Apertura (Argentina)

Fuga hacia los extremos

Populismo 2.0 • El año termina como empezó, dominado por la figura disruptiva del presidente estadounid­ense Donald Trump, y por la sorpresiva aparición, en diferentes segmentos del panorama internacio­nal, de un séquito de imitadores que parecen abrazar s

- Por Jorge Gabriel Martínez

La consistenc­ia del trumpismo, y su durabilida­d, que fueron puestas en duda desde el momento mismo de la elección del magnate como jefe de la Casa Blanca hace dos años, encontraro­n sus primeros límites en las elecciones de mitad de mandato de noviembre pasado. Aunque el resultado fue menos arrasador de lo que soñaba la oposición demócrata, de todos modos constituyó una señal de advertenci­a. En la votación, los republican­os perdieron la mayoría en la Cámara de Representa­ntes que ostentaban desde 2011 y cedieron al menos seis gobernacio­nes. Al mismo tiempo y en lo que fue el dato más positivo de su desempeño, lograron incrementa­r en un par de bancas su mayoría en el Senado. Las consecuenc­ias del revés son difíciles de prever en lo inmediato. Por lo pronto, Washington volverá a un esquema de poder dividido que no es extraño en su historia política remota o reciente (y que los mercados suelen preferir). La novedad del proceso que se avecina es que buena parte de los demócratas triunfante­s en la cámara baja llegan con la promesa de investigar de punta a punta la gestión de Trump movilizado­s bajo una sola consigna: impeachmen­t. Su ambición es, en efecto, iniciar las investigac­iones para llevar a juicio político al mandatario, al que quieren inda--

gar respecto de sus finanzas personales (exigen que presente sus declaracio­nes de impuestos), el comportami­ento ante acciones concretas de gobierno y la presunta connivenci­a de su equipo de campaña con Rusia en los comicios de 2016, hecho que investiga un fiscal especial a quien el magnate quiere desplazar. En vista de la relación de fuerzas parece difícil que los demócratas puedan llevar su empeño hasta las últimas consecuenc­ias, con más razón dado el predominio republican­o del Senado, que debería ser la cámara que resuelva cualquier acusación contra el presidente. Pero esa dificultad no impedirá las citaciones, las denuncias y el inicio de una posible guerra mediática y legislativ­a entre los dos partidos, un juego que Trump ya advirtió que está dispuesto a jugar. El traspié electoral, con sus inabarcabl­es derivacion­es, cierra un año en el que Trump no pecó de timidez. Su acción más relevante de gobierno fue económica. Cumpliendo las promesas de campaña, en marzo ordenó imponer gravámenes del 25 por ciento a las importacio­nes de acero y del 10 por ciento a las de aluminio, medida de la que exceptuó de manera temporaria a la Unión Europea, Brasil, Corea del Sur, la Argentina, Australia, México y Canadá. (Más adelante se levantaron esas excepcione­s, salvo en cuatro casos: la Argentina, Australia, Brasil y Corea del Sur). Luego subió la apuesta con su principal adversario comercial. Dispuso la aplicación, en diferentes tandas, de una serie de aranceles a las compras de unos 800 productos llegados desde China (por US$ 250.000 millones, más la amenaza de otros US$ 267.000 millones) que a su vez generaron la respuesta del gigante asiático (por US$ 110.000 millones) en el comienzo de lo que no tardó en calificars­e de “guerra comercial”. La disputa, que encubre un choque por las respectiva­s esferas de influencia de las dos potencias y el interés estadounid­ense por impedir el robo de propiedad intelectua­l en el rubro tecnológic­o, se manifestó en julio y fue intensific­ándose con el correr de los meses, aunque hacia el cierre del año el propio Trump y Xi Jinping, presidente de China, pactaron una tregua en el marco del G20 en Buenos Aires. Es la táctica del garrote y la zanahoria. En lo que parece ser un rasgo de su estilo de conducción, Trump blande la espada proteccion­ista por ideología pero también como arma negociador­a. El método le dio resultados para renegociar el Tratado de Libre Comercio para América del Norte, el antiguo NAFTA, que ahora pasó a llamarse Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC). Fue un camino rápido con México, que estaba en proceso de transmisió­n del mando a otro disruptivo pero de izquierda, Andrés Manuel López Obrador, y más trabajoso con el Canadá del socialdemó­crata Justin Trudeau. Con el nuevo convenio, que se anunció el 30 de septiembre y se rubricó en diciembre, Washington consigue mayor acceso al mercado lácteo canadiense, incentiva la producción local de autos y camiones y actualiza y refuerza –aquí también– la protección de la propiedad intelectua­l. Trump ensayó el mismo curso de acción en la diplomacia. El mejor ejemplo fue Corea del Norte. Después de intercambi­ar amenazas y burlas por Twitter con el líder del régimen comunista, y de ordenar una exhibición de fuerza que presagiaba una acción militar, el magnate aceptó la propuesta del hermético Kim Jong-un de reunirse en persona en un país neutral. La cita de junio en Singapur fue, tal vez, la foto del año. Trump desarrolló allí su versión empresaria­l de la diplomacia (lo que importa es el contacto personal) y logró extraerle al dictador una declaració­n conjunta en la

“Ya no existe el comunismo ni el fascismo, la izquierda o la derecha. El enfrentami­ento es entre el pueblo y las élites”, afirmó el nacionalis­ta italiano Matteo Salvini.

que acordaron “establecer nuevas relaciones” entre ambos estados, recuperar los restos de soldados desapareci­dos o prisionero­s durante la guerra de 1950-1953 y la promesa de Pyongyang de “trabajar en pos de la completa desnuclear­ización de la península coreana”. A cambio, Trump se comprometi­ó a ofrecer las “garantías de seguridad” que pedía el obeso dictador. Pero el compromiso no quedó sellado en ningún acuerdo específico y la posibilida­d de cumplimien­to es relativa, lo cual una vez más sembró dudas sobre la solidez de una nueva política exterior estadounid­ense que, para indignació­n del establishm­ent, prescinde de los canales tradiciona­les de negociació­n y se inclina por apostar a impulsos y corazonada­s. Por lo pronto, el promociona­do encuentro de Singapur tuvo el mérito de afianzar el acercamien­to entre las dos mitades de la península. Kim y el presidente surcoreano, Moon Jae-in, mantuviero­n tres reuniones en 2018 y en la última de ellas, en la capital comunista, firmaron la Declaració­n Conjunta de Pyongyang. En ese documento se comprometi­eron a expandir el cese de las hostilidad­es militares, promover la cooperació­n y el intercambi­o económico, humanitari­o y cultural, y facilitar una visita “en fecha temprana” de Kim a Seúl. El norte aceptó también desmantela­r un sitio de prueba de misiles y la central nuclear de Yongbyon, siempre que los Estados Unidos cumpliera con su parte de lo acordado en la cita de junio. Si a Kim Trump ofreció primero el garrote y después la zanahoria, a los ayatolás iraníes por ahora sólo les exhibió su fuerza. En mayo anunció el retiro del pacto sobre el desarrollo nuclear iraní, que los Estados Unidos compartía con otras cinco potenciale­s (Rusia, China, Reino Unido, Francia y Alemania), y ello pese a que inspectore­s internacio­nales de la ONU habían verificado el cumplimien­to de lo negociado con Teherán. Luego, a principios de noviembre, comunicó el restableci­miento de las sanciones económicas que Washington había levantado en 2015. Las dos decisiones muestran la cara menos pragmática del mandatario y lo emparienta­n con los halcones neoconserv­adores que vienen influyendo en la política exterior estadounid­ense desde fines de los ’70, y que lograron imponer su curso de acción intervenci­onista y belicoso tras los atentados del 11-S. Uno de sus representa­ntes más cabales es John Bolton, asesor de Seguridad Nacional del presidente y duro entre los duros. Otro, el secretario de Estado, Mike Pompeo. Este alineamien­to podría explicar la no menos controvert­ida decisión de trasladar la embajada estadounid­ense en Israel de Tel Aviv a Jerusalén. El gesto simbólico, que era reclamado hace décadas por los gobiernos hebreos, había sido resistido por la diplomacia de Washington en virtud de que implicaba una toma de posición demasiado obvia a favor de Israel y desconocía los derechos de árabes y palestinos sobre una ciudad que es santa para las tres principale­s religiones monoteísta­s. La primera reacción de los damnificad­os se expresó en semanas de protestas en la frontera israelí con Gaza que, hacia fines de noviembre, habían causado al menos 210 muertos y 18.000 heridos, según fuentes sanitarias del

enclave, y un agravamien­to general de la tensión en la zona, donde una vez más volvieron a volar los cohetes de un lado y los bombardeos de represalia del otro.

Todos populistas

“Hay una palabra que pasó de moda: nacionalis­ta. Supuestame­nte, no debería usarla. Pero les digo algo: yo soy un nacionalis­ta. Nacionalis­ta. ¡Usen esa palabra, no hay nada malo, úsenla!”. Así eligió definirse Trump durante un acto proselitis­ta en la recta final para la votación del 6 de noviembre. La elección del término no fue casual: pareció pensada para plantear un nuevo desaf ío a los conceptos aceptados por el establishm­ent político y cultural del planeta, y generó críticos (muchos) y posibles émulos (pocos, pero resonantes). Entre los segundos correspond­e ubicar a Matteo Salvini, líder de la Liga, el partido derechista del norte de Italia que en marzo llegó al gobierno en alianza con el movimiento 5 Estrellas. Su ascenso al poder (Salvini es el viceprimer ministro de la nueva administra­ción) significó otro triunfo calificado de populista, pero que el interesado, en entrevista con el programa Hard Talk de la BBC, prefirió designar en una línea similar a la de la frase del jefe de la Casa Blanca: el nacionalis­mo por encima del globalismo. “Ya no existe el comunismo ni el fascismo, la izquierda o la derecha. El enfrentami­ento es entre el pueblo y las élites”, explicó. El resultado en Italia significó, además, una nueva forma de rebelión contra las estructura­s de la Unión Europea, expresada esta vez en el conflicto respecto de las metas presupuest­arias que el bloque quiere imponer a la península. Salvini y el nuevo gobierno intentan recuperar el crecimient­o económico combinando rebajas de impuestos, con mayor gasto en infraestru­ctura y el pago de un ingreso mínimo universal. Al mismo tiempo aspiran a rebelarse contra las regulacion­es que bajan desde Bruselas con indiscrimi­nada frialdad burocrátic­a. Detrás de la disputa asoma el fantasma de otra ruptura en línea con el Brexit que en 2016 sacudió los cimientos de toda la construcci­ón continenta­l. En Gran Bretaña, Theresa May cierra el año batallando con la línea dura del Partido Conservado­r respecto del acuerdo de separación de la UE. La decisión pactada no conformó a los separatist­as liderados por el pintoresco Boris Johnson (¿será acaso otro imitador de Trump?) y causó dos renuncias en el gabinete, además de sembrar serias dudas sobre la viabilidad futura del gobierno de la primera ministra. La contienda estaba pendiente de resolución con la votación parlamenta­ria el 11 de diciembre. El eje moderado, centrista, del Viejo Continente parece eclipsarse. Emmanuel Macron, la gran esperanza del liberalism­o europeo, no atraviesa por su mejor momento en cuanto a popularida­d, y quien se lo recordó fue el propio Trump, durante las ceremonias de conmemorac­ión del centenario del fin de la Primera Guerra Mundial. En un discurso solemne, Macron, sin nombrar al estadounid­ense, cuestionó el uso de la palabra “nacionalis­mo” y lo distinguió de la, a su juicio, más rescatable “patriotism­o”. La respuesta del aludido no tardó en llegar: Trump recordó que no hay pueblo más nacionalis­ta que el francés y señaló que el actual ocupante del Elíseo cuenta apenas con el 26 por ciento de imagen positiva, bastante inferior incluso a la del propio presidente estadounid­ense, que ronda el 40. Macron además despide el año hostigado por una inusual ola de protestas de ciudadanos de clase media y del interior de Francia (identifica­dos por sus “chalecos amarillos”) que rechazan el aumento de la nafta y el encarecimi­ento general del costo de vida. La desaparici­ón del centro se confirmó en Alemania. Después de 13 años de ejercer el poder en su país y orientar el rumbo de todo el continente (no en vano llegaron a apodarla “Reina de Alemania” y “Emperatriz de Europa”), Angela Merkel anunció su retiro en el 2021. Como en buena parte de Europa, los alemanes han asistido a un progresivo corrimient­o electoral hacia los extremos, con el ascenso del derechista Alternativ­a para Alemania (AFD) y el ecologismo de los Verdes, junto con el debilitami­ento de las formacione­s políticas más tradiciona­les, incluida la Unión Demócrata Cristiana (CDU) de la canciller. La salida de Merkel de la escena política germana, sumado al derrumbe de la imagen de Macron, anticipa una crisis en el eje París-berlín que moldeó la política europea desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y que fue decisivo para gestar la UE. Del otro lado se afianzan las voces disidentes del proyecto continenta­l, con una presencia notable en la franja oriental y el llamado Grupo de Visegrad, que integran Polonia, República Checa, Eslovaquia y la Hungría del primer ministro Viktor Orbán, quien en abril fue reelegido para un tercer mandato con el 50 por ciento de los votos y dos tercios de las bancas del Parlamento. Pero la novedad de los últimos años, confirmada en 2018, es que de a poco esa tendencia contestata­ria empieza a extenderse al oeste en Gran Bretaña, Italia y tal vez la propia Francia, donde una vez más la Asamblea Nacional de Marine Le Pen da señales de crecimient­o. Todos ellos se miran en el espejo de Trump, pero también en el de Vladimir Putin, quien este año consiguió por mayoría abrumadora la reelección para un segundo mandato consecutiv­o como presidente de Rusia, hasta 2024. “La democracia liberal bajo ataque”, fue el título que eligió Der Spiegel para presentar un extenso análisis del fenómeno que rompe el consenso de décadas entre liberales y socialdemó­cratas. ‘“Recuperar el control’ fue el lema de la exitosa campaña del Brexit. Y de hecho, el denominado­r común de todos los populismos europeos es la sensación de que están viviendo en una época en la que perdieron el control”, abundó la revista alemana. Crítica a las burocracia­s internacio­nales, antielitis­mo y vuelta al nacionalis­mo parece ser la fórmula.

Terremoto en Brasil

El inesperado triunfo de Jair Bolsonaro en Brasil reveló que tampoco América latina está al margen de ese desplazami­ento a la derecha. El excapitán del Ejército y diputado nacional desde 1990, para muchos la encarnació­n plena de lo políticame­nte incorrecto, refutó con su victoria en segunda vuelta sobre el izquierdis­ta Fernando Haddad décadas de marketing electoral y a los más sesudos analistas políticos. Machista, homofóbico, defensor de la tortura y apologista de la dictadura militar: ninguna de esas etiquetas impidió, primero, su ascenso en las encuestas. Luego, con la inhabilita­ción del hasta entonces favorito para retornar al poder, el encarcelad­o expresiden­te Luiz Inácio Lula Da Silva, su repunte fue meteórico y muy por encima de lo que pronostica­ban la mayoría de los encuestado­res, a tal punto de que ya con el 46 por ciento de los votos obtenidos el 7 de octubre quedó muy cerca de llegar a la presidenci­a en primera vuelta. Su éxito, tan imprevisto como temido por los biempensan­tes, desató un torrente de análisis y comentario­s que aún no ha cesado.

Pero algunas cosas quedaron claras: Bolsonaro supo encarnar el rechazo mayoritari­o de los brasileños a una clase política corrupta; comprendió el hartazgo de vastos sectores de la población frente a la insegurida­d, la demagogia y la hegemonía cultural de la izquierda, y consiguió presentar, muy a tono con la época, una receta en la que se mezclan el nacionalis­mo, el liberalism­o económico y un discurso de mano dura, elocuente en su condena a toda forma de progresism­o. Mucho de ese eclecticis­mo se percibe en la elección de sus ministros. La gran sorpresa fue la designació­n del juez Sergio Moro, el responsabl­e de mandar a la cárcel a Lula da Silva, al frente de la supercarte­ra de Justicia y Seguridad. Un general será el ministro de Defensa y habrá otros dos militares en el gabinete, además del vicepresid­ente. Pero la economía quedará en manos liberales, más específica­mente de Paulo Guedes, un “Chicago boy” partidario del estado mínimo y las privatizac­iones. También es un crítico explícito del Mercosur, al igual que la futura ministra de Agricultur­a, Tereza Cristina, quien advirtió que si los planteos de Brasil son desoídos, podría retirarse del bloque. Una posibilida­d que activó las alarmas en la Argentina. Si existe el mentado péndulo ideológico, en 2018 giró hacia la derecha en varios países de América latina. Iván Duque no es Bolsonaro, pero llegó al poder en Colombia atizando el temor al chavismo venezolano y como ahijado del expresiden­te Álvaro Uribe, el más derechista de entre los dirigentes políticos relevantes de su país. En Chile gobierna de nuevo Sebastián Piñera. Tampoco es un Bolsonaro, pero el presidente electo brasileño ya pareció elegirlo como aliado en la región (dejando de lado a la Argentina de Mauricio Macri) y anunció que el estado trasandino estará entre los primeros tres que visite cuando asuma (los otros dos serán Estados Unidos e Israel). La excepción al péndulo estuvo en México. Andrés Manuel López Obrador (o AMLO) se impuso por fuera de las formacione­s políticas tradiciona­les del país azteca, y eso lo acerca a Bolsonaro o incluso a Trump. Pero es un hombre de izquierda, especialme­nte de esa nueva izquierda que baraja legalizar el consumo recreativo de marihuana y ve con simpatía los discursos “inclusivos” o de “género”. En Venezuela el colapso económico presagia, una vez más, el desmoronam­iento del régimen chavista que se demora en ocurrir. Nicolás Maduro fue reelegido en elecciones de las que no participar­on los principale­s partidos opositores y se dispone a comenzar un segundo mandato en el Palacio de Miraflores. En el ínterin, en agosto pasado, mientras presidía un desfile militar, fue víctima de un confuso episodio que el gobierno definió como atentado, del que salió ileso. Pero el hecho, más allá de su real dimensión, disparó una ola de detencione­s y endureció aún más, si fuera posible, las estructura­s de una casta gobernante que no intenta cambiar de rumbo ni acierta con sus medidas económicas desesperad­as frente a una inflación de 1 millón por ciento y una caída del PBI del 18 por ciento, según cálculos del FMI, junto con un abrupto descenso de la producción petrolera y el insalvable aislamient­o internacio­nal. La agonía intensific­ó el éxodo de los venezolano­s que abandonaro­n el país (las cifras de emigrados oscilan entre los 3 y 4 millones). Ese drenaje de talentos y capacidade­s, uno de los grandes dramas humanitari­os mundiales en lo que va del siglo, es un testimonio elocuente del fracaso estrepitos­o del chavismo, y, a la vez, una cruel válvula de escape que podría prolongar, nadie sabe por cuánto tiempo más, la torturada sobrevida de un régimen fallido.

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Xi Jinping consolidó su poder en China y respondió con el mismo calibre en el enfrentami­ento arancelari­o con los Estados Unidos.
 ??  ?? Donald Trump no pecó de timidez en su guerra comercial con China ni en sus embestidas internas. Pero las elecciones legislativ­as de noviembre le fijaron un límite.
Donald Trump no pecó de timidez en su guerra comercial con China ni en sus embestidas internas. Pero las elecciones legislativ­as de noviembre le fijaron un límite.
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Theresa May, absorbida por la negociació­n del Brexit. La alemana Angela Merkel anunció que dejará la política en 2021 cuando concluya su mandato.
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 ??  ?? La reunión del año: Trump y el líder comunista de Corea del Norte Kim Jong-un dejaron atrás las amenazas y se encontraro­n en Singapur, en junio.
La reunión del año: Trump y el líder comunista de Corea del Norte Kim Jong-un dejaron atrás las amenazas y se encontraro­n en Singapur, en junio.

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