Fuga hacia los extremos
Populismo 2.0 • El año termina como empezó, dominado por la figura disruptiva del presidente estadounidense Donald Trump, y por la sorpresiva aparición, en diferentes segmentos del panorama internacional, de un séquito de imitadores que parecen abrazar s
La consistencia del trumpismo, y su durabilidad, que fueron puestas en duda desde el momento mismo de la elección del magnate como jefe de la Casa Blanca hace dos años, encontraron sus primeros límites en las elecciones de mitad de mandato de noviembre pasado. Aunque el resultado fue menos arrasador de lo que soñaba la oposición demócrata, de todos modos constituyó una señal de advertencia. En la votación, los republicanos perdieron la mayoría en la Cámara de Representantes que ostentaban desde 2011 y cedieron al menos seis gobernaciones. Al mismo tiempo y en lo que fue el dato más positivo de su desempeño, lograron incrementar en un par de bancas su mayoría en el Senado. Las consecuencias del revés son difíciles de prever en lo inmediato. Por lo pronto, Washington volverá a un esquema de poder dividido que no es extraño en su historia política remota o reciente (y que los mercados suelen preferir). La novedad del proceso que se avecina es que buena parte de los demócratas triunfantes en la cámara baja llegan con la promesa de investigar de punta a punta la gestión de Trump movilizados bajo una sola consigna: impeachment. Su ambición es, en efecto, iniciar las investigaciones para llevar a juicio político al mandatario, al que quieren inda--
gar respecto de sus finanzas personales (exigen que presente sus declaraciones de impuestos), el comportamiento ante acciones concretas de gobierno y la presunta connivencia de su equipo de campaña con Rusia en los comicios de 2016, hecho que investiga un fiscal especial a quien el magnate quiere desplazar. En vista de la relación de fuerzas parece difícil que los demócratas puedan llevar su empeño hasta las últimas consecuencias, con más razón dado el predominio republicano del Senado, que debería ser la cámara que resuelva cualquier acusación contra el presidente. Pero esa dificultad no impedirá las citaciones, las denuncias y el inicio de una posible guerra mediática y legislativa entre los dos partidos, un juego que Trump ya advirtió que está dispuesto a jugar. El traspié electoral, con sus inabarcables derivaciones, cierra un año en el que Trump no pecó de timidez. Su acción más relevante de gobierno fue económica. Cumpliendo las promesas de campaña, en marzo ordenó imponer gravámenes del 25 por ciento a las importaciones de acero y del 10 por ciento a las de aluminio, medida de la que exceptuó de manera temporaria a la Unión Europea, Brasil, Corea del Sur, la Argentina, Australia, México y Canadá. (Más adelante se levantaron esas excepciones, salvo en cuatro casos: la Argentina, Australia, Brasil y Corea del Sur). Luego subió la apuesta con su principal adversario comercial. Dispuso la aplicación, en diferentes tandas, de una serie de aranceles a las compras de unos 800 productos llegados desde China (por US$ 250.000 millones, más la amenaza de otros US$ 267.000 millones) que a su vez generaron la respuesta del gigante asiático (por US$ 110.000 millones) en el comienzo de lo que no tardó en calificarse de “guerra comercial”. La disputa, que encubre un choque por las respectivas esferas de influencia de las dos potencias y el interés estadounidense por impedir el robo de propiedad intelectual en el rubro tecnológico, se manifestó en julio y fue intensificándose con el correr de los meses, aunque hacia el cierre del año el propio Trump y Xi Jinping, presidente de China, pactaron una tregua en el marco del G20 en Buenos Aires. Es la táctica del garrote y la zanahoria. En lo que parece ser un rasgo de su estilo de conducción, Trump blande la espada proteccionista por ideología pero también como arma negociadora. El método le dio resultados para renegociar el Tratado de Libre Comercio para América del Norte, el antiguo NAFTA, que ahora pasó a llamarse Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC). Fue un camino rápido con México, que estaba en proceso de transmisión del mando a otro disruptivo pero de izquierda, Andrés Manuel López Obrador, y más trabajoso con el Canadá del socialdemócrata Justin Trudeau. Con el nuevo convenio, que se anunció el 30 de septiembre y se rubricó en diciembre, Washington consigue mayor acceso al mercado lácteo canadiense, incentiva la producción local de autos y camiones y actualiza y refuerza –aquí también– la protección de la propiedad intelectual. Trump ensayó el mismo curso de acción en la diplomacia. El mejor ejemplo fue Corea del Norte. Después de intercambiar amenazas y burlas por Twitter con el líder del régimen comunista, y de ordenar una exhibición de fuerza que presagiaba una acción militar, el magnate aceptó la propuesta del hermético Kim Jong-un de reunirse en persona en un país neutral. La cita de junio en Singapur fue, tal vez, la foto del año. Trump desarrolló allí su versión empresarial de la diplomacia (lo que importa es el contacto personal) y logró extraerle al dictador una declaración conjunta en la
“Ya no existe el comunismo ni el fascismo, la izquierda o la derecha. El enfrentamiento es entre el pueblo y las élites”, afirmó el nacionalista italiano Matteo Salvini.
que acordaron “establecer nuevas relaciones” entre ambos estados, recuperar los restos de soldados desaparecidos o prisioneros durante la guerra de 1950-1953 y la promesa de Pyongyang de “trabajar en pos de la completa desnuclearización de la península coreana”. A cambio, Trump se comprometió a ofrecer las “garantías de seguridad” que pedía el obeso dictador. Pero el compromiso no quedó sellado en ningún acuerdo específico y la posibilidad de cumplimiento es relativa, lo cual una vez más sembró dudas sobre la solidez de una nueva política exterior estadounidense que, para indignación del establishment, prescinde de los canales tradicionales de negociación y se inclina por apostar a impulsos y corazonadas. Por lo pronto, el promocionado encuentro de Singapur tuvo el mérito de afianzar el acercamiento entre las dos mitades de la península. Kim y el presidente surcoreano, Moon Jae-in, mantuvieron tres reuniones en 2018 y en la última de ellas, en la capital comunista, firmaron la Declaración Conjunta de Pyongyang. En ese documento se comprometieron a expandir el cese de las hostilidades militares, promover la cooperación y el intercambio económico, humanitario y cultural, y facilitar una visita “en fecha temprana” de Kim a Seúl. El norte aceptó también desmantelar un sitio de prueba de misiles y la central nuclear de Yongbyon, siempre que los Estados Unidos cumpliera con su parte de lo acordado en la cita de junio. Si a Kim Trump ofreció primero el garrote y después la zanahoria, a los ayatolás iraníes por ahora sólo les exhibió su fuerza. En mayo anunció el retiro del pacto sobre el desarrollo nuclear iraní, que los Estados Unidos compartía con otras cinco potenciales (Rusia, China, Reino Unido, Francia y Alemania), y ello pese a que inspectores internacionales de la ONU habían verificado el cumplimiento de lo negociado con Teherán. Luego, a principios de noviembre, comunicó el restablecimiento de las sanciones económicas que Washington había levantado en 2015. Las dos decisiones muestran la cara menos pragmática del mandatario y lo emparientan con los halcones neoconservadores que vienen influyendo en la política exterior estadounidense desde fines de los ’70, y que lograron imponer su curso de acción intervencionista y belicoso tras los atentados del 11-S. Uno de sus representantes más cabales es John Bolton, asesor de Seguridad Nacional del presidente y duro entre los duros. Otro, el secretario de Estado, Mike Pompeo. Este alineamiento podría explicar la no menos controvertida decisión de trasladar la embajada estadounidense en Israel de Tel Aviv a Jerusalén. El gesto simbólico, que era reclamado hace décadas por los gobiernos hebreos, había sido resistido por la diplomacia de Washington en virtud de que implicaba una toma de posición demasiado obvia a favor de Israel y desconocía los derechos de árabes y palestinos sobre una ciudad que es santa para las tres principales religiones monoteístas. La primera reacción de los damnificados se expresó en semanas de protestas en la frontera israelí con Gaza que, hacia fines de noviembre, habían causado al menos 210 muertos y 18.000 heridos, según fuentes sanitarias del
enclave, y un agravamiento general de la tensión en la zona, donde una vez más volvieron a volar los cohetes de un lado y los bombardeos de represalia del otro.
Todos populistas
“Hay una palabra que pasó de moda: nacionalista. Supuestamente, no debería usarla. Pero les digo algo: yo soy un nacionalista. Nacionalista. ¡Usen esa palabra, no hay nada malo, úsenla!”. Así eligió definirse Trump durante un acto proselitista en la recta final para la votación del 6 de noviembre. La elección del término no fue casual: pareció pensada para plantear un nuevo desaf ío a los conceptos aceptados por el establishment político y cultural del planeta, y generó críticos (muchos) y posibles émulos (pocos, pero resonantes). Entre los segundos corresponde ubicar a Matteo Salvini, líder de la Liga, el partido derechista del norte de Italia que en marzo llegó al gobierno en alianza con el movimiento 5 Estrellas. Su ascenso al poder (Salvini es el viceprimer ministro de la nueva administración) significó otro triunfo calificado de populista, pero que el interesado, en entrevista con el programa Hard Talk de la BBC, prefirió designar en una línea similar a la de la frase del jefe de la Casa Blanca: el nacionalismo por encima del globalismo. “Ya no existe el comunismo ni el fascismo, la izquierda o la derecha. El enfrentamiento es entre el pueblo y las élites”, explicó. El resultado en Italia significó, además, una nueva forma de rebelión contra las estructuras de la Unión Europea, expresada esta vez en el conflicto respecto de las metas presupuestarias que el bloque quiere imponer a la península. Salvini y el nuevo gobierno intentan recuperar el crecimiento económico combinando rebajas de impuestos, con mayor gasto en infraestructura y el pago de un ingreso mínimo universal. Al mismo tiempo aspiran a rebelarse contra las regulaciones que bajan desde Bruselas con indiscriminada frialdad burocrática. Detrás de la disputa asoma el fantasma de otra ruptura en línea con el Brexit que en 2016 sacudió los cimientos de toda la construcción continental. En Gran Bretaña, Theresa May cierra el año batallando con la línea dura del Partido Conservador respecto del acuerdo de separación de la UE. La decisión pactada no conformó a los separatistas liderados por el pintoresco Boris Johnson (¿será acaso otro imitador de Trump?) y causó dos renuncias en el gabinete, además de sembrar serias dudas sobre la viabilidad futura del gobierno de la primera ministra. La contienda estaba pendiente de resolución con la votación parlamentaria el 11 de diciembre. El eje moderado, centrista, del Viejo Continente parece eclipsarse. Emmanuel Macron, la gran esperanza del liberalismo europeo, no atraviesa por su mejor momento en cuanto a popularidad, y quien se lo recordó fue el propio Trump, durante las ceremonias de conmemoración del centenario del fin de la Primera Guerra Mundial. En un discurso solemne, Macron, sin nombrar al estadounidense, cuestionó el uso de la palabra “nacionalismo” y lo distinguió de la, a su juicio, más rescatable “patriotismo”. La respuesta del aludido no tardó en llegar: Trump recordó que no hay pueblo más nacionalista que el francés y señaló que el actual ocupante del Elíseo cuenta apenas con el 26 por ciento de imagen positiva, bastante inferior incluso a la del propio presidente estadounidense, que ronda el 40. Macron además despide el año hostigado por una inusual ola de protestas de ciudadanos de clase media y del interior de Francia (identificados por sus “chalecos amarillos”) que rechazan el aumento de la nafta y el encarecimiento general del costo de vida. La desaparición del centro se confirmó en Alemania. Después de 13 años de ejercer el poder en su país y orientar el rumbo de todo el continente (no en vano llegaron a apodarla “Reina de Alemania” y “Emperatriz de Europa”), Angela Merkel anunció su retiro en el 2021. Como en buena parte de Europa, los alemanes han asistido a un progresivo corrimiento electoral hacia los extremos, con el ascenso del derechista Alternativa para Alemania (AFD) y el ecologismo de los Verdes, junto con el debilitamiento de las formaciones políticas más tradicionales, incluida la Unión Demócrata Cristiana (CDU) de la canciller. La salida de Merkel de la escena política germana, sumado al derrumbe de la imagen de Macron, anticipa una crisis en el eje París-berlín que moldeó la política europea desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y que fue decisivo para gestar la UE. Del otro lado se afianzan las voces disidentes del proyecto continental, con una presencia notable en la franja oriental y el llamado Grupo de Visegrad, que integran Polonia, República Checa, Eslovaquia y la Hungría del primer ministro Viktor Orbán, quien en abril fue reelegido para un tercer mandato con el 50 por ciento de los votos y dos tercios de las bancas del Parlamento. Pero la novedad de los últimos años, confirmada en 2018, es que de a poco esa tendencia contestataria empieza a extenderse al oeste en Gran Bretaña, Italia y tal vez la propia Francia, donde una vez más la Asamblea Nacional de Marine Le Pen da señales de crecimiento. Todos ellos se miran en el espejo de Trump, pero también en el de Vladimir Putin, quien este año consiguió por mayoría abrumadora la reelección para un segundo mandato consecutivo como presidente de Rusia, hasta 2024. “La democracia liberal bajo ataque”, fue el título que eligió Der Spiegel para presentar un extenso análisis del fenómeno que rompe el consenso de décadas entre liberales y socialdemócratas. ‘“Recuperar el control’ fue el lema de la exitosa campaña del Brexit. Y de hecho, el denominador común de todos los populismos europeos es la sensación de que están viviendo en una época en la que perdieron el control”, abundó la revista alemana. Crítica a las burocracias internacionales, antielitismo y vuelta al nacionalismo parece ser la fórmula.
Terremoto en Brasil
El inesperado triunfo de Jair Bolsonaro en Brasil reveló que tampoco América latina está al margen de ese desplazamiento a la derecha. El excapitán del Ejército y diputado nacional desde 1990, para muchos la encarnación plena de lo políticamente incorrecto, refutó con su victoria en segunda vuelta sobre el izquierdista Fernando Haddad décadas de marketing electoral y a los más sesudos analistas políticos. Machista, homofóbico, defensor de la tortura y apologista de la dictadura militar: ninguna de esas etiquetas impidió, primero, su ascenso en las encuestas. Luego, con la inhabilitación del hasta entonces favorito para retornar al poder, el encarcelado expresidente Luiz Inácio Lula Da Silva, su repunte fue meteórico y muy por encima de lo que pronosticaban la mayoría de los encuestadores, a tal punto de que ya con el 46 por ciento de los votos obtenidos el 7 de octubre quedó muy cerca de llegar a la presidencia en primera vuelta. Su éxito, tan imprevisto como temido por los biempensantes, desató un torrente de análisis y comentarios que aún no ha cesado.
Pero algunas cosas quedaron claras: Bolsonaro supo encarnar el rechazo mayoritario de los brasileños a una clase política corrupta; comprendió el hartazgo de vastos sectores de la población frente a la inseguridad, la demagogia y la hegemonía cultural de la izquierda, y consiguió presentar, muy a tono con la época, una receta en la que se mezclan el nacionalismo, el liberalismo económico y un discurso de mano dura, elocuente en su condena a toda forma de progresismo. Mucho de ese eclecticismo se percibe en la elección de sus ministros. La gran sorpresa fue la designación del juez Sergio Moro, el responsable de mandar a la cárcel a Lula da Silva, al frente de la supercartera de Justicia y Seguridad. Un general será el ministro de Defensa y habrá otros dos militares en el gabinete, además del vicepresidente. Pero la economía quedará en manos liberales, más específicamente de Paulo Guedes, un “Chicago boy” partidario del estado mínimo y las privatizaciones. También es un crítico explícito del Mercosur, al igual que la futura ministra de Agricultura, Tereza Cristina, quien advirtió que si los planteos de Brasil son desoídos, podría retirarse del bloque. Una posibilidad que activó las alarmas en la Argentina. Si existe el mentado péndulo ideológico, en 2018 giró hacia la derecha en varios países de América latina. Iván Duque no es Bolsonaro, pero llegó al poder en Colombia atizando el temor al chavismo venezolano y como ahijado del expresidente Álvaro Uribe, el más derechista de entre los dirigentes políticos relevantes de su país. En Chile gobierna de nuevo Sebastián Piñera. Tampoco es un Bolsonaro, pero el presidente electo brasileño ya pareció elegirlo como aliado en la región (dejando de lado a la Argentina de Mauricio Macri) y anunció que el estado trasandino estará entre los primeros tres que visite cuando asuma (los otros dos serán Estados Unidos e Israel). La excepción al péndulo estuvo en México. Andrés Manuel López Obrador (o AMLO) se impuso por fuera de las formaciones políticas tradicionales del país azteca, y eso lo acerca a Bolsonaro o incluso a Trump. Pero es un hombre de izquierda, especialmente de esa nueva izquierda que baraja legalizar el consumo recreativo de marihuana y ve con simpatía los discursos “inclusivos” o de “género”. En Venezuela el colapso económico presagia, una vez más, el desmoronamiento del régimen chavista que se demora en ocurrir. Nicolás Maduro fue reelegido en elecciones de las que no participaron los principales partidos opositores y se dispone a comenzar un segundo mandato en el Palacio de Miraflores. En el ínterin, en agosto pasado, mientras presidía un desfile militar, fue víctima de un confuso episodio que el gobierno definió como atentado, del que salió ileso. Pero el hecho, más allá de su real dimensión, disparó una ola de detenciones y endureció aún más, si fuera posible, las estructuras de una casta gobernante que no intenta cambiar de rumbo ni acierta con sus medidas económicas desesperadas frente a una inflación de 1 millón por ciento y una caída del PBI del 18 por ciento, según cálculos del FMI, junto con un abrupto descenso de la producción petrolera y el insalvable aislamiento internacional. La agonía intensificó el éxodo de los venezolanos que abandonaron el país (las cifras de emigrados oscilan entre los 3 y 4 millones). Ese drenaje de talentos y capacidades, uno de los grandes dramas humanitarios mundiales en lo que va del siglo, es un testimonio elocuente del fracaso estrepitoso del chavismo, y, a la vez, una cruel válvula de escape que podría prolongar, nadie sabe por cuánto tiempo más, la torturada sobrevida de un régimen fallido.