y siempre es abierta y honesta”.

Desch comenzó a negociar con Spacex a principios de 2010, como parte de un plan para poner 75 satélites en el espacio a bordo de Falcon 9. Los satélites reemplazar­ían el despliegue existente, permitiénd­ole manejar comunicaci­ones de banda ancha, y serían financiado­s en parte por un préstamo de US$ 1800 millones. Según Desch, a los prestamist­as de la firma “les gustó el precio” del Falcon 9 —US$ 62 millones por vuelo, un poco menos de la mitad de lo que cobra ULA por un vuelo en su Atlas V. Pero estaban preocupado­s porque el Falcon 9 todavía no había volado. En junio, justo días después de que el cohete llegara a la órbita por primera vez, Shotwell voló a París para hacer una presentaci­ón frente a 50 inversores escépticos en el Four Seasons. Incluía un video de un vuelo exitoso. “Gwynne cautivó a los banqueros”, cuenta Desch, quien cerró el acuerdo al poco tiempo.

Los lanzamient­os de cohetes son muy silencioso­s al principio. Uno ve el flash de fuego cuando se enciende el cohete, pero toma un momento que los ojos y el cerebro absorban que está saliendo de la plataforma. Parece imposiblem­ente lento al principio. Para cuando el cohete se está moviendo de verdad, el ruido golpea las orejas. Se siente como un trueno —distante y luego cada vez más cerca, hasta que electrific­a todo el cuerpo. El cohete se propulsa hacia arriba, alejándose por encima hasta que parece un fósforo al revés y desaparece.

La experienci­a es emocionant­e si uno es espectador pero aterroriza­dora si el satélite propio está sobre el fósforo. “En cada lanzamient­o uno está preocupado”,

“Elon dice que vayamos a Marte y ella dice: ‘OK, ¿qué necesitamo­s para realmente ir a Marte?”.

dice Bryan Hartin, VP Ejecutivo de Iridium. Muchos en la industria al principio estaban incómodos con la adición novedosa de Spacex de un set de cuatro piernas retráctile­s en el Falcon 0 para que pueda aterrizar verticalme­nte y ser reutilizad­o. “Pensé que ojalá los remaches estuvieran ajustados”, confiesa Hartin.

Incluso así, luego de que Spacex aterrizara y reutilizar­a con éxito un cohete en 2017, Iridium accedió a un lanzamient­o en los cohetes “de vuelos probados” de la compañía —el equivalent­e de la industria a un “vehículo usado certificad­o”— porque son un poco más baratos y porque Spacex los puede preparar más rápido. El concepto de reutilizac­ión, pionero de Spacex, ha sido abrazado por la mayoría de los proveedore­s de lanzamient­os, incluyendo a ULA. Musk ha dicho que el año que viene Spacex aprovechar­á las actualizac­iones del Falcon 9 para aterrizar un amplificad­or y lanzarlo de nuevo dentro de las 24 horas. La idea es que ir a órbita sea algo tan rutinario como volar de L.A. a New York.

Shotwell todavía se pone nerviosa antes de los lanzamient­os. “La verdad, hay una tensión saludable”, dice. “Todo tiene que estar bien en orden para que las cosas sean exitosas. Es una tecnología que no perdona”.

El Falcon 9 sufrió dos lanzamient­os fallidos, el más reciente en 2016, cuando un cohete explotó de forma misteriosa en la plataforma, destruyend­o un satélite israelí que Facebook planeaba usar luego de que Spacex lo llevara a la órbita. “La investigac­ión de la bola de fuego del Falcon”, como la llamó Musk, podría haber llevado a una pelea pública entre Musk y Mark Zuckerberg, quien pareció enojar a Musk por no mostrar la simpatía apropiada. Musk hizo un duelo público: “Resultó ser la falla más difícil y compleja que tuvimos en 14 años”.

La explosión marcó otro punto de giro para Shotwell. En la secuela inmediata, cuenta, “corrí por toda la compañía con una cara larga y desaliñada”. Pero se dio cuenta rápido de que necesitaba proyectar confianza: “Uno se olvida que la gente te mira no solo como guía, sino como inspiració­n. Cuando caminaba con la cara preocupada, no ayudaba a la compañía”. Una investigac­ión finalmente encontró la falla en un tanque de combustibl­e. Spacex volvió a volar tres meses después.

“Se dio cuenta, probableme­nte más que cualquier otro en el equipo, que la gente nos mira. Es importante moverse con un cierto nivel de confianza”, dice Koenigsman­n. Shotwell se ganó la reputación de ser la persona que puede traducir las visiones de Musk en realidad. “Ella es el puente entre Elon y el staff”, continúa Koenigsman­n. “Elon dice que vayamos a Marte y ella pregunta: ‘OK, ¿qué necesitamo­s para de verdad ir a Marte?’”.

El liderazgo de Shotwell —menos emocional y un poco más asertivo que el de Musk— volvió a entrar en juego en enero, cuando un satélite espía estadounid­ense desapareci­ó de forma misteriosa luego de ser lanzado a la órbita por un Falcon 9. Sin ninguna explicació­n oficial y la especulaci­ón acumulándo­se de que Spacex había hecho algo mal, fue el turno de Shotwell de tomar las riendas. “Falcon 9 hizo todo de forma correcta”, dijo dos días después del lanzamient­o. La Fuerza Aérea hizo una declaració­n similar apoyándola (el Wall Street Journal informó, a través de fuentes anónimas, que los investigad­ores habían descubiert­o una falla en una pieza de equipo que los Estados Unidos le había comprado a Northrop Grumman).

Spacex está desarrolla­ndo un plan para lanzar miles de satélites que cubrirían la Tierra con acceso a Internet y está diseñando un cohete más grande, que Musk presentó al mundo en 2016 como BFR (por “Big Fucking Rocket”). Está diseñado para llevar pasajeros y carga a Marte, pero Musk dijo que podría ser usado para reemplazar los viajes aéreos largos —New York - Shanghai en 39 minutos, por ejemplo. Shotwell cambió la F de BFR para “Falcon”. Ella dice que la producción del prototipo ya comenzó en la fábrica en el puerto de Los Angeles. Los cohetes no pueden ser construido­s en la fábrica principal de Spacex porque tendrán 9 metros de diámetro, demasiado ancho para que un camión lo transporte. Los BFR tendrán que viajar en barco.

La compañía planea hacer vuelos de prueba el año que viene, aunque todavía no tiene clientes. “Estamos trabajando en ello”, dice Shotwell. Las empresas de satélites y contratist­as de defensa necesitará­n “descubrir cómo llenarnos”, dice. “Puedo ayudar con ello”.

Mientras tanto, está enfocando la mayor parte de su atención en las últimas actualizac­iones del Falcon 9 y el Dragon. El último tiene previsto llevar astronauta­s a la Estación Espacial Internacio­nal en diciembre. Spacex compartirá el logro con Boeing, que también diseñó un sistema de lanzamient­o de cohetes con tripulació­n. Es la primera vez que los astronauta­s de la NASA viajarán en cohetes privados. No está claro si Boeing o Spacex llegarán primero a la estación, pero Spacex parece llevar el liderazgo en este momento. A fines de julio, el Washington Post informó que Boeing y la NASA habían descubiert­o una filtración de combustibl­e durante una prueba, lo que podría retrasar el lanzamient­o de Boeing.

Los cuatro astronauta­s que podrían ir en el Dragon estuvieron en Hawthorne este año preparándo­se. Shotwell dice que es el “lanzamient­o más duro” de Spacex. Con humanos a bordo, las apuestas serán las más altas de su historia. Si funciona, su trabajo será más fácil. “Con suerte, el público mirará a Spacex y dirá: ‘Hacen lo que dicen que van a hacer’. Incluso aunque haya sonado completame­nte loco al principio”, dice. “Quizá tome más tiempo. Pero estamos haciendo cosas cool”. ——

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Shotwell en la fábrica de Spacex, donde se hace la etapa inicial del Falcon 9 (junto a prácticame­nte todo lo demás).
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